FÚTBOL CALLEJERO
 

Cuando se trata de hablar de fútbol, especialmente en Uruguay, ¡qué difícil resulta escribir sobre el tema!

Uruguay es fútbol, fútbol y política, habría que decir, pues ambas son las pasiones de cualquier uruguayo, porque ambas se viven, sienten y padecen, desde la más tierna infancia, cuando tus padres te regalan la primera camiseta de su equipo, que pasa automáticamente a ser el tuyo, hasta que, en la adolescencia, te liberas, en ocasiones, del yugo futbolístico paterno.

 

No voy a decir cuál ha sido desde niño mi equipo, porque sé que automáticamente, la mitad de los uruguayos pasarían a mirarme como adversario o incluso enemigo, al tiempo que la otra mitad estarían dispuestos a partirse la cara por defenderme, sólo porque somos del mismo cuadro, del mismo equipo, sólo por eso.

 

Cuando era niño, mi tío, de un equipo contrario al mío, intentó tentarme a dejarlo a cambio de comprarme el equipo completo, camiseta, pantalón, botas y balón, pelota como dicen aqui, del suyo.

Fue tremendamente tentador, en aquella época, tener eso era un lujo, y sólo un balón de cuero era capaz de comprar cualquier voluntad infantil.

Fueron semanas de duda y desasosiego: “Dejá ese equipo de negros y bichicomes muertos de hambre”, me decia arrogante, enseñándome la camiseta reluciente del suyo, que ya había comprado, convencido de mi claudicación. Pero dije no, una y otra vez dije no, y supongo que esa actitud, que por una parte me honra, me incapacita también para criticar con dureza a los hinchas que llegan a la locura por su equipo de fútbol.

 

Actualmente, y desde hace ya años, el fútbol apenas forma parte de mi vida, me gustaría de vez en cuando jugar un partido entre amigos, nada más, y sólo disfruto viendo ocasionalmente alguna final continental o ciertos partidos del mundial, donde tengo que repartir mis anhelos entre España, Uruguay y Japón.

 

Ayer, en la televisión uruguaya, en el mismo programa de noticias, había dos que mostraban la mejor y peor cara del fútbol: en la primera, un hincha de cierto equipo, no importa cual, mató a tiros a otro del equipo contrario tras una discusión futbolística. . . ¿cómo puede ocurrir esto en un país que se tiene y es, en varios sentidos, de los más cultos del continente?

Si no se ve y se vive desde aquí, no se puede comprender.

 

Poco después, otra noticia, también de fútbol: Eduardo Galeano aparece entregando medallas a los equipos infantiles ganadores de fútbol callejero, en un barrio popular montevideano.

¿Fútbol callejero? No se trata sólo de fútbol jugado en la calle, como hacíamos cuando éramos niños, dejando que las carteras del colegio hicieran de poste y midiendo la altura de la portería o arco sólo con nuestra imaginación, con las consiguientes e inevitables disputas, el fútbol callejero es más, mucho más.

 

Se trata de una modalidad relativamente reciente de ese deporte, donde los equipos no lo forman sólo niños o niñas, sino niños y niñas juntos, en equipos mixtos, como fiel reflejo de la vida real. Las normas no están escritas, sino que se acuerdan antes de cada partido y, lo más curioso, no gana el que ha marcado más goles, sino quien ha respetado mejor las normas acordadas. Lógicamente, esto da lugar a una asamblea previa al partido, para elegir entre todos las normas a seguir, y a un debate posterior, para dirimir qué equipo ha ganado, lo cual, curiosamente, no es, casi nunca, objeto de disputa.

Así se enseña y practica no sólo un deporte, sino todos y cada uno de los pasos para una convivencia pacífica entre las personas.

 

El fútbol callejero se va extendiendo poco a poco por todo el mundo, inundando los barrios pobres y no tan pobres de toda América Latina y África, y hasta en Noruega he oído que lo juegan. Es un semillero de esperanza, de la esperanza en que los niños y niñas de hoy, los hombres y mujeres de mañana, aprendan que, en la vida, más importante que ganar, que vencer, es compartir, disfrutar, respetar, dialogar, que aprendan, en definitiva, poco a poco, el agridulce arte de vivir.

 

Nekovidal 2010 – nekovidal@arteslibres.net