LA ARREMETIDA DEL TORO

El pobre animal, al que los humanos llamaban Tornado, consiguió liberarse rompiendo la frágil portezuela del destartalado camión que le transportaba de pueblo en pueblo, de verbena en verbena, incapaz de comprender que sentido tenía todo aquello, con cientos de personas golpeándole y tirándole objetos de todo tipo, una vez cada semana, durante los últimos dos años.

Viéndose libre, y sospechando que pronto aparecerían los jóvenes humanos con palos y antorchas para perseguirle, decidió meterse en el primer hueco que vió, que no era sino la planta baja de un edificio de oficinas. Desorientado ante el nuevo y desconocido paisaje, fue recorriendo uno a uno los despachos, y aunque su reacción fué la misma al entrar en cada uno de ellos: entrar, bien empujando o bien echando abajo la puerta, y observar, sorprendido, cuanto había dentro, la reacción de los tres primeros humanos que encontró fue, ciertamente, tan extraña como diferente.

En el primer despacho, Gutiérrez cavilaba, consumido por los celos, sobre mil pequeños detalles que, en los últimos tiempos, le hacían sospechar que su esposa le era infiel. Su actitud distante y silenciosa alimentaba su desconfianza día tras día, y Gutiérrez ya llegaba en su enfermiza paranoia a verse como un astado más entre muchos.

En esto estaba, interrogándose a si mismo sobre si habría diferencia de cornamenta entre los cornudos humanos, como la hay entre los diferentes animales, cuando vió irrumpir al impetuoso Tornado por la puerta. Tan absorto estaba en sus pensamientos, que lo primero que se le ocurrió gritar, tras ponerse de pie de un salto fue: “Luisa, ¿qué me has hecho?” Tornado, asombrado, una vez más, ante este nuevo comportamiento humano que hallaba en su camino, optó por dar media vuelta y salir parsimoniosamente del despacho.

En la siguiente puerta, que no tuvo que derribar, pues estaba entreabierta, se encontraba, meditando con el ceño fruncido, el Sr. Ruppert, enviado por la oficina central para llevar a buen puerto la inminente fusión con el que durante años había sido el más duro competidor de la empresa. Pasaba las hojas del informe, todas ellas con el logo del competidor, una cabeza de toro, en su parte superior, mientras se convencía de la postura agresiva que ese grupo había tomado de cara a la fusión, y pensaba para sí mismo: “Me siento como un torero, sólo falta que me envíen un Miura”,cuando vió aparecer por la puerta a Tornado, quien, al engancharse un cuerno con el picaporte, optó por arrancar la puerta de cuajo para liberarse. Viendo transformarse ante sí el logo de la competencia en una abrumadora realidad, sólo acertó a pronunciar, con su marcado acento del medio oeste americano: “ Oh, no es necesario un actitud tan agresivo para alcanzar acuerdos.” “No soy un toreador . . .” “Oh, God, estos españoles . . .”

Tornado, tras dar un par de bocados a una frondosa planta que adornaba el despacho, salió como había entrado, al no encontrar nada más que fuera de su interés.

En el tercer despacho, el último al que el asustado animal pudo entrar antes de ser enlazado por miembros del Seprona, se encontraba Irene, una secretaria ya bien entrada en la treintena y que, sin mucho trabajo debido a su incuestionable eficiencia, estaba sumida en sus íntimos y lúbricos pensamientos, mientras ojeaba una revista con modelos masculinos. Su madre tenía razón, tenía que pensar en buscar marido, o se quedaría para vestir santos.

Por alguna extraña razón, en su mente se mezclaban las imágenes de los jóvenes y musculados modelos con las del documental que había visto el día antes, que trataba sobre el tamaño de los órganos sexuales de los diferentes animales. Dejando volar su fantasía, y recordando que hacía casi dos años que no había compartido una noche con un hombre, se decía a si misma: “Mi hombre ideal sería este tío bueno armado como el toro del documental de ayer . . .” Premonitoriamente, le vino a la memoria una frase que a su madre le encantaba repetir:”Cuidado con lo que deseas, que a veces Dios te castiga concediéndote lo que pides.”

Y apareció, haciendo honor a su nombre, Tornado. Instintivamente, Irene le tiró lo primero que tenía en la mano, o sea, la revista de modelos. El joven torillo, recordando cuantas veces le habían atacado con una revista, se lanzó ciegamente hacia donde estaba la aterrorizada mujer, que vió dirigirse hacia ella la cara del hombre de sus sueños, ensartada la revista entre las astas del animal, que frenó a unos treinta centímetros de ella. Irene, sintiendo el cálido aliento de Tornado sobre su rostro y arrepintiéndose de su aparentemente cumplido deseo, simplemente, se desmayó. Mientras, el novillo, ya cansado de idas y venidas, se limitó a lamer mansamente el inmóvil cuerpo femenino.

Habrían de pasar aún muchos años hasta que ella se atreviera a confesar, sólo a su mejor amiga, qué había sentido realmente en aquel maravilloso sueño de apenas ocho minutos, lo que tardaron en reducir al pobre y asustado Tornado, algo que, según ella, ningún hombre de los que había conocido había logrado, no ya superar, sino tan siquiera igualar.

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