Relatos del entorno

 

Prólogo

Cuatro relatos constituyen el presente libro, en el que yo señalaría dos partes bien diferenciadas: los dos primeros, “Al margen del surco” y “Marsolandia”, tienen una cualidad claramente teatral; en ellos se nota la relación de la autora con el mundo del teatro y el dominio de los recursos propios de éste: diálogos vivos, personajes que con frecuencia aparecen como estereotipos, un punto de humor del absurdo, incluso algún matiz del esperpento, juegos con los títulos y las palabras (como la existencia de la Concejalía de Incultura o el Ministerio de Turismo y Desmadre Ecológico). Todo en una suerte de socio-ficción que plantea temas de marcado trasfondo moral e incluso político.

En “Al margen del surco”, el más largo, con diferencia, de todos los relatos, aparece la hipocresía social y política de una democracia de marketing llena de personajes prefabricados, escuelas de imagen, estudios de opinión, familias ejemplares…, pero que a la menor ocasión buscan el escape de alguna fiesta o alguna excusa para el desmadre en orgías decadentes y deshumanizadas. Pero no es “mejor” la sociedad…, el pueblo…, que los critica con su moralina mojigata, que se molesta más porque rompan con unas apariencias tan falsas como sus corazones, que por el mundo vacío y deshumanizado a que están dando lugar. En ese mundo, entre otras cosas, la mujer (personificada en la “señora” del señor concejal) está a la sombra del hombre, a sus servicio, asexuada, sin energía vital… Sin embargo, a “la sombra”, pero que no de su marido, sino del engranaje social y de sí misma, tiene una vida secreta en la que es libre y vive sus propios sueños y su propia sexualidad, que será la que, a la postre, acabe poniendo al “señor concejal” en su sitio de modo que, desenmascarado y humillado, tiene que acabar retirándose a su amargura y su incapacidad para vivir. Humor el de Tamar a veces irónico, a veces sarcástico y siempre corrosivo, que no impide una fuerte carga erótica en algunos pasajes del relato.

En “Marsolandia”, con el mismo estilo basado en diálogos que bien podrían ser de una obra de teatro, sucintas descripciones y referencias al carácter de los personajes ágiles, escuetas; en la sociedad del consumo y el vacío que ésta provoca en los espíritus humanos y el deterioro en los paisajes y en el “entorno” (al que nos remite el título) lo que nos encontramos. Agrio final el de este cuento: más duro, si cabe, que el del relato anterior y tan brusco como los propios hechos a que se hace referencia, que, sin embargo, empiezan a sonarnos a algo común a pesar de sus irracionalidad (bombas en lugares públicos), y que no son sino excrecencias de un mundo demencial y deshumanizado de por sí.

La otra parte, sin embargo, tiene dos relatos llenos de poesía, y poéticos en la misma forma de ser contados:

En Doña Eduvigis y la comunidad las descripciones usan más la metáfora, y la adjetivación se vuelve evocadora e indirecta (cortinas que se desmayan, blondas de desasosiego, melancólica suavidad de los recuerdos). Y sin embargo, la poesía acaba tomándose negra y amarga como la pez. La desconfianza, el afán de “modernidad” y todos los tópicos del progreso se acumulan hasta estallar en el acto delictivo que, a pesar de todo el esfuerzo de la comunidad y contra el apego de doña Eduvigis a sus antiguas puertas y ventanas, no se ha podido evitar. Pero lo peor no es el delito en sí, sino el vacío negro y destructivo que hay detrás de él. El sinsentido de un mundo que se devora a sí mismo.

El bellísimo “El jardín de los olvidados”, tan poético o más que el anterior y con imágenes tan hermosas como la de “un abismo de palomas”, entre dos mujeres que se miran, está lleno de un erotismo dulce y melancólico en el que la soledad de dos mujeres (¿tal vez una sola?) busca su plenitud en unos amores lésbicos, que pueden ser narcisistas (el final es tan ambiguo como sorprendente) y que hacen que se entremezclen e imbriquen en el relato sentimientos e ideas tan inquietantes para el ser humano (y en este caso, especialmente, para la mujer; aunque no hay por qué excluir a los hombres sensibles) como la soledad, el amor, la utopía y la muerte.

Emilio Ballesteros

Al margen del surco

Sin las utopías no se llevaría nunca a cabo ninguna reforma.
Las utopías no se oponen a las realidades, porque en asuntos humanos, la llamada “realidad” incluye el deseo de que las realidades se transformen.
Las utopías están en la cabeza de los hombres y especialmente en su corazón: la “utopía” es una realidad moral.

José Ferrater Mora

Crisis humanas

1

Se miró de nuevo al espejo. Ahora tocaba el perfil derecho. ¿Cuántas veces llevaba con ésta? 65 veces y media tenía que contemplarse cada día, según le habían recomendado en la Escuela.
Sí, realmente estaba bien. El tono de piel era el adecuado, ni muy moreno ni muy blanco, las cejas pobladas se arqueaban bajo unos ojos oscuros de buitre tranquilo. La nariz, de hombre de carácter, pensó, y la boca fina y delgada, era lo correcto: los labios gruesos eran de personas sensuales y vulgares. Y él, claro está, no era ninguna de las dos cosas. El cabello oscuro, con unas entradas que comenzaban a ondear sobre una frente estrecha y casi continuadamente sudorosa. Bueno, pero eso le hacía parecer más interesante.

Sí, sin duda era así.

Ahora tocaba el perfil izquierdo. Fue una buena idea ir a la Escuela. Allí le habían enseñado a hablar sin tartamudear, a poner posturas adecuadas a su nuevo rango..

¡Quién se lo hubiera dicho hace unos años!, ¡un maestrillo de escuela a político, y a concejal nada menos! ¿¡Y cómo no lo había descubierto antes!?, ¡si la política era su verdadera devoción!

Ahora de nuevo tocaba de frente. Aún faltaban 10,5 para las 65,5 veces.

Ensayaba poses, expresiones, y las sonrisas… Esto último había sido lo peor. Le costaba mucho trabajo, no estaba acostumbrado a mantener una sonrisa durante un tiempo y a cambiar de modalidad de sonrisa según fuera el asunto a tratar. Fue hasta doloroso, porque los músculos se le agarrotaban, y muchas veces hubo de regresar a su casa con la sonrisa clavada en el rostro. Hasta que no pasaban varias horas, los tendones no comenzaban a aflojarse, ni volvía la cara a su expresión natural.