LA BOMBONA EN LLAMAS
La Bombona era el local más vivo del barrio y donde casi, casi todo ya había
sucedido. El nombre había sido originalmente La Bomba, y procedía de finales del
siglo XIX, época de contubernios y asonadas militares, trasiego político y
romanticismo e idealismo desbordados.
En sus sótanos se habían reunido a menudo grupos de liberales cuando la palabra
significaba, todavía, defensores de la libertad.
Tras la proclamación de la Primera República el propietario decidió ostentar con orgullo un nombre que en aquella época era sinónimo de resistencia.
En La Bombona se reunían todo tipo de personas, desde jubilados sedientos de ruido de juventud a jóvenes sedientos de la experiencia de aquellos pocos ancianos supervivientes de la Guerra Civil.
Todas las ideologías consideradas de izquierdas estaban allí reflejadas, pero también la de un falangista que nunca se llegó a quitar el yugo y las flechas de la solapa, ni decía más palabras que las imprescindibles para pedir el siguiente chato de vino. Eternas discusiones bizantinas sobre si era legítimo o no que se le permitiera entrar allí ocuparon docenas de noches de tertulia en el comedor del local.
También un señor trajeado, bombero honorario y monárquico convencido, formaba parte de la clientela. Nos referíamos a él como el Sr. Alcalde, un apelativo más que merecido por la dignidad de su porte, al menos antes de terminarse los tres o cuatro primeros güisquis.
Y había más, mucho más entre su clientela: los más jovencillos del barrio, muchos de ellos enganchados al caballo e intentando vender el botín de sus correrias; refugiados cubanos en su primera época y sandinistas después; algunas prostitutas ocasionales que descubrían asombradas, de mano de los jóvenes más radicales, que su oficio no era más indigno que la falsa sonrisa de la secretaria de un ejecutivo.
Y los transeúntes, como una pareja de escritores daneses procedentes de Marruecos que quemaron en una noche, asombrados por la acogida recibida, cuanto llevaban para fumar un año en su tierra. Un ex sacerdote, ahora marxista convencido, y un ex marxista empeñado en que descubriéramos al verdadero dios del amor. Enfrente a La Bombona vivía una gallega enorme con un amante japonés diminuto, desatando en cada paso la imaginación y curiosidad de quien los viera. Varios pintores a cual mejor y más borracho y muchos escritores, la mayoría con poco tiempo para escribir entre copa y copa; un escultor que había renunciado a una fortuna de unos cinco millones de euros porque decía que en su familia eran todos unos fascistas y que se alimentaba ahora a base de zanahorias y coñac Fundador; etc., etc.
La Bombona fue desalojada por varias redadas policiales, en la que poco ilegal se encontraba, salvo alguna idea extraña difícil de identificar. El local llegó a ser la obsesión personal de Billy el Niño, uno de los policías más famosos, corruptos y torturadores de la Transición. Llegó en una ocasión a detener a todo el bar al completo, sin más motivo que su voluntad y, como no cabíamos en los cuatro coches celulares que había llevado, nos dio la dirección de la comisaría, a unas manzanas, y nos dijo que nos trasladáramos allí, como así hicimos, presentándose una pequeña multitud . . . cada uno con un cuba libre en la mano.
La Bombona había recibido muchas amenazas y varios avisos de bomba, como era de esperar, pero allí sólo explotaban mentes y las ideas no daban miedo. Quien estuviera en asuntos más serios o complicados, siempre lo hacía a título personal y al margen del local.
Un mal día, no fue una bomba, pero sí un incendio el que acabó con La Bombona. Los peritos encontraron restos de gasolina y fue suficiente para desatar todo tipo de especulaciones y sospechas.
Una semana después, tres sedes de cierto grupo de ultraderecha también ardieron misteriosamente.
En la televisión, donde no salió el atentado a La Bombona pero sí el incendio de los locales ultraderechistas, se oyó gritar a cierto joven de impecable camisa azul: “Esto han sido los rojos hijos de puta de La Bombona”
La Bombona, triste y calcinada, puso su grano de arena en la Transición y volvió a recuperar, de alguna forma, su espíritu libre de un siglo antes. . .
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