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MADRE ABORIGEN
Madre sacrificio, madre silencio,
tu piel enjuta de ébano
viste el quebracho de tu cuerpo.
Innata poseedora de la magia
de convertir los frutos de la Pachamama
en el arte que lucirán otras mujeres
de espacios lejanos, inalcanzables.
¿Sabrán que tus Yicas encierran
sueños ancestrales de libertad?
¿ Sabrán que en la humildad del adobe
y palo a pique palpita tu calor de madre?
¿Sabrán que te vendieron tantas veces
junto a tu tierra sin preguntártelo?
Y que sigues,
sobreviviendo a todo.
En la bella soledad de las yungas,
en el dolor mutilado de la selva,
en un calido
rincón de América india.
Augusto Enrique Rufino.
DEVASTACIÓN
Duele la naturaleza mutilada,
esqueletos vencidos por el hombre,
fantasmas de un verde antiguo.
Duelen los dientes del progreso,
el hacha devorando montes,
la vida y su destino de medanales.
¿Donde están las aves
que alegraban la arboleda
con su amanecido trino?
¿Donde se esconde el puma?
¿Donde el jabalí y la corzuela?
¿Que rincón extingue su tristeza?
Duele el indio despojado,
astilla de su raza vieja,
solo con su cruz de palo.
Duele la devastación… duele.
Augusto Enrique Rufino.
RENACER
Eran los días del naufragio,
de invierno y llovizna.
Cuando el dolor era una celda
y la renuncia inminente.
En la línea imperceptible
entre el día y el ocaso.
Como silencio sin rumbo
y amaneceres sin destino…
y allí estaban tus manos extendidas,
salvadoras,
cálidas.
Para recordarme la luz,
la esperanza,
el amor…
Augusto Enrique Rufino
MUNDO INTERIOR
Todavía me habita
el fantasma que me atormenta.
A veces creo que ya no está,
a veces creo me dejó.
Desaparece con el bullicio de la vida,
regresa sigiloso con la soledad.
Me acompaña su sombra
y el silencio de la ausencia.
Todavía me habita
la costumbre de esperar..
Augusto Enrique Rufino
AQUELLAS TARDES
Aquellas tardes de Agosto,
acompasadas de versos
que escribieron los lapachos,
poemas amamantados de nostalgia,
lágrimas del viento sobre la piel.
Aquel crepúsculo agonizante,
santuario del pájaro y la flor,
acrisolador de espíritu
bajo racimos de estrellas,
para renacer en albas sin tiempo.
Aquellas tardes de Agosto,
esperanza del caminante,
ilusiones párvulas de eternidad,
en la voz del verdor profundo,
en el dorado hálito del trópico.
Aquellas tardes de Orán,
aquella sinfonía de azahares,
aquel concierto de soles….
Augusto Enrique Rufino
DOCUMENTO DE
IDENTIDAD
De lunes a viernes, a las siete de la mañana, José tomaba el colectivo urbano nº 9 para dirigirse a la “Quinta Agronómica”. Allí viajaban las esperanzas de cientos de estudiantes que aspiraban lograr un sólido futuro. El 9 los dejaba en la entrada del complejo universitario, una larga cinta de cemento los llevaba por un parque arbolado a los bloques de las facultades de Ciencias Exactas y Tecnológicas: Arquitectura, Ingeniería Civil, Industrial, Agronómica y Eléctrica, en donde cuajaban los sueños de los más dedicados.
Nadia, lo esperaba siempre, sentada en un frío banco de cemento, a la entrada de los anfiteatros para entrar juntos a clase. Llegaba más temprano, ya que se alojaba en una pensión de señoritas cerca de la universidad.
José apuraba sus pasos hasta observar la silueta de su compañera y amiga. Aquella que aliviaba sus días de soledad. Ya que para poder asistir a la universidad debía alejarse del calor de sus afectos. Su familia vivía a más de quinientos kilómetros, pero debía cumplir su gran sueño: recibirse de Ingeniero Civil.
– ¡Buen día!, ¿Esperaste mucho?- le decía José.
- No, llegué hace diez minutos. - respondía Nadia.
La jornada se prolongaba hasta el mediodía, hora de ir a almorzar al comedor universitario. Funcionaba en un gran galpón, con capacidad para quinientos alumnos. Una puerta los llevaba a la barra, en donde, después de sacar una bandeja metálica se retiraba la comida: entrada, plato principal, sopa, postre, pan y un vaso de gaseosa. Totalmente gratuito, ya que era subvencionado por el estado.
En alguna oportunidad, algún dirigente estudiantil se levantaba de su silla y comenzaba a golpear sus palmas para pedir silencio improvisando un discurso en contra de las autoridades educativas y del gobierno.
- Creo que este se queja de lleno, la universidad es gratuita, además nos dan el almuerzo y la cena.- murmuraba José en el oído de Nadia.
– Si, pero creo que él se refiere a los derechos de los ciudadanos, limitados por el gobierno de facto. A la injusticia social. Nosotros los estudiantes debemos hacernos valer y levantar la voz para lograr un cambio.- respondía Nadia persuasiva.
