
Tras cada acto, gesto o vivencia humana se esconde un acuerdo: nacemos porque nuestros padres acordaron que naciéramos, o al menos dejarnos nacer, generalmente sobrevivimos porque la sociedad humana en que hemos nacido tiene acordado que no se puede disponer de nuestra vida. Gracias a los acuerdos tenemos derechos, incluso cuando todavía no sabemos qué es un derecho.
Dependientes y mimetizados con nuestros padres, apenas captamos la esencia del acuerdo hasta los seis o siete años, cuando damos el primer paso hacia nuestra independencia individual al comenzar nuestra etapa social. La idea de acuerdo sufre luego un pequeño cataclismo en la adolescencia, cuando debemos aprender a distinguir entre autoridad exterior e interior. Obsesionados por afirmar nuestra recién estrenada vida adulta, solemos caer en la negación de toda autoridad y todo acuerdo, incapaces de comprender todavía la diferencia entre lo ilegítimo de la autoridad exterior que se ejerce mediante la fuerza o la coacción y la natural legitimidad de la interior que nace como resultado del desarrollo de la empatía y la madurez. Si no se supera apropiadamente esta etapa el individuo puede pasar el resto de su vida debatiéndose en la inseguridad de una eterna adolescencia e incapaz de desarrollar una empatía que le haga crecer como ser humano individual y social.
Si seguimos avanzando, un buen día captamos, finalmente, la esencia misma del acuerdo e interiorizamos la importancia de respetarlo al comprobar que todos los mecanismos de nuestras sociedades funcionan en base a ellos: ya no necesitamos que se nos imponga mediante ninguna autoridad exterior lo que debemos hacer, se desarrolla la empatía y colaboramos en cada paso social sin esperar recompensa alguna, porque comprendemos que la recompensa última es la supervivencia y el bienestar de todos.
Por acuerdo mutuo formamos parejas, familias, equipos, grupos, partidos y hasta ejércitos, donde nada funciona si no se respeta lo acordado, y donde lo acordado, sea lo que sea, ha de serlo siempre libremente, tratándose en caso contrario, de un grupo o bien destructivo, o bien que infrautiliza el potencial constructivo y creativo de todo grupo humano libre.
También mediante el desarrollo de la idea de acuerdo aprendemos a disfrutar las mil formas de amistad que la vida nos ofrece: apreciamos con intuición natural el valor de quien los respeta y es consecuente con los acuerdos tanto como el peligro de quien los rehuye o manipula, aprendemos a disfrutar de los beneficios del pacto libre y solidario y a defendernos de quien egoístamente pretende pasar por encima de él creyendo neciamente obtener un mayor beneficio personal. Una vez que la experiencia nos da las claves para distinguir a unos de otros, tenemos en nuestras manos las llaves de una poderosa herramienta: comprendemos que casi cualquier objetivo está a nuestro alcance si nos reunimos el número suficiente de personas abrigando la misma ilusión, y aprendemos, a veces mediante dolorosas lecciones, cómo canalizar la energía destructiva de quien todavía no conoce el arte de respetar el mutuo acuerdo.
Gracias al acuerdo multiplicamos nuestros conocimientos y vivencias, pues acordamos compartirlas sin más placer ni interés que compartirlas, aún cuando tras ese placer natural se esconda una fórmula tan práctica y eficiente como para hacer coincidir el interés común con el individual. También gracias a los acuerdos disfrutamos de innumerables objetos que nunca podríamos fabricar por nosotros mismos, porque hemos acordado almacenar y transmitir después de la muerte cuanto cada uno de nosotros ha aprendido a lo largo de su vida. Esa es nuestra grandeza, la herramienta que nos ha convertido tanto en reyes como en tiranos de la vida en este planeta.
Los acuerdos, por supuesto, son suceptibles de ser utilizados para destruir, pues cuando fallan los acuerdos empáticos, otros ocupan su lugar, pudiendo llegar a pactarse el peor acto destructivo.
Sí, todos los acuerdos humanos constructivos se pueden romper, manipular, menospreciar o destruir, pero también la vida es suceptible de ser víctima de la muerte, y no por ello renunciamos a vivir . . .
Nekovidal 2009 – nekovidal@arteslibres.net