Los verdaderos héroes de la Historia Humana


Los libros de historia, siempre escritos al dictado de los vencedores de alguna guerra o genocidio, están repletos de nombres de reyes, políticos, militares y otro tipo de personajes, cuyo mérito no ha sido más que saber encontrar la forma más rápida de asesinar al mayor número de seres humanos en el menor tiempo posible, utilizando para ello como disculpa el honor, alguna patria, alguna religión o alguna ideología.

Pero la historia de la Humanidad está repleta de otros seres humanos, apenas conocidos por la mayoría, que tuvieron una actitud constructiva, que supieron ayudar a sus semejantes, bien mediante gestos pacifistas o dialogantes que evitaron guerras, o mediante estudios e inventos tecnológicos, a través de la investigación médica, o creando filosofías humanistas. Casi ninguno de ellos ha sido reconocido ni recompensado por la memoria ni la historia oficial.

Creemos que ha llegado el momento de reescribir nuestra historia, poniendo a los reyes, políticos y estrategas militares, en el lugar que les corresponde: el de seres enfermos de ambición y codicia que sólo han provocado dolor y sufrimiento a lo largo de los siglos, y colocando en el altar de la memoria a las personas que se sacrificaron por la paz, el progreso y el bien común, por un mundo algo mejor, del que ahora, los supervivientes, disfrutamos.

Desde aquí queremos rendirles este modesto y merecido homenaje mediante la serie titulada "Los verdaderos héroes de la historia humana".

 

ARTES LIBRES  

 

 

 

STANISLAV PETROV, EL HOMBRE QUE SALVÓ A LA HUMANIDAD

En 1983, el búnker Serpukhov-15, era el centro de mando de la inteligencia militar soviética, el lugar desde donde se coordinaba la defensa aeroespacial rusa. Su misión era, en plena Guerra Fría, alertar de cualquier ataque, con lo que se iniciaría el proceso para contraatacar con armamento nuclear a su odiado enemigo, los Estados Unidos de América, si éste se atrevía a iniciar un ataque.
 

El 26 de septiembre de ese año, de repente, una sinfonía de alarmas sonoras y luminosas inundó la sala de mando del búnker: “Camarada Petrov, alerta máxima”, gritó el oficial que se encontraba ante las pantallas del radar.
 

Petrov dio la primera orden: “Desconecten esas alarmas”. La sala se sumió entonces en un profundo silencio, y en algunos oficiales, los más jóvenes, las primeras gotas de sudor comenzaron a brotar de sus frentes”.

 

La información emitida por las máquinas, en su frío lenguaje, no dejaba lugar a dudas: un misil balístico intercontinental americano se había lanzado desde la base de Malmstrom (Montana, EEUU) y en veinte minutos alcanzaría la U.R.S.S.

Todas las miradas se dirigían, alternativamente, hacia la pantalla del radar, en la que un minúsculo punto luminoso se desplazaba lentamente hacia el mapa de la Unión Soviética, y hacia la cara tensa del teniente coronel Stanislav Petrov, de cuarenta y cuatro años, que ese día era el oficial de guardia.

 

Todos sabían que las órdenes eran informar inmediatamente, a fin de lanzar los misiles nucleares de respuesta, y sabían también que esa orden significaría el final de todo, de sus vidas, de la de todos sus seres queridos, de la Unión Soviética, de esa revolución en la que desde niños les habían dicho que vivían, la muerte de cientos o miles de millones de personas, el Apocalipsis, la desaparición de la Humanidad.
 

Petrov, con la mirada clavada en el radar, pensó, sin quererlo, en voz alta, y dijo lo que habría de repetir días después ante sus encolerizados superiores militares: “No puede ser, nunca atacarían con un sólo misil, tiene que ser un error de la computadora”.

 

A los pocos minutos, otras cuatro señales aparecieron sobre la pantalla, la tensión subió en la sala del búnker y hasta un joven oficial se atrevió a recordarle a Petrov las órdenes recibidas: “Debemos informar, camarada coronel”.

 

Las máquinas se equivocan, respondió Petrov, esperemos unos minutos más”.
 

Nunca sabremos qué pasó durante esos minutos por la cabeza de Petrov: tal vez simplemente creyó que se trataba de un error de los satélites o las computadoras, como siempre mantuvo, o tal vez pensó, con ese extraño humanismo tan ruso que les hace disfrutar del canto, la amistad y el alcohol, que si habría de desaparecer media Humanidad, no había razón para destruir a la otra mitad, sólo por la decisión demencial de algún político. Lo cierto es que nunca sabremos qué pensamientos surcaron su mente durante esos minutos bajo presión.

 

Finalmente se descubrió que era una falsa alarma, causada por una rara conjunción astronómica entre la red de satélites rusos, la Tierra y el Sol, coincidiendo con el equinocio de otoño.
 

Este incidente, llamado precisamente así, el Incidente del Equinocio de Otoño, avergonzó a los altos cargos soviéticos, que vieron poner en entredicho la base misma de la llamada Guerra Fría, el miedo mutuo a una mutua destrucción total. Consideraron que el teniente coronel Petrov se equivocó en su decisión, a pesar de haberles salvado la vida a ellos y al resto de la Humanidad, por lo que le castigaron y ocultaron el incidente, hasta ese punto puede llegar la estupidez de la muy mal llamada inteligencia militar.

 

Cuando le preguntaron porqué no había dado la alarma y la orden de contraataque, Petrov, simplemente contestó: “La gente no empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles“.

 

Hoy Stanislav Petrov, de 71 años, sobrevive solo, con una pequeña pensión, en un diminuto apartamento en Friasino, a 40 km de Moscú, y no ha habido en toda la Humanidad una sola persona o asociación que haya sabido agradecer y recompensar su actitud lógica y humanista a la vez, su sangre fría, gracias a la cual nuestra especie, y tantas otras formas de vida, siguen habitando este planeta.
 

El premio Nobel de la Paz, que nunca hubiera sido más justamente adjudicado de habérsele concedido al ciudadano Petrov, sigue reservados para otros.
 

Ese 26 de septiembre de 1983, como tantas veces había sucedido antes, y como tantas otras volverá a suceder, un ser humano salvó a otro ser humano, en este caso, a todos ellos, y para hacerlo comprendió que, a veces, sólo hay un camino posible: desobedecer.

 

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