ECHAR LA CASA POR LA VENTANA

Alejandrito, a quien sus padres llamaban Alex, era hijo de Alejandro y Alejandra.

Alejandro era un hombre, como tantos, que no había jugado lo suficiente cuando a él también le llamaban Alejandrito, e intentaba, como todos, recuperar de alguna forma el tiempo perdido.

Alex, a sus cuatro añitos, podía disfrutar con muchos juegos, pero no con esa enorme Torre Eiffel hecha de palillos, que su padre se empeñaba en hacer crecer día tras día, y a la que el niño llamaba, con su limitado vocabulario, “la casa”.

Tarde tras tarde, Alex solicitaba la atención y el tiempo de Alejandro: “Vamos a jugar, papá”. “Sí, hijo, vamos a jugar con la casa”, le respondía, lo cual significaba pasar la tarde pegando palillos, y para Alex, limitarse a ir dando uno a uno a su padre los palitos que éste pegaba. Fue un juego interesante el primer día, y hasta el segundo, pero no lo era en absoluto al cabo de casi un año y medio de rutinario trabajo, que el pequeño Alex llegó realmente a aborrecer.

Faltaba poco para que la magna obra paterna estuviera concluida, y una noche, durante la cena familiar, Alejandro dijo a su esposa Alejandra y a su hijo Alex: “Pronto terminaremos la Torre Eiffel, hay que celebrarlo por todo lo alto. Por un día, nos olvidaremos de la hipoteca y tiraremos la casa por la ventana”. Al oír esto, al pequeño Alex se le iluminó la cara: “¿De verdad, papi”. “Sí, de verdad, hijo, hemos trabajado duro y eso merece una recompensa”.

Alex, a pesar de su corta edad, y de las limitaciones que su padre, sin sospecharlo, ponía a su creatividad, comprendía perfectamente el concepto de arte efímero, el extraño placer que conlleva la destrucción de un objeto que ha costado, en ocasiones, mucho tiempo y esfuerzo crear, como un homenaje a la naturaleza efímera de todo cuanto ha existido, existe o existirá. En el jardín de las artes, ése era el privilegio natural de la música y la oratoria, el resto de las expresiones artísticas debían, de alguna forma, provocarlo artificialmente.

Esto, sin saber que lo sabía, lo sabía perfectamente Alex a sus cuatro añitos, y su alegría y nerviosismo aumentaban por momentos, sólo con imaginar la realización de la propuesta paterna.

De este modo, a la semana siguiente, acudieron a la casa de Alejandro, Alejandra y Alejandrito, decenas de personas: vecinos, amigos, compañeros de trabajo y todos los familiares que vivían a menos de doscientos kilómetros a la redonda.

Pretendiendo hacer un discurso apropiado de presentación de su obra, que permanecía oculta bajo una sábana en la habitación contigua, Alejandro levantó su copa y dijo:

“Mi hijo Alex y yo hemos trabajado duramente a lo largo de un año y medio para terminar una Torre Eiffel de palillos de más de tres metros, y aprovecho la ocasión para comunicaros que mañana recibiremos la visita del comisario del Libro Guinness de los Records, donde será inscrita la obra para la posteridad. Era una pequeña sorpresa que tenía reservada para este momento.”

“Oh . . .” exclamaron todos en un murmullo de admiración y sorpresa.

“Y ahora, prosiguió el anfitrión, disfrutemos de la fiesta, que hoy es un día para tirar la casa por la ventana”.

Entre el murmullo se oyó la voz de Alejandrito: “¿Cuándo, papá, cuando . . .?” “Ahora, hijo mío, ahora comienza la fiesta”.

Alex reunió rápidamente a sus amigos y primitos y se dirigieron a la habitación donde se guardaba la enorme Torre Eiffel, al lado de la cual tantas horas se había aburrido, esperando que su padre se decidiera a compartir con él parte de su tiempo, en vez de con la estúpida y pretenciosa torre. Entre todos la cargaron, abrieron la ventana y la tiraron al exterior, estrellándola contra el suelo del patio vecinal.

Aún tardaron varios minutos los adultos en captar la razón de la alegría del grupo infantil, y cuando al fin comprendieron lo sucedido, Alejandro estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento, y la fiesta, bruscamente invadida por el silencio, tomó el ambiente de un velatorio, no faltando incluso alguna sonrisa mal contenida por algún cuñado malintencionado.

Los meses siguientes fueron duros para toda la familia: Alejandro cayó en una profunda depresión, Alejandra intentaba inútilmente consolarle y Alejandrito no comprendía nada, por mucho que se lo explicaran: “Papá dijo que podíamos tirar la casa por la ventana”, repetía, para desesperación de su deprimido padre.

Pero el infortunio, como tantas veces en la vida, se tornó fortuna, ya que Alejandro tuvo la buena suerte de ir a parar a manos de uno de los pocos psiquiatras cuerdos que hay por el mundo, quien, lejos de atiborrarle de pastillas, tras escuchar la surrealista historia familiar, se dedicó, simplemente, a enseñarle a jugar con otras personas, a liberarse de la enfermiza espiral del ego, a encontrar placer en el juego compartido, sin necesidad de buscar obsesivamente el reconocimiento de otros egos a costa de exponer las supuestas y casi siempre falsas virtudes del propio.

Alejandrito, el pequeño Alex, lo agradeció, y pudo disfrutar desde entonces de una sana y divertida infancia, mientras Alejandro, su padre, pudo al fin completar el rompecabezas de la suya.

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