- Me parece que a la universidad venimos a estudiar. – aseveraba José.
Algunas veces los dirigentes estudiantiles lograban movilizar a los estudiantes desde el comedor universitario hasta el rectorado en ruidosas manifestaciones.
- ¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!- Decían los cánticos mientras hacían sonar sus palmas. No demoraban demasiado las fuerzas policiales para dispersarlos con gases lacrimógenos y a bastonazos. Arrojando sus caballos al galope al centro de la manifestación. Entre gritos, piedras arrojadas a los efectivos de la fuerza y corridas se disolvía la protesta estudiantil. Los más exaltados eran detenidos.
- Mi vida esto va a terminar mal. ¿Viste como les dieron de fuerte esta vez?- decía José.
- Si, se les fue la mano, lastimaron a varios chicos, detuvieron a dos dirigentes y a varios compañeros. Entre ellos al colorado que es un pan. - respondía Nadia.
Un lunes de Septiembre en plena clases de Análisis Matemático I, el encargado de maestranza se acercó a la profesora que dictaba la cátedra susurrándole algo al oído. – “Chicos, debemos desalojar la sala. Por favor ordenados. Parece hay una amenaza de bomba”. Transmitió la voz nerviosa de la profesora a los alumnos. José tomó del brazo a Nadia y rápidamente trataron de llegar al parque. Lo mas alejado posible del edificio de la facultad. Luego de esperar veinte minutos, entre charlas y bromas, decidieron regresar. Una tremenda explosión enmudeció y estremeció a todos.
-No sé, pero no nos acerquemos por si hay otra.- respondió José mientras la abrazaba preocupado.
Pronto serían informados que el artefacto había estallado en los laboratorios de Ingeniería ocasionando graves daños materiales. Milagrosamente no había ninguna victima que lamentar.
- Vamos a comer un sándwich a la confitería del frente, tengo miedo de ir al comedor.- sugirió Nadia.
- Si. Después vamos al centro a despejarnos un poco. - propuso José.
- Dale, hace mucho no salimos a dar una vuelta.- aceptó Nadia intentando recuperar el ánimo.
Mientras caminaban las calles, abarrotadas de gente que parecía ignorar todo lo que sucedía. “Argentinos derechos y humanos” diría algún oficialista. José con su brazo, apretaba más que nunca los hombros de Nadia. Abriéndose camino entre el murmullo de la peatonal de calle Muñecas.
- Sabes José. Un grupo de chicos se reúne cerca del dique El Cadillal como una forma de protesta en contra de este gobierno de facto. En parte es por los estudiantes detenidos que no se sabe donde están. Estela, mi compañera de pensión, me decía de ir a acompañarlos algún fin de semana. ¿Qué te parece si vamos?-le propuso Nadia.
- No me gusta mucho la idea, pero si es para algo justo. Podemos ir algún día temprano y a la tardecita regresamos.- dijo José un tanto inquieto.
En los días posteriores la universidad fue intervenida y el comedor universitario cerrado. Los estudiantes que asistían el mismo, distribuidos en diversos restaurantes privados en pequeños grupos para evitar disturbios. Personal de seguridad, vestidos de civil, indicaban a los estudiantes en los pasillos de las facultades que no debían permanecer reunidos más de cinco personas.
- El sábado vamos al dique, Estela irá con Martín. Me dijeron que debemos salir a las 7: 30 horas en un ómnibus que nos deja a cinco kilómetros de donde están los chicos. Martín conoce bien el lugar. – le informó Nadia.
- Bueno, llevemos fiambres, pan y bebidas. Tengo una conservadora mediana que nos va a venir bien. - respondió José con algo de entusiasmo.
El ómnibus llegó al Dique El Cadillal a las 9:45 horas un sábado 20 de Octubre. Era inevitable no detenerse a observar la belleza del paisaje, los pequeños veleros desplazándose en el espejo azul, las blancas casas resaltando en el verdor profundo. Pero debían continuar camino, bordeando el río Loro, hasta la espesura del monte, para llegar al campamento. Luego de haber transitado más de cuatro kilómetros, sintieron una serie de secas explosiones. El rostro de Martín se desfiguró de terror.
-¡Son disparos de FAL! ¡Vienen del campamento!- los alertó Martín.
- ¿Que hacemos? ¡Tenemos que regresar! - propuso José.
- Nos separemos, vos anda con Nadia. Yo voy con Estela.- sugirió Martín.
Solo se sentía el crujir de las hojas y las ramas debajo de los acelerados pasos de Nadia y José y el retumbar de los corazones. El tiempo pareció eterno hasta llegar al lugar en donde los había dejado el ómnibus. Les costó recobrar el aliento para pronunciar alguna palabra.
- Amor, ¡No lo puedo creer! ¿Que habrá ocurrido? - preguntó Nadia.
- Mi vida… ¿te das cuenta porque no me convencía la idea?- le explicó José.
- ¡Mi documento! ¡Perdí mi documento de identidad! -exclamó Nadia.
- No podemos volver allí. Vas a tener que gestionar un duplicado. – le indicó José.
