AMORES QUE MATAN . . . DE ABURRIMIENTO
LA FUENTE DE LOS CANDADOS
No sé donde comenzó esa curiosa costumbre, pero Montevideo también tiene una fuente, a la que llaman Fuente de los Candados, que creo recordar que en otros lugares es un puente, o una farola, o cualquier objeto donde se pueda colocar un candado de tal forma que quede allí, pretendidamente, para la eternidad.
Se supone que cada candado expresa y simboliza el amor irreductible, al menos en el momento de su colocación, de alguna pareja, que suele grabar, a veces torpemente, sus iniciales en ellos.
Pero yo me pregunto: ¿Es un candado el objeto más apropiado para expresar una relación amorosa entre dos personas?
Me viene a la memoria esa leyenda, atribuida a una tribu de indios americanos, que contaba como dos jóvenes enamorados, preocupados por conservar su amor para siempre, y temerosos de perder cuanto estaba recién comenzando, fueron a consultar, al más anciano y sabio de la tribu, sobre la forma de evitar que algún día pudiera romperse la unión entre ellos, que en ese momento se les antojaba eterna.
El anciano encargó a cada uno de ellos capturar un ave, y luego, una vez que estuvieron ante él con ellas, les invitó a unirles las patas mediante una soga y dejarlas libres. Al intentar volar, ambas se entorpecían mutuamente su camino, con lo que acababan siendo prisioneras de esa unión.
“De igual forma, les dijo el anciano, si intentáis encadenar vuestras vidas, ninguno de los dos podréis conservar vuestro amor”. “Vivid juntos en libertad, y si cada día elegís libremente estar el uno al lado del otro, esa será la mejor forma de conservar vuestro amor para siempre.”
La pareja, previsiblemente, si comprendieron la lección que pretendía enseñarles el anciano, envejecieron juntos y felices.
Mirando la fuente, plagada de candados, algunos nuevos, otros ya oxidados, pensaba en cuál sería un buen símbolo de la unión, del enamoramiento entre dos personas, pues un candado, por muy de moda que se haya puesto, me parece un tanto grotesco, posiblemente por recordar a los siniestros cinturones de castidad medievales.
Tal vez es que me falta un punto de romanticismo postmoderno, pero yo apostaría por algo más ligero y abierto, tal vez, simplemente, una cuchara.
En algunos pueblos celtas, en Gales, concretamente, el novio tallaba con paciencia y esmero una bonita cuchara de madera, que entregaba a la novia en el momento de proponerle vivir juntos. Podemos creer, poéticamente, que no sólo se comprometía, al entregarla, al sustento material, sino al espiritual, mediante la compañía, la comprensión y el diálogo compartidos diariamente.
Por otra parte, una cuchara se puede doblar fácilmente por su mango para ser colocada en una fuente o un puente, pero claro, también se puede desdoblar, pero para eso inventamos los humanos, desde tiempos ancestrales, al tiempo que la unión, la separación, pues una vez pasada la fase inicial de enamoramiento, de alucinación hormonal, es cuando viene el verdadero examen, que la mayoría suele pasar con trampas, cayendo en la rutina, la desidia y el autoengaño, que les lleva a irse marchitando poco a poco en solitaria compañía, por no haber sabido cuidar con verdadero amor el día a día de la convivencia.
Y es que es tan fuerte la capacidad de ilusionarnos que tenemos los humanos, que hasta de ilusión nos ilusionamos, y de igual forma que vivimos cada momento creyéndonos eternos, y olvidando la provisionalidad de todo, olvidamos que algo tan serio y vital como los sentimientos se debe regar y cuidar cada día, e ir construyendo con tesón y paciencia, buscando y hallando en la pareja elegida, pretendidamente para siempre, o para un solo día, cuanto de mágico tiene la condición humana. Lo contrario sólo traerá frustración o mentiras, ambas más o menos compartidas.
Los pocos afortunados que alcanzan ese nivel de sintonía con otra persona saben muy bien de que hablo, saben que es entonces cuando lo inexplicable cobra sentido, porque no es, al final, esa falsa mística del amor, sino la amistad, la empatía en toda su majestuosidad, la que hace que valga la pena compartir un segmento de eternidad con determinada persona, haciendo del cariño el mejor cariño, del sexo el mejor sexo, y de la compañía la mejor compañía.
Todo ello estará, sin importar cuanto dure, muy por encima de obsesiones posesivas, miedos, hipocresías, contratos sociales y matrimoniales, o cualquiera de las farsas con las que, llamándolas amor, muchos pretenden en vano llenar sus vidas, matándose así mutuamente, a veces culminando en la locura de un asesinato y las más, en la muerte espiritual por soledad y hastío.
Sé muy bien que mi propuesta de la cuchara no será muy bien acogida por los fabricantes de candados, que seguro que tienen el beneplácito y la bendición de los sacerdotes de muchas religiones, esos que gritan iracundos: "Lo que Dios une, no lo puede separar el hombre", mientras hipócritamente dan consejos sobre educación sexual al tiempo que hacen, teóricamente al menos, voto de castidad.
Pero por mucho que les moleste a cerrajeros y sacerdotes, la cuestión es que a ninguno de esos señores les he prometido amor eterno, porque sé que a lo más que podemos aspirar, es al aprendizaje continuo, y porque sé, y creo que de todos debería ser bien sabido, que, en cuestión de eso que llamamos amor, no hay nada más estúpido y destructivo que una mentira.
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