EL AQUELARRE

No fué difícil capturarlos a todos: tendían a ser dóciles en sus lugares sagrados. Eran paganos, una religión ancestral, tan respetable como cualquiera, que había reinado en Occidente durante milenios, una religión incruenta que no necesitaba imponer a otros su verdad para creerla, porque su verdad era tan simple o compleja como la naturaleza que daba y quitaba vida según un, para los humanos, incomprensible designio.

Dos semanas después, ardían en la hoguera los cuerpos de tres de ellos. Mientras entre el público asistente unos callaban, otros rezaban, y otros vociferaban, los enfermos de poder hacían cuentas: El obispo calculaba que podría ampliar sus tierras de pastoreo en unas dieciocho hectáreas, las recién confiscadas a uno de los acusados de brujería. El señor feudal también hacía sus cuentas: ahora conseguiría a la hija del segundo ejecutado, una doncella arisca que no accedía de buen grado a sus pretensiones y que ahora habría de elegir entre doblegarse a los caprichos de su señor o seguir el destino de su padre.

El alguacil, por su parte, calculaba el dinero que debía, y ya nunca pagaría, al tercer ejecutado.

Una vez más, la religión como excusa de la barbarie.

Pero he aquí que los cálculos de los tres resultaron estar errados: el obispo nunca llegó a hacer suyas las tierras de pastoreo, pues mientras tramitaba la legalización del saqueo, durante un viaje, cinco días después de la ejecución, su comitiva fue atacada por un grupo de bandoleros, y entre ellos, para desgracia del obispo, se encontraba un hermano del hombre injustamente ejecutado.

Tuvo el alto cargo de la Iglesia una muerte más cruel y lenta que la del campesino adorador de la naturaleza: su hermano, lleno de odio y afán de venganza, echaba puñados de sal en el vientre abierto del obispo mientras le gritaba: “Ésta es, tanto como la vuestra, la mano de Dios”.

Tampoco el señor del feudo vió cumplidos sus planes: la doncella huyó del pueblo tras enterrar los restos de su padre, y no fue suficiente la movilización de todos los soldados para encontrarla.

El hombre, poco acostumbrado a no ver cumplidos sus caprichos, cayó fácilmente en una patológica y destructiva obsesión. “El señor enferma de deseo no cumplido”, decían las comadres del pueblo. Su vida se fué apagando a lo largo de tres largos y dolorosos meses. Y el alguacil, unas semanas más tarde, se despeñó con su recién adquirido rocín, aquél que había comprado con el dinero con que tenía previsto saldar su deuda con el campesino ejecutado.

Una vez más, la naturaleza ejercía esa poética justicia que ocasionalmente sirve de consuelo a sus criaturas.

Ahora, las viejas, mientras tejían, murmuraban: “Ah, la natura no perdona la crueldad hacia sus buenos hijos . . .”

Se cuenta que en ese pueblo, más de un alma abandonó en ese tiempo la nueva religión, que había perdido sus raíces, para volver a las raíces de otra fe anterior, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos.

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