BibliotecaF. A. Vidal
Miraba la estantería como si en ello le fuera la vida, como si esperara una sentencia capital salir de alguno de los lomos forrados en piel. Se dirigía lentamente hacia ella atravesando la enorme sala que su familia había conservado de un pasado tan glorioso como sangriento: incunables, ediciones príncipe, auténticas obras de arte.
Los rayos de sol que atravesaban los ventanales iban taladrándole a cada paso, o así lo sentía él, como el fluir de las luces de las estaciones de metro en un viaje interminable. Iba llegando y extendía el brazo derecho en una actitud estúpida, pues no tenía ni idea de que libro elegir. La caoba torneada de los anaqueles le daban a la escena un aspecto tétrico que los rayos de luz apenas conseguían disimular. Finalmente optó por desplazarse a la derecha, hacia la zona de autores del siglo XX, tendría menos posibilidades de quedar como un pedante que venera a los clásicos por simple y puro esnobismo.
Ella se impacientaba.
Una vez más, él decidió apostar por el azar que tanto le había regalado en la vida: cerró los ojos y estiró completamente el brazo. Su mano se posó temblorosa sobre el lomo de una edición encuadernada en rústica. Antes de girarse para volver donde ella le esperaba, abrió los ojos: “El miedo a la libertad” de Erich Fromm.
Ella le había pedido que le prestara el libro que más había cambiado su vida.
El título suena bien, pensó, pero, como era de esperar, no lo había leído, era de su padre, “El Marqués Rojo”, como le habían llamado, pero no importaba . . .
Con un poco de suerte, esa noche ella, impresionada,
se creería princesa de un cuento que era sólo eso, un cuento.