COMIENDO PIPAS SIN PARAR


Yo lo vi todo mientras comía pipas sin parar. Las pausas entre los crujidos de las pipas al quebrarse llegaron a estar en concordancia con las pausas del diálogo que mantenían ellos. Yo no era, en realidad, más que un testigo al que ambos ignoraban, concentrados como estaban en sus conflictos e intereses, un testigo cuya presencia no parecía importarles en absoluto.

El más alto colgó el teléfono. El otro, apuntándole de repente con una pistola con silenciador, le dijo:

Así que “yo lo liquido” . . .

No es lo que crees, le replicó, sorprendido, su amigo. Rufo me preguntaba si podía liquidar el problema yo sólo.

Ya, y el problema soy yo . . .

No, el problema es que tienes que devolver el dinero, eso no es negociable, pero el resto se puede solucionar.

Aunque lo devuelva estoy condenado y vendréis por mi.

No, ese es el acuerdo: devuelves el dinero, unas disculpas y asunto concluído.

No lo creo . . .

Es verdad, mira . . . dijo mientras se acercaba a la mesa del despacho. En el mismo cajón estaba la prueba de su inocencia, la que podía disipar las sospechas de su amigo y un revolver cargado. Me pareció que ni él mismo sabía cuál de las dos opciones elegiría tras abrir el cajón: poner la grabación de la conversación telefónica recién concluída o disparar a quien le encañonaba, su amigo de la infancia, con quien había recorrido tantos correccionales y cárceles.

Abrió el cajón y en ese mismo instante oyó el disparo al tiempo que sentía una punzada en su costado. Ahora sí se había decidido: empuñando el revólver aprovechó su último hilo de vida para apretar el gatillo contra quien acababa de dispararle. Los dos se desplomaron casi al unísono.

Y yo lo vi todo . . .

Mientras retiraban los cuerpos, un policía un tanto malhumorado me miró y dijo: Y con este loro, ¿qué hacemos? No hace más que comer pipas sin parar . . .



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