Christiane Cote

Christiane Cote - Literatura

E-mail: consultc.cote@videotron.ca

 

 

Textos libro "TELEES"

 

Una mujer

El recuerdo de Pauline vuelve con regularidad a mi memoria, lo mismo que todas las preguntas que sobre ella siempre me quedarán sin respuestas.

Cuando encontré a Pauline, había obtenido un contrato a largo plazo con el ministerio donde ella era funcionaria. Teníamos que trabajar juntas a diario y, como enseguida nos entendimos bien, una complicidad muy agradable se creó entre las dos. Durante cerca de dos años almorzamos juntas al menos dos veces por semana, charlando de todo y de nada.

Pauline era una mujer de 45 años, alta, fina y elegante, que cuidaba mucho de su apariencia. Vestida con gusto y de manera muy clásica, siempre tenía cierto aire de dignidad. Todo era impecable alrededor de ella: nunca arrastró un papel inútil sobre su despacho, respetaba los compromisos adquiridos y, por supuesto, Pauline nunca llegaba con retraso a una reunión. Era muy perfeccionista, y le molestaban mucho las excepciones a las reglas y la inevitable incertidumbre de algunas situaciones, aunque ella controlaba sus reacciones. Nunca se enfadaba y siempre era amable y cortés. Era una profesional consumada a la que todos respetaban y muy generosa con sus colegas. Le gustaba reírse y tenía sentido de humor, pero a menudo sentía en su mirada alguna incomodidad extraña. Repetidas veces, observándola, esta mirada me estremecía, ya que de repente me parecía mortecina o profundamente desesperada, lo que no correspondía en absoluto con el resto de la expresión facial y corporal de Pauline. Luego cambió la situación y me puse a dudar de esta impresión recordando cuál de fácil es equivocarse con intuiciones falsas.

Pauline vivía con Claude, un juez del que estaba profundamente enamorada. Le había conocido jovencita cuando trabajaba de secretaria en el gabinete del abogado que era socio de Claude. Su relación creció poco a poco y al final, Pauline dejó su puesto cuando decidieron vivir juntos. Los dos militaron muy activamente en el «Parti Québécois» y compartieron el ideal de un Québec soberano. Vivieron con mucha intensidad los años que precedieron y los que siguieron a la llegada al poder de René Lévesque, el jefe del Parti Québécois –en 1976–. Claude había sido elegido diputado y Pauline trabajaba en el gabinete de uno de los ministerios más importantes del gobierno. A modo de agradecimiento al término de su carrera política, Claude fue nombrado juez. Cuando estuvo claro que la estrella del Parti Québécois estaba inevitablemente eclipsándose, Pauline ya se había integrado en la función publica. Según ella, la intensidad de su compromiso político era la razón de que, al final, la pareja nunca hubiera tenido hijos.

Pauline y Claude habían comprado, poco tiempo antes, el chalet que había pertenecido a los padres de él. El lunes, Pauline me contaba a menudo las visitas de la familia, que se acostumbraba mal al hecho de que el lugar fuera en adelante privado: parecía que no era fácil hacerles comprender que las reglas del juego habían cambiado y que no podían llegar en cualquier momento, con niños y amigos, sin avisar de su llegada.

En mi relación con Pauline sentí rápidamente que para ella había fronteras impermeables entre la vida privada y la vida profesional. Como viajábamos a menudo juntas a la ciudad de Québec en coche, a veces la había invitado a tomar un café cuando me llevaba a casa, pero siempre lo había rechazado. Había igualmente sugerido que podía ir a visitarla a su chalet, pero se apresuró a contestar que tenía bastante visita con la familia y que su tiempo a solas con Claude era muy importante para ella. No insistí y me ajusté a los límites que Pauline fijaba, pero continuaba apreciando su compañía.

El último verano que trabajé con Pauline, ella viajó a Francia para asistir a la primera comunión de una sobrina de la cual Claude y ella eran padrino y madrina. A su regreso, Pauline me hizo el relato detallado de este viaje que había sido uno de los mejores de su vida. Poco tiempo después, ella me anunció que su médico le había diagnosticado un cáncer ya muy avanzado, y que su pronóstico estaba lejos de ser favorable. Salió de vacaciones sin mucha esperanza de vuelta. La vi algunas veces durante su enfermedad que fue fulgurante. Primero, Pauline me explicó hasta qué punto su compañero estaba atento y dedicado a ella. Eso me alegró mucho y fue un bálsamo sobre la impotencia que sentía frente a una amiga por la que sentía tanto afecto y ternura. La ultima vez que la vi, Pauline estaba muy delgada y a todas luces en el final de su vida. Me anunció que Claude y ella se habían mudado a la casa de su hermana, debido a los cuidados continuos que necesitaba. Me extrañó este hecho, pero de algún modo supuse que tenía sentido.

