La superioridad del capitalismo
¿Qué es una crisis capitalista? Veamos en primer lugar lo que no es una crisis capitalista:
Que haya 950 millones de hambrientos en todo
el mundo, eso no es una crisis capitalista.
Que haya 4.750 millones de pobres en todo el mundo, eso no es una crisis
capitalista.
Que haya 1.000 millones de desempleados en todo el mundo, eso no es una crisis
capitalista.
Que más del 50% de la población mundial activa esté subempleada o trabaje en
precario, eso no es una crisis capitalista.
Que el 45% de la población mundial no tenga acceso directo a agua potable, eso
no es una crisis capitalista.
Que 3.000 millones de personas carezcan de acceso a servicios sanitarios
mínimos, eso no es una crisis capitalista.
Que 113 millones de niños no tengan acceso a educación y 875 millones de adultos
sigan siendo analfabetos, eso no es una crisis capitalista.
Que 12 millones de niños mueran todos los años a causa de enfermedades curables,
eso no es una crisis capitalista.
Que 13 millones de personas mueran cada año en el mundo debido al deterioro del
medio ambiente y al cambio climático, eso no es una crisis capitalista.
Que 16.306 especies están en peligro de extinción, entre ellas la cuarta parte
de los mamíferos, no es una crisis capitalista.
Todo esto ocurría antes de la crisis.
¿Qué es, pues, una crisis capitalista? ¿Cuándo
empieza una crisis capitalista?
Hablamos de crisis capitalista cuando matar de hambre a 950 millones de
personas, mantener en la pobreza a 4700 millones, condenar al desempleo o la
precariedad al 80% del planeta, dejar sin agua al 45% de la población mundial y
al 50% sin servicios sanitarios, derretir los polos, denegar auxilio a los niños
y acabar con los árboles y los osos, ya no es suficientemente rentable
para 1.000 empresas multinacionales y 2.500.000 de millonarios.
Lo que demuestra la superior eficacia y resistencia del capitalismo es que todas
estas calamidades humanas -que habrían invalidado cualquier otro sistema
económico- no afectan a su credibilidad ni le impiden seguir funcionando a pleno
rendimiento. Es precisamente su indiferencia mecánica la que lo vuelve natural,
invulnerable, imprescindible. El capitalismo sobrevive y hasta se robustece con
la desgracias humanas porque no está pensado para aliviarlas. Ningún otro
sistema histórico ha producido más riqueza, ningún otro sistema histórico ha
producido más destrucción. Basta considerar en paralelo estas dos líneas -la de
la riqueza y la de la destrucción- para ponderar todo su valor y toda su
magnificencia. Esta doble tarea, que es la suya, el capitalismo la hace mejor
que nadie y en ese sentido su triunfo es inapelable: que haya cada vez más
alimentos y cada vez más hambre, más medicinas y más enfermos, más casas vacías
y más familias sin techo, más trabajo y más parados, más libros y más
analfabetos, más derechos humanos y más crímenes contra la humanidad.
¿Por qué tenemos que salvar eso? ¿Por qué tiene que preocuparnos la
crisis? ¿Por qué nos conviene encontrarle una solución? Las viejas metáforas del
liberalismo se han revelado todas mendaces: la “mano invisible” que armonizaría
los intereses privados y los colectivos cuenta monedas en una cámara blindada,
el “goteo” que irrigaría las capas más bajas del subsuelo apenas si es capaz de
llenar el cuenco de una mano, el “ascensor” que bajaría cada vez más deprisa a
rescatar gente de la planta baja se ha quedado con las puertas abiertas en el
piso más alto. Las soluciones que proponen, y aplicarán, los gobernantes del
planeta prolongan, en cualquier caso, la lógica inmanente del beneficio ampliado
como condición de supervivencia estructural: privatización de fondos públicos,
prolongación de la jornada laboral, despido libre, disminución del gasto social,
desgravación fiscal a los empresarios. Es decir, si las cosas no van bien es
porque no van peor. Es decir, si no son rentables 950 millones de hambrientos,
habrá que doblar la cifra. El capitalismo consiste en eso: antes de la crisis
condena a la pobreza a 4.700 millones de seres humanos; en tiempos de crisis,
para salir de ella, sólo puede aumentar las tasas de ganancia aumentando el
número de sus víctimas. Si se trata de salvar el capitalismo -con su enorme
capacidad para producir riqueza privada con recursos públicos- debemos aceptar
los sacrificios humanos, primero en otros países lejos de nosotros, después
quizás también en los barrios vecinos, después incluso en la casa de enfrente,
confiando en que nuestra cuenta bancaria, nuestro puesto de trabajo, nuestra
televisión y nuestro ipod no entren en el sorteo de la superior eficacia
capitalista. Los que tenemos algo podemos perderlo todo; nos conviene, por
tanto, volver cuanto antes a la normalidad anterior a la crisis, a sus muertos
en-otra-parte y a sus desgraciados sin-ninguna-esperanza.
Un sistema que, cuando no tiene problemas, excluye de una vida digna a la mitad
del planeta y que soluciona los que tiene amenazando a la otra mitad, funciona
sin duda perfectamente, grandiosamente, con recursos y fuerzas sin precedentes,
pero se parece más a un virus que a una sociedad. Puede preocuparnos que el
virus tenga problemas para reproducirse o podemos pensar, más bien, que el virus
es precisamente nuestro problema. Y el problema es que esta crisis
reveladora, potencialmente aprovechable para la emancipación, alcanza a una
población sin conciencia y sin una alternativa elaborada.
En un mundo con muchas armas y pocas ideas, con mucho dolor y poca organización, con mucho miedo y poco compromiso -el mundo que ha producido el capitalismo- la barbarie se ofrece mucho más verosímil que cualquier otro tipo de organización social más lógica, racional y humanista.
(Santiago Alba Rico)