EL DESENCANTO DEL VATICANO


Había sido un sincero e ingenuo hombre de fe. Había cumplido a lo largo de su vida todos los preceptos del catolicismo, del primero al último. Su Santidad el Papa había sido su modelo y guía, el ser humano mortal al que Nuestro Señor, por alguna razón, había elegido como su representante en la Tierra. Siempre le había imaginado como alguien muy especial, y aunque albergaba algunas pequeñas dudas sobre detalles de su naturaleza semidivina, concretamente sobre sus urgencias y necesidades fisiológicas, nunca, por vergüenza, se había atrevido a plantearlas a su párroco, confesor y amigo. Decidió, simplemente, que una persona de la categoría de su Santidad, elegido por Dios entre miles de millones, no podía estar encadenado a ciertas miserias y servidumbres del cuerpo, y así, libre de tales ataduras, le había imaginado siempre.

Antes de morir quería ver el Vaticano, y sus hijos le regalaron ese viaje tan ansiado por él.

Tuvo el privilegio de visitar los aposentos pontifícios gracias a ciertas gestiones de su hijo mayor.

Ahí no se puede pasar”, le advirtió amablemente la guía alemana que le acompañaba en su recorrido.

¿Qué hay tras esa puerta?, preguntó.

El retrete de su Santidad”, dijo, haciendo un uso de la palabra algo impropio, pero comprensible en un hispanohablante no nativo.

En tan sólo un instante se derrumbó su imagen de un hombre superior y semidivino. Ya nunca recuperó la fe.


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