CUANDO JANE ABRAZÓ A CONCHITA
Cuando Jane abrazó a Conchita, la sorpresa fue mayúscula para todos.
“¡Es antinatural!”, dijeron algunos que observaban, con la incredulidad aún reflejada en sus rostros.
“¡Es una locura, no durará mucho . . .!”, sentenciaron otros.
Todo se complicó aún más cuando Jane no se conformó con abrazos y, pasando a mayores, acarició el pelo y lamió reiteradamente la blanca y suave piel de Conchita quien, dejando hacer, parecía disfrutar con el nuevo juego.
“Increíble, esto acabará mal . . .”, fue alguno de los comentarios más moderados, dentro del asombro colectivo.
La gente se fue arremolinando alrededor de la escena, en la que ambas, completamente ajenas a las miradas y palabras de terceros, disfrutaban del recién descubierto placer de abrazarse, lamerse, tocarse y conocerse.
Las sombras de un par de sauces, y un pequeño estanque, fueron el bucólico escenario del nacimiento de tan peculiar amistad.
Jane, que parecía ser quien siempre llevaba la iniciativa, había dado aquel salto, sin importarle la altura del muro, el que cambiaría su vida y la de su amiga, cuando nadie en su entorno lo esperaba, dejando a todos boquiabiertos, y no parecía haber, en ningún gesto de una u otra, el menor atisbo de arrepentimiento, vergüenza o temor, tan sólo una excitante y algo morbosa sorpresa ante lo recién descubierto.
En realidad, cuando Jane abrazó a Conchita, al final, no pasó nada preocupante ni digno de mención, porque Jane, la tigresa huérfana de seis meses, no tenía hambre, y decidió que una amiga, como la conejita albina Conchita, le haría mejor provecho como compañía que como minúsculo aperitivo, naciendo así una nueva forma de amistad, hasta entonces aparentemente imposible.
Todo esto sucedió en un parque zoológico, ese extraño lugar donde algunas especies pueden ver desfilar ante ellas, cada día, a miles de especímenes diferentes de ser humano, algunos de ellos, por cierto, muy poco discretos.
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