Me enteré de la muerte de Pauline en el trabajo: un colega que leía asiduamente las crónicas necrológicas había visto el anuncio de su fallecimiento. Ninguna foto acompañaba el texto que era de lo mas lacónico. Nos sentimos tristes y sorprendidos del hecho de que no habíamos sido avisados de su muerte. No podía ir al velatorio esa tarde, la única en que Pauline estaba de cuerpo presente, y el artículo indicaba que ella no había querido ninguna ceremonia para sus funerales. Al día siguiente Carole, la colega que había ido al salón funerario a rendir un último homenaje a Pauline, en su nombre y en el nuestro, llegó al trabajo completamente conmovida.

En primer lugar, Carole se asombró de que no había casi nadie en el velatorio. Identificó a la hermana de Pauline por su semejanza sorprendente con ella.

–¿Reciba mi pésame, señora. Trabajaba con Pauline en el Ministerio?

–Gracias. ¡Qué amable viniendo aquí!

–Me gustaría presentar el pésame a su compañero. ¿Podría presentármelo?

–¿Su compañero? Pero… Pauline nunca ha tenido un compañero.

Carole se quedo estupefacta.

–Pero… ¿No vivía con Claude, el juez?

–¡En absoluto! Es verdad que estuvo muy enamorada de un abogado que se llamaba Claude y que era su jefe. Me hace recordar que leí hace algunos años que había sido nombrado juez. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo y nunca salieron juntos. Pauline ha vivido sola toda su vida.

Así me enteré al día siguiente de que Pauline se había inventado su historia personal. Repasando nuestros recuerdos, nos dimos cuenta de que nadie había visto nunca al susodicho Claude o hablado con él. Un recuerdo muy patético volvió a mi mente. Un mediodía de diciembre, mientras Pauline y yo estábamos caminando por el centro de la ciudad, ella vio una sortija que le encantaba en la vitrina de una joyería. Entramos en la tienda y ella la compró, diciendo: « Será el regalo de Navidad que Claude me ofrecerá ». Por supuesto, esta actitud me pareció muy extraña, pero pronto olvidé este hecho, que entonces veía desde un ángulo que nunca me hubiera hecho sospechar.

¿Cómo fue realmente la vida de Pauline afuera del trabajo? Qué hizo durante todos esos fines de semanas que me había contado con detalle? ¿Y durante este supuesto viaje a Francia del cual me había relatado el itinerario y su felicidad de viajar con Claude? Puedo solamente imaginar que durante esos momentos ella estaba encerrada en casa, dentro de su mundo virtual nacido de la desesperanza y de la enfermedad mental. ¿Cómo fue posible para mi no tener la menor intuición de ese abismo de sufrimiento que había en esta colega a la que veía todos los días?

Lo que la muerte de Pauline reveló de su vida supuso para mí una lección de humildad frente al misterio de cada ser humano, por cerca de uno que se encuentre. Aunque esté convencida de conocer a una persona, ¿qué sé realmente de su mundo interior?, ¿qué conozco de la amplitud de sus heridas, de sus esperanzas truncadas y, sobre todo, del impacto de estas heridas sobre su manera de abordar y interpretar el mundo en que vive?

 

 

¿Qué poseo de verdad?
 

¿Qué poseo de verdad? De qué puedo decir: « ¿Es mío, es realmente y solamente mío? »

Todas estas cosas que he comprado o que me han sido dadas con el tiempo: mis vestidos, mi ordenador, las obras de arte que adornan mi casa, mi piano, mis platos, mis muebles, mis papeles, mis libros. Este libro que leo, ¿es mío o pertenece al  hombre que lo ha escrito?

Esta falda: ¿es mía o de las mujeres que han hilado y teñido el tejido? ¿O del obrero que la ha cosido? ¿O del propietario de la tienda que me la vendió? ¿O de la persona que la llevará cuando ya no quiera usarla más? ¿O de la tierra en la que se transformará lentamente al final de su vida de falda?

