F.A. Vidal
Es difícil en ocasiones recordar con certeza cual
fue ese pequeño detalle que transformó algo banal en el comienzo de una
relación, a veces real, a veces imaginaria tan sólo, y que acaba condicionando
el resto de nuestras vidas. Hoy día ya se sabe científicamente y sin lugar a
dudas que nuestro cerebro necesita fabular y autoengañarse, crear hechos,
situaciones e incluso sentimientos que poco o nada tienen de reales pero que nos
ayudan a sobrevivir y hacen más llevaderas nuestras frustraciones cotidianas.
Por mi trabajo de psicoanalista, yo sabía eso mejor que nadie, pero sabía
también que los sentimientos rara vez atienden a razones, y algunos de ellos,
como el enamoramiento, nunca.
Mientras me dirigía a la cafetería donde desayunaba a
diario intentaba recordar cuál había sido ese momento mágico en que había dejado
de ser una mujer más para transformarse en esa persona tan especial, y me había
sorprendido al recordar que, además de su sonrisa, su encantadora sonrisa, dulce
e inteligente a la vez, había sido su forma de conducir lo que me había
cautivado de ella, la suavidad con que giraba el volante, la paciencia con que
sobrellevaba los errores de los otros conductores me pareció propio de una
persona amable y maravillosa.
A veces sentía una cierta vergüenza íntima ante esa
relación: la posibilidad de que mi imaginación me estuviera apartando de la
realidad más de lo habitual, de eso que llamamos, con cierta ligereza, la
normalidad. Me descubría por momentos aterrado ante la posibilidad de no ser
correspondido en lo más mínimo, de que todo fuera tan sólo producto de mi
imaginación, el comienzo de una obsesión insana. . .
Hoy sería, sin duda, un gran día, un día crucial,
porque hoy debería dar un paso adelante, hacer que esa relación se transformara
en algo más sólido, más profundo. Hoy tenía que concertar con ella,
inexcusablemente, una cita.
Pronto me di cuenta de que estaba de buen humor, y para mi ése era el mejor
presagio de un día positivo, uno de esos días en que la vida nos obsequia con un
sinfín de pequeños regalos, diminutos tesoros que habitualmente no sabemos
apreciar en su justo valor.
Dos señoras mayores se interpusieron entre ella y yo. Mientras aguardaba al pie de la escalera intentaba ansioso hallar entre los cuerpos de las dos ancianas un hueco que me permitiera ver su rostro o, cuanto menos, el ágil movimiento de sus manos. Unos segundos después pudimos al fin encontrarnos cara a cara. Me sonrió y fue suficiente para sentirme mareado. Sabía que todo era, en parte, irreal, sabía que sólo el destino podría hacer que nuestra relación llegara hasta el final, un final que imaginaba como la culminación de todas las dichas, lo mejor que podría regalarme la vida. Me sentía absurdamente enamorado, y en la confusión no sabía si debía sentirme orgulloso o avergonzado de ello. Cuando me miró a los ojos sentí por un momento que lo sabía todo, que conocía hasta el más mínimo detalle la obsesión en que se había transformado para mí en los últimos meses. Una moneda rodó por el suelo y me apresuré a recogerla; el contacto de nuestras manos, cálida y suave la suya, lo sentí como la más sensual de las caricias. Luego, al observar su mano izquierda sobre el volante sentí un golpe en el estómago: una línea fina y dorada recorría transversalmente su dedo anular. Eso explicaba la ausencia de los últimos días: no había estado enferma, no estaba de vacaciones: se había casado.
Temí que mis piernas no pudieran sujetarme, temí que mi palidez me delatara, temí no tener a la mañana siguiente una razón para vivir. En unos segundos rebusqué en cada movimiento y gesto cotidiano un punto por el que huir, una salvación, por cobarde o mezquina que fuese, cualquier cosa. La presión en el pecho me hizo pensar estúpidamente: "Es cierto que se siente el corazón roto”.
Semanas esperando día a día nuestro breve encuentro . . . para nada.
La señora de la panadería me había dicho varias
veces que la parada del cincuenta y siete estaba más cerca de casa que la del
ciento dos, que me dejaría más cerca del trabajo y que no comprendía por qué me
empeñaba en esperar ese autobús.
Ya no tenía ninguna razón para hacerlo.
Mejor intentar olvidar todo cuanto antes.
Mañana subiría al cincuenta y siete y, seguramente, lo
conduciría un hombre.