MARGINACIÓN
Don Alberto reside en su mansión en La Moraleja, una de las urbanizaciones más exclusivas, o sea caras, de Madrid. Tiene 83 años, una hija que hace cuentas sobre su herencia, un yerno que hace cuentas sobre las cuentas de su suegro, y un nieto que le mira con asco porque, a sus estupendos siete años, ya sabe que lo viejo es feo y desagradable y aún no se ha enterado de que, si tiene mucha suerte, llegará algún día a ser un viejo feo y desagradable como su abuelo.
Al servicio de don Alberto se encuentran diecisiete personas entre mayordomos, cocineros, ama de llaves, chófer, jardineros, etc. etc. Todas le conocen y le temen, por lo que rehuyen su presencia. Don Alberto amasó su fortuna en la postguerra española: mientras elevaba la mano derecha, dejaba que la izquierda se escurriera disimuladamente en el bolsillo público sin nada que temer, salvo la molestia de tener que hacer, en caso de ser descubierto, las llamadas pertinentes y un par de regalos caros. Siempre ha sido un hombre de orden en todos los caóticos sentidos de la palabra.
Semanalmente recibe la visita de su escasa familia, visita tan parecidas unas a las otras como el gesto despectivo que han heredado tanto su hija como su nieto. La hija le pregunta sobre su tensión sanguínea y el yerno sobre un consejo para invertir en Bolsa. El nieto se mantiene distante, temiendo el momento final en que tendrá que acercarse a su abuelo para darle el repulsivo beso de despedida. Los tres desean su muerte de formas diferentes pero igualmente mal disimuladas.
Don Alberto está casi tan sólo como los cuerpos que sembró por las cunetas de su comarca, donde gracias a la guerra y el estraperlo, pasó de ser el gandul del pueblo a ser un señor, si no respetado, sí tan temido como para añadirle un don a su nombre. Morirá dentro de tres años y medio, en medio de una terrible agonía similar a la de su idolatrado generalísimo. Un honor sin duda merecido. En su entierro sólo su hija parecía llorar, pero en realidad escondía un colirio dentro del pañuelo con el que fingía secarse las lágrimas, se parecía mucho a su padre.
El tío Alberto también tiene 83 años, cuatro hijas y catorce nietos. Vive en una chabola del extrarradio de Usera, al sur de Madrid. En su vida ha hecho casi de todo y casi todo legal. Es gitano y patriarca de su clan: su palabra fue en otro tiempo respetada por todos, hoy día por casi todos. Como ningún dios quiso mandarle hijos, la casa llena de mujeres le ha enseñado sobre la igualdad de género más que ninguna universidad, pero sus ideas son compartidas sólo por las gitanas y algunos gitanos jóvenes, la mayoría de los hombres piensa que barre para casa cuando dice que primero tiene que estar la voluntad de la mujer para elegir marido y que todo padre debe respetar esa decisión porque cualquier gitano es y debe ser, antes que nada, una persona libre. Más de un problema ha tenido el tío Alberto por sus ideas raras, pero a su edad, ya nadie le cuestiona, más que nada porque en los últimos años tiene la costumbre de hacer que no oye cuanto contradice su opinión.
Al tio Alberto le cuida una de sus hijas, la más joven, que comparte chabola con su marido y tres criaturas. Dos de las otras tres hijas le visitan al menos una vez al mes para llevarle lo poco que consiguen reunir de comida, ropa y demás. Para los nietos pequeños y los bisnietos, lo mejor del tío Alberto es cuando cuenta la historia del mundo, que tan bien se sabe. Sólo uno de los niños, el que tanto le recuerda a si mismo por parecer el más espabilado, le pregunta desconfiado al final de cada historia: ¿ Y todo eso es verdad, abuelo? “Claro”, contesta fingiendo indignación el tío Alberto, “¿Es que has conocido algún gitano mentiroso . . . ? El niño agacha la cabeza y repasa la lista de mentiras en que ha pillado a sus padres y amigos en la última semana, y, como gitanillo despierto que es, calla.
El tío Alberto también morirá dentro de poco más de tres años, y a pesar de su edad, habrá muchas lágrimas sinceras en su velorio.
Del tío Alberto dicen que es un ejemplo de marginación, pero su marginación no incluye soledad, abandono, hipocresía ni tristeza.
De Don Alberto se dice, sin embargo, que no es un marginado, ni social ni económico. Es, simplemente, una persona antes destructiva y hoy patética y sola que vive al margen de sentimientos y emociones, al margen, en definitiva, de la vida.
Si pudiéramos, ¿a quién deberíamos socorrer primero?
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