LAS MARIQUITAS
Danilo era cordobés, emigrante, homosexual y una de las personas más educadas que he conocido en mi vida. Para unos era el Sr. Danilo López, para otros el mozo, o la mariquita, o el gallego puto, o ...
Para mi, Danilo era, a mis cinco años, el señor ingés, porque era la única persona que había conocido que se comportaba igual que ciertos actores ingleses, como David Niven, y yo estaba convencido de que sólo los ingleses actuaban así.
Danilo trabajaba de camarero en un restaurante de mi padre. Y éste tuvo que pasar unas cuantas horas, de algunas de las cuales fui testigo, explicando a sus amigos, en gallego y castellano, porqué le había contratado, siendo evidente, si no al primer golpe de vista, sí al segundo, que era homosexual, con el consiguiente perjuicio económico previsible para el local.
A principios de los sesenta, Uruguay era uno de los países más progresistas del mundo, pero el machismo y los prejuicios sexistas reinaban allí como en casi todas partes, y contratar un camarero homosexual, salvo que fuera para un local de clientela muy definida, era un riesgo.
Mi padre, que en política solía defender posturas más bien conservadoras, tuvo varios gestos así en su vida, llevando al extremo su carácter consecuente y dando la cara por derechos que décadas después se considerarían normales.
“Sí, es maricón, pero es el mejor camarero que he tenido, trabajador y educado, ¿por qué no se le va a contratar?”, les decía a sus amigos.
“Te va a hundir el restaurante”, contestaban ellos.
La sorpresa fue mayúscula: un par de meses después no sólo no había bajado la clientela del local, sino que había aumentado considerablemente, teniendo mi padre que contratar dos camareros más.
En el fondo, y a pesar de las apariencias, las personas no somos tontas, o lo somos menos de lo que aparentamos, y a todos nos gusta ser bien atendidos por una persona que disfruta con su trabajo, y un buen profesional de la hostelería es ante todo eso: una persona cuya satisfacción laboral va unida a la satisfacción de sus clientes. Y ese era el arte de Danilo, arte que primero las clientas y luego los clientes sin dudas sobre su identidad sexual, pronto aprendieron a valorar.
En un país donde tu peluquero era ruso, tu sastre judío, tu panadero italiano y la mitad de la hostelería gallega, no era extraño tener un camarero cordobés que se comportara como un mayordomo inglés. Lo curioso es que Danilo no hablaba ni una palabra de inglés, pero eso nunca me supuso un problema para considerarle británico, porque yo creía, no sé porqué, que los ingleses eran personas de muchos gestos y pocas palabras.
Y Danilo, efectivamente, solía ser muy parco en palabras. Un día sorprendí en la puerta del restaurante una conversación entre él y un amigo suyo, posiblemente su novio, sobre el oficio de camarero:
“Un buen camarero habla siempre poco, sólo lo indispensable. Así no se molesta al cliente y, de paso, puedes disfrutar con sus conversaciones, que siempre son interesantes, aunténticas novelas, verdaderos libros ...”
Recuerdo que pensé: “Ah, entonces, ¿los libros no están siempre escritos . . . ? Y eso cambió para siempre mi forma de mirar los libros y las palabras.
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