LA PROFESORA BILDEBERG

Todo había salido exactamente como estaba previsto, y el plan de trabajo de la profesora Bildeberg había superado todas las expectativas, los beneficios habían sido mejor incluso de lo esperado. Como buena socióloga, la reacción de las masas era lo que más la había preocupado, ese detonante inesperado que puede surgir en cualquier momento en cualquier parte e iniciar una reacción en cadena que casi siempre desembocaba en una revolución.

Se sintió orgullosa de si misma, de su capacidad para preparar un plan de manipulación social que acababa de decidir el futuro de la Humanidad. No sabía si su nombre ocuparía los libros de historia del futuro, pero ser el poder en la sombra, el verdadero poder, le proporcionaba un placer extraño que la estremecía.

Todo había sido perfecto: la crisis, activada en el momento oportuno para que se olvidara el saqueo del Golfo, otro plan en el que también había colaborado, la previsible reacción en las sociedades del Primer Mundo, millones de egocéntricos sobrealimentados que pronto olvidaron como se acababan de vaciar las arcas públicas, centrados en mantener su consumista nivel de vida. La educación estaba perfectamente controlada, no había peligro de reacción en varias generaciones futuras, criadas en un sistema lo suficientemente deshumanizado, embrutecedor, y alienante.

En los mercados, todo se había ordenado poco a poco, y la sugerencia de prohibir los paraísos fiscales, uno de los puntos más delicados, había pasado al olvido.

Las pocas manifestaciones que había eran sobre temas secundarios que no alcanzaban ni de lejos a poner en entredicho el sistema. De paso se le habían parado los pies a algunos países del Tercer Mundo con aspiraciones primermundistas, estaban creciendo demasiado rápido, se habían recortado leyes y gastos sociales, paulatina pero continuadamente, y se habían promulgado nuevas leyes de control y recorte de libertades, todo ello sin ninguna resistencia seria.

Ya todos, como un rebaño bien dirigido, hablaban de la crisis como de algo inevitable, como de una catástrofe natural a la que había que resignarse y adaptarse, era perfecto.

Ella se sentía superior, por encima de las masas, del resto de la Humanidad, sólo algunos de sus colegas del club, allí presentes, merecían su respeto.

Pero la profesora Bildeberg, como todos los que necesitan recurrir a la arrogancia para sobrellevar sus miedos, poco sabía de si misma: ni sospechaba que su interés por la sociología y por el control social provenía de haber sido la menor de sus hermanas y sentirse siempre a merced de éstas, de su obsesión por demostrar su valía a su padre, y de una vida cultural, sentimental y sexual casi inexistentes.

Ella, que todo creía controlarlo, tampoco sospechaba que su hijo adolescente estaba siendo objeto, en ese mismo momento, de abusos sexuales en uno de los colegios privados más caros del mundo, donde creía estarle preparando para ser la élite de su generación, ni sabía que ese bolso carísimo que portaba estaba tratado con una sustancia tóxica aún no identificada gracias en gran parte al poder que sus estudios le habían conferido a las industrias petroquímicas en los últimos años, una sustancia tóxica que la condenaría a un cáncer pocos años después.

Tampoco sospechaba que en el futuro sí llegaría a ocupar su nombre las páginas de los libros de historia, pero como ejemplo de enfermedad y degradación humana, de hasta donde puede caer una persona cuando pretende compensar con mecanismos destructivos su vacío y miedos interiores. Y como ejemplo también de lo peligroso que puede ser para una especie gregaria y cooperativa como la humana, dejar las decisiones sociales que afectan a todos en manos de un reducido número de individuos.
 

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