EL
MISIONERO
De todos los lugares que había recorrido como misionero, la región de Tampala siempre era la que primero acudía a su memoria. Allí, hacía más de cuarenta años, cuando llegó por primera vez a la parte del mundo que la providencia había elegido para que evangelizara, se había encontrado con dos aldeas de población similar, pero formas de vida muy diferentes: mientras en la aldea norte existía una rígida jerarquización, tanto en la sociedad como en familias y clanes, la aldea sur era su antítesis: una sociedad relativamente igualitaria donde hasta las mujeres disfrutaban de ciertos derechos. En ambas intentó extender la palabra de Dios, pero la reacción en ellas fue completamente diferente: en la aldea norte fueron suficientes un par de regalos al reyezuelo y al chamán para conseguir que se prohibiera a las mujeres mostrar impúdicamente sus pechos, que desde el principio de los tiempos llevaban al aire, mientras que en la sur su propuesta, tratada en asamblea, fue recibida con carcajadas y algunas miradas de cierta lástima que el orgullo del misionero no pudo soportar.
El proceso de evangelización fue también diferente en cada pueblo: en el norteño bastó convencer al rey de que el dios cristiano había decidido que él reinara sobre sus súbditos para que obligara a bautizarse a todos ellos. En la aldea sur, por el contrario, tras escucharle atentamente, se decidió por unanimidad que podía hacer todos los rituales de su extraña religión, incluso un templo si así lo quería, pero no imponerla al resto de los vecinos, para frustración del entusiasta misionero. De nada sirvieron los obsequios y menos aún las amenazas con un infierno del que todos preguntaban donde se encontraba y si él había estado allí para describirlo con tanta precisión y detalle.
En el díscolo y pagano poblado sureño, además, vivía una chica que desde el primer día causó cierto desosiego al joven misionero, siempre sonriente y curiosa ante sus extrañas palabras. Fue la primera a la que intentó convertir y bautizar, pero no sólo no lo consiguió, sino que recibió como pago a su esfuerzo una humillante caricia en la cara diciéndole: “Eres como un joven guepardo asustado al que le gusta rugir como un león . . .”
El misionero desistió, al cabo del tiempo, de evangelizar la aldea sureña, donde acudía una vez los domingos para celebrar una misa a la que sólo asistían por curiosidad dos ancianas que nunca llegaron a bautizarse y Tika, la joven que durante semanas había ocupado los sueños del misionero, a la que decidió considerar una peligrosa tentación enviada por Satanás, una prueba de Dios a su fe.
Pocos meses después llegaron a la región las acciones de una guerrilla, financiada por cierta multinacional minera asentada al otro lado de la frontera. Bien informados sobre los fondos que el misionero había recibido para construir una iglesia, tuvieron con él un encuentro en que le dieron a elegir entregarles el dinero o decidir cual de las dos aldeas bajo su tutela habría de ser arrasada. Él se sabía seguro e inmune en su condición de hombre blanco ciudadano de un país europeo.
Tres días meditó el misionero sobre qué decisión tomar, tres días en los que recorrió ambas aldeas sintiendo como cada sonrisa y saludo de la aldea sur se iba transformando en ofensas en su mente, mientras la falsa mansedumbre de la aldea norte era mirada como el fruto de la piadosa obra que Dios había designado para él. Al cabo de tres días, en un nuevo encuentro con uno de los líderes guerrilleros, tomó la decisión: no entregaría el dinero. “Bien, padre, elija entonces la aldea que destruiremos y que llevará en su conciencia el resto de su vida”, le dijo el mercenario creyendo poder hacerle cambiar su decisión. “La aldea sur”, dijo con voz levemente temblorosa, “ . . . y que Dios les proteja”. “No creo que Dios envíe armas para protejerles, pero usted tiene el dinero que puede salvarles la vida, padre”. “Ese dinero es para construir una iglesia. No puedo salvar vidas si a cambio condeno almas” dijo con un argumento que a él le pareció de una lógica irreprochable. La aldea fue arrasada al siguiente amanecer: los niños y niñas secuestrados para servir de soldados, el resto de la población masacrada. El misionero recorrió la aldea entre ascuas y cadáveres mutilados haciendo la señal de la cruz sobre cada cuerpo inerte. Entre ellos encontró el cadáver violado y mutilado de Tika, el amor que nunca tuvo el valor de reconocer.
A lo largo de los años siguientes el misionero levantó en África decenas de iglesias, convirtiendo a miles de personas a la fe verdadera, llegó a obispo y, ya en su vejez, a venerable cardenal. Hoy su voto en un cónclave decidió quien habría de ocupar el Sillón de Pedro, el más alto honor que un católico puede alcanzar, y mientras votaba, incomprensiblemente, el nombre de Tika, olvidado durante lustros, golpeaba sus sienes y oídos insistentemente. “Me encuentro algo indispuesto”, susurró a su secretario y amante secreto desde hacía años, “ . . . me retiraré temprano a mis aposentos”.
La luz del sol moría un día más tras la Basílica de San Pedro, inundando nuevamente de sombras el Vaticano.
Nekovidal - 2009 nekovidal@arteslibres.net