*LA ESCUELA Nº 70
 

“Día tras día, se niega a los niños el derecho a ser niños. Los hechos, que se burlan de ese derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, para que se conviertan en basura. Y a los del medio, a los niños que no son ni ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera.

Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños.”

(“Patas arriba. La escuela del muno al revés”. Eduardo Galeano)


 

Tenía que pasar por la Avenida Agraciada por cuestiones de trabajo, y me dije: voy a acercarme a ver como está la escuelita . . . y no estaba, en su lugar, había una comisaría . . .

Me acerco a los policias y les pregunto: “Hace más de treinta años que la Escuela Nº 70 ya no está acá, ahora, está ahí, a la vuelta . . .”, me dicen.


 

A la vuelta me encuentro un edificio moderno de ladrillo, un patio amplio, una construcción que sólo recuerda a mi escuela en el barullo de los niños, idéntico al de entonces, como será idéntico mientras haya niños sobre la Tierra.


 

Pienso: ¡Qué extraña y exacta metáfora! Debió ser en tiempos de la dictadura cuando la escuela pasó a ser comisaría, y debió ser después de esa oscura etapa cuando se construyó al lado la nueva escuela, como se construyó un nuevo Uruguay, que recién ahora ha conseguido crecer y volver, poco a poco, a su pujanza anterior al delirio de los miedos.

En esa escuela conocí a la mejor directora y profesora que he encontrado en mi vida: una señora ya mayor, soltera, que no solterona, porque realmente tenía tantos hijos como niños pululábamos por allí, una mujer a la que sólo una vez oí gritar y fue para decirle a una subordinada, a otra profesora, que se había atrevido a devolverle una bofetada a un alumno que la había agredido antes a ella, que nunca, nunca, se debe pegar a un alumno, sin importar cuales hayan sido las circunstancias.


 

He conocido cientos de profesores a lo largo de mi vida, y otros tantos estudiantes de magisterio que luego llegarían a serlo, pero nunca encontré una persona que comprendiera tan profunda y consecuentemente la importancia de la enseñanza para una sociedad. Sólo al cabo de muchos años, y en la ficción, hallé un personaje parecido en el maestro que interpretaba Fernando Fernán Gómez en la película “La lengua de las mariposas”, basada en el relato del mismo título, de Manuel Rivas. Quiero creer que su final, el de la directora, durante la dictadura, no fue tan cruel como el del maestro libertario español de aquel personaje, a pesar de que la dictadura depuró, o sea, expulsó, al cuarenta por ciento de los maestros uruguayos, demasiado progresistas para el gusto del régimen.


 

Pero no era sólo ella, en esa pequeña escuela parecían haberse reunido, casualmente, o no, un buen conjunto de genios o ángeles de la pedagogía.

No habría más de cuatro o cinco niños conflictivos, como en todas las escuelas, los pequeños matones del patio, grandullones repetidores a los que todos temíamos, y que a duras penas podían controlar los profesores, pero con los que, lejos de aplicar castigos, vertían paciencia a raudales.

Por poner un ejemplo, en la clase de música, que consistía en reunirnos a todos en un patio cubierto en torno de un piano para cantar, con mayor o menor fortuna, se encontró la profesora de canto con uno de esos niños que saboteaba constantemente la clase, dando gritos que añadían desorden a nuestras ya desordenadas voces, al tiempo que molestaba a los niños de alrededor. Lejos de castigarle, se acercó y le dijo: “Tú tienes una voz especial, diferente, desde hoy, te voy a nombrar mi ayudante.” y desde ese día el niño pasaba las clases al lado del piano, mientras la profesora tocaba, solucionándose así el problema, aunque se negó a cantar, a lo que ella dijo: “No importa, no cantes si no te apetece, como eres mi ayudante, por favor, pasa las hojas de la partitura . . .” Al cabo de un par de semanas el niño conflictivo, aburrido de pasar hojas, empezó a cantar, tan mal como casi todos los demás, pero cantaba, y ya no molestaba a nadie . . .


 

Aquella escuela era el paradigma del sistema educativo uruguayo, fundado a finales del siglo XIX por José Pedro Varela, que consiguió arrebatar el monopolio de la educación a la Iglesia. Tenía y aplicaba, gracias a unos principios democráticos reales, y a esa encantadora directora, todas las técnicas educativas y actividades, salvo la informática, que aún hoy en día son exclusivas de los colegios privados más caros y privilegiados del mundo, y todo se hacía con ganas, con alegría, con imaginación y materiales modestos: había títeres, que hacíamos los niños con pasta de papel, clases de biología, a base de recoger hojas en los parques para estudiarlas luego, o de sembrar y ver brotar las semillas sobre algodón en tapas de lata, deportes y juegos, excursiones, teatro, música, etc. etc.


 

Ya no existe la Escuela Nº 70, ahora es un moderno edificio con docentes que tendrán, me temo, más medios que vocación. Ya no existe esa escuela, una más entre tantas similares de un sistema educativo que tenía como premisa inamovible una educación “Laica, igualitaria y gratuita”.


 

Ya no existe la escuelita, más que en mi recuerdo y en el de quienes pasamos por allí, pero, ¿quién, salvo la muerte, podrá borrarla de mi memoria . . .?


 

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