En África, la cuna de nuestra especie, nuestros semejantes poseen esa sabiduría
que tan bien se conserva a través de la tradición oral, por algo tienen la
veterania de varios milenios más que nosotros, que sólo somos los descendientes
de esa tribu de ciento cincuenta aventureros que se marcharon de casa,
posiblemente, y a la vista del resultado, tras alguna rabieta adolescente. En
África poseen, transmiten y usan refranes de sabiduría precisa, con las palabras
justas, sin metafísicas aparentemente complejas y sin misticismos vacíos. Hace
años, en Madrid, un estudiante africano, buen amigo, me enseñó uno de esos
refranes: “Un solo grano de arena es suficiente para que el jarrón más valioso
caiga de tus manos” Lo he recordado muchas veces cuando he visto o padecido
situaciones incómodas que son consecuencia de un malentendido o de un accidente
aparentemente fútil pero de trágicas consecuencias.
En el origen de todo, cuando el tiempo no era ni siquiera una ilusión, los dioses vivían en algún sitio, porque sólo imaginándolos así podemos hablar de ellos. Todos los dioses y diosas son, como todos sabemos, seres muy creativos, como nosotros, pero a lo grande, y tras crear infinitos universos en infinitas dimensiones, empezó a germinar entre ellos la envidia, no por los universos creados, que todos eran perfectos, sino por la angustia de qué crear que fuera minimamente innovador o diferente. Así, en una tertulia de dioses, que siempre las ha habido, de ahí nos viene la costumbre, algunos se miraban de reojo, en tensión, esperando ver el principio de la obra ajena para tomar alguna idea para forjar la propia, y crear así nuevos y diferentes universos perfectos. Las diosas, que no eran sino los dioses más sabios, sonreían observando la soberbia y estupidez de sus compañeros, que cada vez sufrían más, obsesionados por la originalidad. En una de esas reuniones, un dios cuyo nombre no merece ni pronunciarse, oyó que una diosa decía: “Ya lo creo …” en respuesta al comentario de otra, pero el dios en cuestión oyó “Ya lo creó . . . “, creyendo que se refería a un nuevo universo, perfecto como todos los anteriores, pero original, pues la diferencia, repetían cada día todos los dioses muy autosatisfechos, siempre es posible. De esta forma, el dios chismoso, se retiró con la disculpa de ir a encender una estrella para la velada y creó a toda prisa un universo, que presentó al cabo de unos instantes, apenas unos millones de años, al resto de los dioses y diosas. Pero ese universo no era perfecto como los anteriores, era inestable, desequilibrado y ruin.
El resto de los dioses y diosas observaron al creador y no fueron necesarias las palabras, ni las ideas siquiera, pero en sus miradas estaba latente el reproche a quien deja de crear para divertirse, para jugar, y lo hace sólo por soberbia, dando lugar con ello, entre otros dañinos errores, al dolor de cualquier ser, por minúsculo que sea.
Ese universo mediocre es el que habitamos, y aún pagamos, día a día, con nuestras limitaciones, nuestros miedos y la misma muerte, las consecuencias de aquel grano de arena que, en forma de simple acento que da lugar a un malentendido, y en manos de un dios soberbio, hizo germinar nuestra desgracia.
Menos mal que los otros dioses, y especialmente las diosas, de vez en cuando, en su perfección, se apiadan del dios soberbio y sus criaturas, y dejan caer sobre este universo triste unas gotas de perfección en forma de paz, amistad, libertad o simple cariño.
Nekovidal 2007 – nekovidal@arrteslibres.net