ESTEBAN
Daniel creía haberlo visto todo en, al menos, dos temas, política y relaciones de pareja, pero la vida pronto se encargaría de demostrarle cuán equivocado estaba.
A Teresa la había conocido, como suele ocurrir, casualmente: no se sentía atraído físicamente por ella, pero la aparente coincidencia ideológica le empujó a ofrecerle cuanto creía que más necesitaba ella en esos momentos turbios de su separación matrimonial: amistad, comunicación y sexo, pues era evidente que de las tres cosas tenía grandes carecías.
Temiendo poder herirla sin querer, le planteó claramente desde el principio sus intenciones, que no pasaban por formar pareja, algo que posiblemente no volvería a plantearse hasta la vejez, completado ya su ciclo vital con la madurez de sus hijos y su separación. Ella aceptó, autodefiniéndose como una mujer de mente muy abierta y progresista en todo tipo de cuestiones.
Todo parecía ir bien, parecía irse gestando una sólida y sincera amistad, tal vez algo sobrecargada por los constantes mensajes de ella, que pareció enamorarse como una adolescente.
Daniel intentó entonces mantener cierta distancia, no era normal tal bombardeo de emails, llamadas y mensajes tras una noche juntos o una comida, pero creyó que ella tenía derecho a disfrutar de una relación que, según ella misma había afirmado, era algo que ni había podido imaginar que pudiera sucederle.
Los días fueron pasando, y todo transcurrió en calma hasta que Teresa empezó, sin consulta previa, a llevar cajas con sus objetos personales a casa de Daniel.
“Por favor, no traigas más cosas”, le rogó él, y entonces se desató lo impensable: Aquella mujer de ademanes suaves y hablar pausado, se fue transformando de repente en un ser completamente diferente, que nadie podría imaginar que se encontrara dentro de ella: emails y mensajes telefónicos con insultos y hasta amenazas pasaron a ser cotidianos, y cada paso que daba él para alejarse de la surrealista situación significaba un nuevo ataque, más insultos, más ira descontrolada ¿cómo era posible?
Daniel releyó varias veces los primeros emails iracundos enviados por ella, ese salto del amor posesivo, absorvente, de lluvia de mensajes empalagosamente románticos al insulto continuo, agresivo, sin límite alguno. Fue entonces cuando Daniel dijo: “Se acabó”.
La invitó a dejar la incipiente relación, a conservar, al menos, la amistad, pero fue en vano. Cada día era peor que el anterior, y el acoso pasó a dirigirse hacia los hijos de él y a la manipulación de los amigos y conocidos comunes, que iban cayendo, si no todos, casi todos, ante sus muy refinadas técnicas de manipulación, que, según ella, había aprendido en varios cursillos del partido político en que militaba.
“Te voy a demostrar lo que soy capaz de hacer”, le dijo un día, sin que él supiera de que hablaba. Poco después apareció en una fiesta con motivo de la presentación de un libro exultante, hiperactiva, cantando y recitando poemas, e involucrando a casi todos los que la rodeaban. “Esto se llama manipulación de masas” le escribió al día siguiente, sin un ápice de vergüenza, a pesar de que las personas que alli se encontraban eran, o se suponía que eran, sus amigos.
Luego vino otro torrente de mensajes a la hija de Daniel, un límite que éste creyó que nunca traspasaría, pues se había comprometido a no hacerlo. Los mensajes eran inocentes, sin ningún ataque directo, con la única intención de atar todos los lazos posibles en torno a él, pero los hijos debían quedar al margen, debían ser respetados por encima de todo, y ya era la segunda vez que Teresa pasaba ese límite . . . Daniel empezó a sospechar que algo mucho más grave de lo que parecía se escondía detras de ese comportamiento.
Lo que siguió, superó a cuanto la imaginación pueda concebir, quien quisiera saber detalles no tenía más que ver la película “Misery”, salvo la agresión física, todo parecía seguir paso a paso el guión cinematográfico.
Aquello ya se había transformado en una absurda pesadilla cotidiana cuando, una mañana, al salir de su casa, Daniel fue abordado por un hombre nervioso y tembloroso, que se presentó como Esteban, el ex marido de Teresa . . . y entonces todo empezó a cobrar sentido.
El hombre se fue tranquilizando y, mientras tomaban un café, fue desgranando una historia asombrosa: Como Daniel ya había comenzado a sospechar, la agresiva y extraña actitud de ella no era algo nuevo, era la actitud que había mantenido hacia Esteban a lo largo de más de veinticinco años de matrimonio: la aparentemente apacible Teresa se transformaba, a veces por un apequeña frustración, por no poder conseguir un capricho, y otras veces sin ninguna razón, en un ser cruel y agresivo, en una auténtica maltratadora y, lo más asombroso, o tal vez lo lógico para su mente enferma, acusaba a su víctima exactamente de todo cuanto hacía ella: Esteban era el maltratador, el egoísta, el agresivo, exactamente como había comenzado a acusar a Daniel tras su negación a continuar la relación con ella . . .
Esteban le dijo que quería conocerlo porque, de igual forma que durante semanas, Teresa le había hablado tanto de él, torturándole a base de comparaciones en las que siempre le degradaba, cayó luego en un extraño silencio que empezó a preocuparle.
Daniel escuchaba la historia de Esteban con una mezcla de asombro y lástima . . . era la historia patética de un hombre, que, como tantas personas, cree que amar significa soportar estoicamente los golpes, errores, caprichos e injusticias de otra persona, sin comprender que así no se hace más que agravar su problema.
El único rayo de luz en aquella historia fue cuando le contó que había conocido otra mujer, una amiga que tal vez llegara a ser algo más en el futuro, pero que le daba miedo meterse en una nueva relación. Porque, decía, no había olvidado a Teresa, la fuerza de la costumbre, tal vez, quería ayudarla, y todavía no estaba seguro de si la seguía queriendo o no, o si la había llegado a querer alguna vez . . .habian sido muchos años juntos.
Daniel le aconsejó que siguiera adelante, que intentara rehacer su vida y ser feliz, que comprendiera que no se puede ayudar, por muy buena voluntad que se tenga, a quien ha llegado a enfermar hasta el extremo, no ya de no reconocer su problema, sino de proyectarlo en todo quien encuentre y no acepte su forma enfermiza de ver la vida, que el primer paso, si alguien podía darlo, era ella, y si no, no había nada que hacer.
Terminaron sus copas y Daniel observó como se alejaba cabizbajo. El pobre Esteban, pensó, era un gato escaldado que huía del agua fría. Tal vez estuviera dejando pasar de largo la última oportunidad de su vida de formar pareja con una mujer sana, buena y sensible. Tal vez ya ni podía imaginar, como tantos hombres y mujeres, como tantas personas maltratadas, que es posible la felicidad, y que esta es, en ocasiones, mucho más simple, hermosa y fácil de alcanzar que cuanto podamos imaginar. Sólo basta perder el miedo.
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