LA INMORTALIDAD
Mi
primer cuerpo del que tengo memoria, el más denso, surgió de materia inanimada a
finales del siglo XXI, cuando la cotidianeidad de los ordenadores cuánticos de
quinta generación permitió grabar no sólo las memorias vitales, sino la misma
personalidad única de cualquier ser vivo. Toda una vida en un disco minúsculo,
todas las emociones pasadas, todo. Cada disco constituía en si un programa
complejo que seguía desarrollándose interactivamente en el momento en que era
ejecutado. Cada vida entraba, una vez liberada del cuerpo, en un juego de
árboles fractales de conciencia.
Ese fue el comienzo, luego fuimos, poco a poco, librándonos de todo tipo de materia y sus servidumbres, hasta que toda la vida consciente del mundo discurría, apenas dos siglos más tarde, y en forma de energía, por la fina capa de gas que recubría el planeta. Continuamos avanzando, el gas nos resultó pesado y nosotros, que ya sólo pensábamos colectivamente, deseábamos la levedad absoluta, alas aún más ligeras que el viento.
Y así llegamos a la luz, a viajar en fotones a través de espacios enormes que antes apenas podíamos mensurar. Y así pudimos, por primera vez, observar y leer atónitos el libro maravilloso que se extendía ante nosotros cada noche de cielo estrellado. Aprendimos que cada rayo de cada estrella era un mensaje, una fórmula ciéntífica, una música, una idea o un poema, algo aprendido por algún ente en algún recodo del universo que era lanzado en un mar de estrellas para ser descodificado por cualquier especie que hubiera llegado a ese estado evolutivo. Dejamos de formar parte de las especies agresivas que competían por el control de un espacio que creían con derecho a llamar suyo. Fuimos, cuanto más fuertes y sabios, más ligeros, y ya miramos con sonrisa venebolente a las especies mortales que nos llaman dioses.
No recuerdo mi edad, pero sé que hace mucho que habitamos esta estrella.
Y aqui estoy, estamos, ya inmortales, intentando imaginar que es la mortalidad como nuestros antepasados anhelaban o intentaban concebir la inmortalidad. Abandonada la angustia del deseo, de la incertidumbre material, sin miedo a nada, pues nada puede destruir cuanto no somos y sólo la sutil fuerza de una idea decide que somos o dejamos de ser. Ahora soy tan sólo un rayo de luz, uno de los trillones emitidos cada segundo por esta estrella que es y será nuestro hogar durante millones de años.
Atravieso una ventana y me poso, a flor de piel, sobre las manos y rostros de quienes han trasladado sus pesados y primitivos cuerpos de materia densa a un cubículo al que llaman Aula 11 y me encuentro con entrañables antepasados que escriben con nostalgia sobre un futuro que aún no saben que es su pasado y que apenas pueden imaginar.
Nekovidal 2009 – nekovidal@arteslibres.net