Esa tarde, se confundieron en el abrazo más largo y cálido, como queriendo retener el tiempo y la vida.
Al día siguiente el diario La Gaceta titulaba “En un combate dentro del marco del Operativo Independencia fueron abatidos 14 subversivos en la selva tucumana.”
Una madrugada de tantas, dicen que un Ford Falcon verde se llevó a Nadia de la pensión de señoritas. José no pudo continuar sus estudios universitarios y por poco se olvida de vivir. Actualmente trabaja en una fábrica y, de tanto en tanto busca entre las fotografías de los carteles de las Madres el rostro de aquella hermosa ave de ideales.
Augusto Enrique Rufino.
MEMORIAS DE LA
INFANCIA
Después de una semana laboral intensa, suelo ir a caminar al fondo de la casa paterna para aliviar mis huesos cansados, a reencontrarme con el espacio que cobijó la feliz infancia de seis generaciones. A veces me alcanza Tomy, mi sobrino nieto de tres años, en su afán de descubrir el mundo se toma de mi mano mientras me dice – Tío Aguto auto – indicándome con su dedito algún vehículo estacionado en la guardería que ocupa el centro del terreno con salida a una calle lateral. Pienso en aquellos versos:
“La impiedad del tiempo
es el tren que avanza,
los latidos acompañan.
Nada es igual al ayer,
todo es cambio permanente”.
Es el mismo suelo que vio pasar la infancia de mis abuelos, de mi padre, la nuestra…En esos tiempos Orán era el corazón maderero de Salta y nos sentíamos orgullosos de tener en nuestros montes los ejemplares más grandes de cedros, cebiles, robles, quinas y tantos árboles de madera noble. Eran las épocas en que veíamos pasar por las calles de tierra a los diableros conduciendo sus carros tirados por bueyes con grandes durmientes y a camiones vigueros con ejemplares inimaginables ahora. Todavía nuestra selva no había sido devastada.
Siendo niño todo parecía tan inmenso. No salíamos a jugar, salíamos de expedición. Numerosas plantas frutales ocupaban el terreno: pomelos, limoneros, bananales, paltas, algarrobas, moras, zopotas, guayabas. Una acequia cruzaba todo el límite sur.
Cuando el aroma de azahares se filtraba por los poros de la casona y el sol derramaba en el valle su torrente dorado, partíamos con mi hermano Alberto y nuestros amigos Mario, Carlos y Coquito a recorrer el fondo. Algún perro corría las gallinas que intentaban volar para no ser atrapadas. Pasábamos entre las habitaciones de la “Cota” y su horno de barro, al lado del cual había siempre un fogón encendido en donde calentaba el agua para el mate. Nos dirigíamos a “la montaña” (un montículo de tierra cubierto de césped), a los “tres árboles”, de donde colgaban racimos de flores rojas y anaranjadas a atrapar chicharras y coyuyos. Necesitábamos ver la inmensidad desde lo alto y trepábamos la zopota para disfrutar del paisaje mientras degustábamos de sus frutos.
A Coquito le fascinaba subirse a los árboles. La inocencia de sus ojos brillaba al observar el vuelo de los pájaros y a los aviones surcar los cielos de agosto. Éramos vecinos, una puerta comunicaba nuestros fondos. Recuerdo tan claro cuando nos arrojábamos de la pared medianera hacia la arena que amortiguaba nuestra caída y la última vez que estuvimos juntos tomando leche con scones preparados por mi madre. – cierren la boca cuando coman – nos decía Alberto, mi hermano mellizo. Y aquella tarde fatídica cuando Magdalena, su madre, lo fue a buscar preocupada por no encontrarlo. Recuerdo más tarde al tío Negro contarnos, que al regresar Magdalena lo encontró sin vida recostado bajo la higuera. Convaleciente de varicela había caído dando con la sien en una piedra. – Despertáte hijito, vinieron tus amiguitos a jugar- le decía su madre al vernos llegar al velatorio. – El, ahora es un angelito y está al lado del Señor- nos decían los mayores para consolarnos.
Como arrancar del alma la partida temprana de nuestro amiguito, teníamos tan solo siete años… y aquel triste cortejo fúnebre de guardapolvos blancos…
Todo fue distinto a
partir de allí, “El Sapo”(casero de casa), que vivía con su familia en una
casita de tablas muy bien pintada, rodeada de plantas, en el límite oeste del
predio, procedió a envolver cada árbol con alambre de púas, por indicaciones de
mi padre, para evitar otro accidente que lamentar. Éramos tan traviesos que
improvisábamos guantes de trapos para trepar lo mas alto que nos fuera posible,
de allí tal vez Coquito nos vería jugar, hasta que un resbalón hizo que
impactara mi pequeña humanidad en la tierra. Desperté observando mi sangre en un
fuentón, mientras Julia, hija del Sapo, me lavaba el rostro. Esa fue la última
vez que intentamos escalar. El tiempo pasó, cada fin de semana al caminar el
patio de la casona paterna, riego mis sentimientos para reencontrarme con mi
infancia.
Augusto Enrique Rufino