CUANDO DIOS ERA MUJER…
Cuando dios, cualquiera de ellos, era mujer, el mundo era cálido y acogedor, las
guerras se resolvían evitándolas y los conflictos casi nunca llegaban a guerras.
Pero el mundo, que permaneció así durante milenios, no parecía, según decían los
hombres, evolucionar, prisionero de la naturaleza, al tiempo que cautivo de una
armonía incómoda para quienes no sabían reconocerla y crecer bajo ella.
Mientras dios era mujer, el hombre se sintió esclavo de su frustración por no
poder ser semillero de vida y sus miedos apenas le permitieron ver su papel de
indispensable semilla.
Y dios se hizo hombre, pero no bajó a la tierra, pues ya la habitaba.
Cuando dios se hizo hombre, como todo esclavo, guardaba el rencor de siglos, y
como todo esclavo que rompe sus cadenas, volcó sobre su amo todo su odio y
desprecio: hizo de la mujer un objeto, evitando la responsabilidad de mirarla
como a un igual, transformó sus miedos imaginarios en cadenas reales, que la
mujer habría de arrastrar sin derecho a réplica y, en ocasiones, sin derecho a
súplica siquiera.
Cuando dios se hizo hombre, pareció que el ser humano evolucionaba: nacieron los
estados, las ciudades y el comercio y con ellos las guerras, el orgullo sin
dignidad y una demencial idea de honor que se lavaba con sangre. A tal extremo
llegó la locura cuando dios se hizo hombre, que muchas mujeres se hicieron
cómplices de ella, enseñando desde la cuna a sus hijos a perpetuar su arrogancia
y sus miedos y a sus hijas a doblegarse ante el macho miedoso.
Y el mundo enfermó . . .
Un día, alguien pensó que tal vez dios, cualquiera de ellos, no debía ser hombre
ni mujer o que, mejor aún, podía ser ambos sin que hubiera en ello contradicción
alguna.
No hace mucho, al principio de los tiempos del final de la esclavitud de la
mujer, algunas dijeron ¡basta!, otras muchas les siguieron y hasta algunos
hombres comprendieron el mensaje. Se empezó a oír y sentir la palabra igualdad.
De entre esas mujeres, algunas hicieron uso de la grandeza de su naturaleza
femenina e invitaron a todos a vivir esa armoniosa equidad, a creer y crear un
nuevo dios que no fuera hombre o mujer, sino simplemente humano. Otras, heridas
por los golpes recibidos, transformaron en odio su dolor, como antes hiciera el
hombre, y reclamaron el derecho a la venganza, cayendo en el mismo error,
repitiendo las mismas injusticias que habían padecido.
Pasó el tiempo, y mientras en algunas partes los más elementales derechos eran
reivindicados con más de un siglo de retraso, en otros, los bien alimentados
pero emocionalmente famélicos jóvenes primermundistas, olvidaban el esfuerzo de
sus abuelas y renunciaban a buena parte de lo justamente conquistado.
Nadie parece encontrar su lugar en el mundo: ni las chicas, aceptando un
neomachismo simplón, ignorante y peligroso, ni los chicos, tan desorientados
como cobardes ante la nueva situación.
El camino en pos de una legítima igualdad que nunca debió ser cuestionada va
dejando una senda de sangre y dolor, en la que sólo puede consolar a quienes ven
caer a sus seres queridos el saber que su muerte no lo fue en una estéril guerra
de codicia tan sólo, sino que ha contribuido, con una heroicidad que a nadie
podemos pedir ni desear, a dar un paso más en pro de un futuro mejor.
El tiempo, eterno maestro que cura heridas tanto como deja cicatrices,
conseguirá algún día equilibrar al fin la extraña dicotomía de nuestra especie,
que parece ser capaz de estudiar, cuestionar y aprender todo, menos su propia y
contradictoria naturaleza interior.
Nacerá así el último dios, el que no se planteará siquiera si es hombre o mujer,
el primer dios que sea, ante todo, humano. Un último dios que será el primero
que sepa realmente amar, ese bajo cuya luz esperemos que vivan algún día
nuestros descendientes.
nekovidal@arteslibres.net