Me parece que las cosas me son prestadas por un corto periodo de su existencia.

¿Mi cuerpo? Mis ojos, mis piernas, mi vientre, mi corazón: ¿A quién pertenecen? Cuando digo “Mi cabeza”: ¿Quién es esa entidad que dice “Mi”? ¿Por qué este cuerpo y no otro?

Mis sentimientos y mis pensamientos: ¡seguramente serán míos! Pero, ¿de dónde vienen? Tal vez de una gran serie de causas y efectos sobre los cuales no tengo ningún control: si me gusta esta música, ¿es porque la elijo libremente o porque me conecta con una atmósfera de mi adolescencia en que fui feliz? Se dice que el pensamiento de una persona en un momento preciso es el resultado de todo lo sucedido desde el Big Bang… 

En el idioma persa, el verbo “tener” no existe. No se dice “mis hijos” sino “los niños que me han sido confiados y de los cuales soy la madre”.

¿Qué poseo de verdad?

Tengo un… un… un…  

¡No sé!

 

 

Yo poseo…
 

¿Qué poseo, sino la capacidad de sentir, de vibrar, de despreciar, de querer, de conmover, de temer, de desear, de rechazar, de llorar o de sonreír?

 

Qué poseo sino un canal a través de cual la vida puede circular: cuando estoy luchando y discútanlo para retener lo que me gusta y rechazar lo que no me gusta, no puedo tener acceso al espacio y al silencio necesarios para entender los murmullos que me invitan a ensancharme.  

 

Cuando pienso que yo poseo cualquier cosa, me parece que es como si me agarraría a puñados que no son fijadas a nada…

 

 

El Tren de los Ciegos
 

Las 11 de la noche.

Un vagón de tren medio vacío en alguna parte entre Montreal y Québec, en pleno invierno y en la oscuridad del campo. Dentro, poca luz: la lámpara de un hombre leyendo el periódico y la de una mujer mayor concentrada sobre su libro mientras  una niña duerme sobre sus rodillas. Se oye solamente el ruido monótono del tren. Todos los viajeros se mecen suavemente, siguiendo el movimiento del tren y abandonándose al silencio de la noche. 

Cinco personas. Cinco seres humanos que no se conocen, cada uno con su propio destino: heridas, alegrías, nostalgias, temores, victorias, fracasos, esperanzas y amores.

Está Marcel, un hombre de negocios. Tiene una cita para desayunar mañana a las 7 con un cliente con quien hay un negocio potencial de exportación de sus productos a los países del este de Europa. Es una oportunidad inesperada y posiblemente obtendrá grandes beneficios, pero el precio es que Marcel tendrá que viajar mucho más. Los niños todavía son tan pequeños… recordando las lagrimas de la niña hace dos horas ante la idea de no ver a su padre en cinco días,  Marcel sintió como su corazón se rompía pero… tiene que ganarse su vida y seguramente algún día, los niños se sentirán orgullosos del éxito de su padre y le agradecerán el bienestar material recibido, los viajes, los estudios en escuelas privadas, etc. 

Está también Monique, la abuela que viaja con su nieta durante el fin de semana. ¡Qué buen tiempo pasaban en Québec juntas, visitando la ciudad antigua, caminando por el mercado del puerto y yendo al acuario! “No puedo esperar mas” –se dice Monique– “Necesito decir mañana a mi hija el diagnostico que me dio mi doctor hace ya algunas semanas. Quien podrá ayudarla en el futuro con sus hijos? Soy su única familia en Montreal y su marido se fue hace mucho tiempo…”

Está Jeannine. Es un momento raro para ella. Subió en el tren de su pueblo en Gaspesia hace quince horas para venir a estudiar en la gran ciudad de Montréal. Tiene su mapa y el trayecto hasta la residencia de la universidad pero está nerviosa: ¿podrá encontrar un taxi a esas horas, cuando llegue? A otro nivel, Jeannine está preocupada con el efecto de este cambio sobre la relación con su novio en el pueblo. A él no le gustan las ciudades y la agitación de la vida urbana mientras que ella tiene muchas ganas de experimentar este nuevo universo que le parece tan excitante y lleno de sorpresas y descubrimientos…

Está Jacques. Es la tercera vez que se reunirá con su nueva amante Gabrielle, una colega con quien trabaja desde hace muchos años. Hace dos meses, durante un curso de formación al que los dos asistieron, comenzaron a intimar. Anticipando  los momentos que pasarán juntos esta noche, Jacques siente una gran alegría. Al final, se da cuenta de que no conoce muchos detalles de la vida de esa mujer y no sabe tampoco lo que significa esta relación, pero no le importa mucho ahora, prefiere disfrutar estos momentos extraños. Ahora, elige dejar estas preguntas para otro tiempo en el futuro.

