DANTE Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

 

Entre La Biblioteca Nacional y la Universidad de la República, dos impresionantes edificios neoclásicos en pleno centro de Montevideo, hay una estatua hermosa aunque algo siniestra, una estatua dedicada a Dante Alighieri.

 

En su pedestal, el sindicato del gremio de docentes de Uruguay ha colocado una pancarta pidiendo más inversión en enseñanza y, como encabezamiento de la misma, una frase: “La ignorancia es el infierno”, en obvia e inteligente alusión al infierno de Dante en su Divina Comedia.

Horas antes de encontrarme con dicha pancarta, había estado leyendo la última entrevista concedida por el ex presidente español Felipe González, que concluía citando una frase del también ex presidente Manuel Azaña: “'Si cada español hablara de lo que sabe, y sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar".

Ambas frases, por alguna razón, se entrelazaron en mi memoria.

 

Sí, la ignorancia, y el mundo al que da lugar, con sus guerras, injusticias y miserias, es un infierno. Siempre ha sido así, y seguirá siéndolo, mientras campe peligrosamente libre la más peligrosa de las ignorancias, que no es la de no saber, sino la de, no sabiendo, creer que se sabe, la que no deja un mínimo hueco para la modestia o la duda, la que se cree con derecho a imponer por la fuerza o el engaño sus razones, o sea, su ignorancia.

 

La persona ignorante adora y se muestra sumisa a la autoridad, en cualquiera de sus formas, autoridad a la que teme e idolatra, o en la que necesita erigirse, y con la que trata de llenar el vacío de su vida. No juzga tras recopilar con paciencia toda la información posible, sino que lincha con presteza, y no sabe perdonar, pues el perdón surge de la comprensión, no del olvido fácil del daño sufrido, en uno mismo, o en un semejante.

Sin importar la ideología, religión o filosofía de la que se declare fiel seguidor, el ignorante siempre busca y encuentra dioses o líderes oportunos, a los que sigue con la ceguera propia de su naturaleza, y por ellos condena y mata sin un ápice de arrepentimiento. La persona ignorante cataloga a los demás por su fuerza, sus títulos académicos, o por su poder económico, antes que por su capacidad de diálogo o su calor humano. No sabe ni puede imaginar un mundo mejor, porque mejorar implica cambiar, y el cambio le produce un miedo que le paraliza.

Quien es víctima de la ignorancia justifica fácilmente los egoísmos y agresiones propios o de su grupo, autoconvencido de que el mundo siempre ha sido y será una selva implacable, pues también ignora la lenta pero imparable evolución positiva y vital de su especie.

El ignorante es, ante todo, una pobre y triste persona enferma, prisionera de sus propios miedos, y no sería más que merecedora de lástima, si no fuera por el dolor que va sembrando a su alrrededor a lo largo de su sombría existencia.

 

En sociología hay varias formas de medir cronológicamente una generación, una de ellas es admitir como doce años la frontera entre una y otra.

 

Los docentes uruguayos de hoy, que aún intentan curar las heridas de una generación, tan sólo una, criada en dictadura, lo advierten mediante una pancarta, como el presidente Azaña hace más de setenta años, que intentó en vano evitar una catástrofe mucho mayor, que degeneró en cuatro generaciones que terminaron condenadas al peor infierno, aquel en que no se sospecha siquiera estar. Fueron generaciones en que la soberbia, la mezquindad, la hipocresía, el integrismo religioso, la envidia y la venganza fueron el triste pan de cada día, el pan rancio con que alimentaron, no lo olvidemos, también nuestra infancia.

Otros pueblos padecieron desgracias similares, pero pocas tan oscuras, duraderas y extenuantes como la nuestra.

 

Hoy por hoy, millones de ciudadanos alienados y, por tanto, fácilmente manipulables, recorren como muertos en vida las ciudades consumistas y autoconsumidas del Primer Mundo. En España, además, debemos cargar con un lastre añadido.

No tienen estas personas memoria de ningún tipo, la que menos, la histórica, y siguen mansamente las consignas que les repiten los llamados medios de comunicación, que son, en esencia, medios de manipulación: Quien más invierte en publicidad, gana elecciones y toma el poder, sin importar lo absurdo o incoherente de su mensaje, sin importar si fueron ellos mismos los que crearon la crisis o catástrofe, cultural o económica, que ahora, con total desfachatez, exigen a otros que reparen.

 

La mayoría de los ciudadanos, víctimas de la infernal ignorancia, ya no recuerda, demasiado entretenidos en mirarse en el espejo opaco de su alienación, y tan frustrados como infantilmente descontentos, vuelven a colocar en el poder a los mismos políticos corruptos que poco antes les robaron, y el ciclo se repite una y otra vez, con alguna guerra ocasional para amenizar el patético guión. Parecen esperar y desear ingenuamente que una lámpara mágica y maravillosa les devuelva su menguado poder económico, pero ni desean siquiera que alguien les ayude a salir de su ignorancia, no pueden desear una libertad de pensamiento que ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos, pudieron disfrutar, una libertad que, en el caso de España, fue muriendo poco a poco al otro lado de las fronteras o el mar, tan triste y decepcionada como el clarividente, libre y culto ciudadano Azaña.

 

“Una mentira mil veces repetida se transforma en verdad”, afirmaba, con buen conocimiento de causa, Goebbels, ministro de propaganda y amigo íntimo de Hitler, aunque atribuyendo cínicamente en exclusiva a los judíos el uso de la mentira.

 

Cuando el infierno forma parte de lo cotidiano durante demasiado tiempo, ya no se reconoce como tal, y esa tragedia nos sucedió en España, por eso la mitad del parlamento está, aún hoy en día, un caso único en Europa, ocupado por políticos que no se han dignado siquiera reconocer que el infierno, en forma de dictadura, integrismo religioso, fanatismo e ignorancia, es catastrófico, ruin, y digno de rechazo.

Mientras, los ciudadanos, ignorantes y sumisos, callan o gritan, pero les votan.

 

La ignorancia es el infierno, los docentes uruguayos lo saben muy bien, no lo olvidan, tal vez porque este país tuvo sólo una generación en el infierno, y lanzan su mensaje, como tantos otros antes, a sus conciudadanos y al mundo.

 

¿Sabrá el mundo, por una vez, escuchar la advertencia?

 

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