Está Martine, que siente muy cansada con estos viajes a Québec. Cada semana, tiene que ir de comprar para la tienda que tiene en el centro de la ciudad. Con los años, se da cuenta de  que esta tienda da demasiado trabajo, y además,  cada día  hay menos turistas en Montreal porque el dólar americano perdió mucho valor, y Martine gana cada vez menos dinero. El año pasado había empezado a considerar la idea de dejar a su marido, al darse cuenta de que su matrimonio se mantenía únicamente por costumbre y comodidad… Pero ahora, con un futuro tan incierto, ¿como seria posible? De repente, Martine se siente muy cansada y pesimista…

Cinco personas. Cinco seres humanos, cada uno sobre su propio escalón en la escalera de la vida. Cinco seres humanos ciegos compartiendo el mismo lugar sin darse cuenta de que comparten también la búsqueda de la felicidad y el deseo de evitar el sufrimiento.

 

 

Hermanas

A las seis de la mañana, Hortensia se despertó sintiéndose mal. Le dolía todo su cuerpo y se sentía muy pesada. No disponía de mucho tiempo para ocuparse de si misma: sus hijos se levantarían pronto y los mayores tenían que desayunar y prepararse para ir a la escuela. Ya podía oír a Ramón, su marido, en la cocina, poniendo su plato en el fregadero antes de salir para tomar su autobús al trabajo.

Sonriendo, Hortensia  oyó, como casi cada día, el ruido de los pequeños pies desnudos de Nicole, su primogénita de nueve años, corriendo hacia el dormitorio de sus padres para pasar un rato en la cama de la madre, disfrutando del calor de su cuerpo. Este breve momento de intimidad silenciosa entre las dos mujeres de la casa era precioso para ambas.

“Ve a lavarte y a prepararte ahora, querida”, dijo la madre a la niña, mientras se levantaba. Aunque había mucho que hacer en la casa, Hortensia no quería que su hija tuviera que cuidar y ocuparse de sus seis hermanos. Mucha gente no entendía este punto de vista y no estaban de acuerdo con ella, pero Hortensia era tozuda: Nicole no tenía por que asumir las consecuencias de que su madre hubiera dado a luz un niño cada año… durante siete años seguidos.

El catolicismo de los años cincuenta en Québec era sumamente ortodoxo: las parejas tenían que cumplir con sus “obligaciones conyugales”, lo que significaba  expresamente no utilizar ningún método anticonceptivo que impidiera el “crecimiento natural” de la familia. Casi cada domingo durante su sermón desde el  pulpito, el párroco del pueblo hacia referencia a ese terrible pecado, dirigiendo su amenazadora mirada a una de las parejas que no había tenido hijos hacia un tiempo sorprendentemente largo.

En los últimos tres años, Ramón y Hortensia se sienten cada vez  más incómodos durante el sermón, evitando los ojos del padre Tremblay. Se sienten culpables porque, con el tiempo, pero por supuesto sin hablar abiertamente del tema, se habían alejado el uno del otro en algunos momentos del mes. El temor suplantaba al deseo…

Esta mañana, dando de comer a sus niños, Hortensia ya no pudo ocultar la verdad. Conocía estos síntomas muy bien: estaba embarazada. Anunciar la noticia a Ramón no seria fácil: no había mucho dinero y la casa ya estaba abarrotada. . .  pero la pareja era fuerte y la vida sorprendente. . .

Muchos meses después, Ramón regresó del hospital. Nicole se lanzó hacia su padre:

­–Díme, papá, ¿tengo una hermanita?

–No, querida mía.

Tratando de esconder su gran decepción Nicole preguntó:

–Entonces, ¿es un hermanito?

–No, Nicole, no tienes otro hermanito.

Ante la perplejidad de su hija, Ramon le dijo, con una amplia pero cansada sonrisa:

–Tienes… ¡dos nuevas hermanitas!