1981 es un año muy recordado por los españoles, especialmente el mes de
febrero. La vida, a la que no le suele faltar ese sentido del humor del tipo
“¿no quieres sopa?, pues toma dos platos”, hizo que ese año me encontrara
padeciendo el servicio militar. Al margen de lo ocurrido en el cuartel en que
estaba recluido durante ese mes de febrero, que es otra historia, recuerdo un
hecho sucedido un par de semanas antes.
Entonces ya me encontraba trabajando en la oficina de la P.M.A. Plana Mayor Administrativa, un nombre rimbombante con que llamar a un grupo de doscientos y pico soldados de todas las profesiones imaginables cuya función era el mantenimiento del cuartel. Por caminos que no vienen a cuento, había llegado a cabo furriel y a tener como función, dentro de la oficina, el decidir semanalmente quien podía ir de permiso a su casa durante el fin de semana y quien no: otra broma de la vida: un libertario administrando la libertad ajena . . .
Intentaba ser escrupuloso en mi trabajo, pues era enorme el valor que allí dentro tenía la libertad. Nunca admití un soborno, aunque ofertas no faltaron, y la experiencia me sirvió para comprobar empíricamente la validez de muchas ideas que componían mi ideología: la concentración del poder social es un estado enfermizo en el que, al final, tan víctima es quien lo ejerce como quien lo padece.
Un viernes por la mañana, cuando se preparaba la documentación de los permisos, llegó una orden de las oficinas del coronel, el mando de mayor graduación del cuartel y el responsable último del mismo, diciendo que ese fin de semana no se marchaba nadie. Los papeles ya estaban preparados, y entre ellos figuraban los pases para firmar de tres chicos canarios que llevaban, el que menos, cuatro meses sin ir a su casa. Eran un pequeño grupo a los que yo había asegurado que, cuando pidieran un permiso lo tendrían, habida cuenta de que no podían disfrutar de uno cada quince días, que era lo habitual, ya que el coste económico del viaje a su casa lo hacía imposible para ellos.
Para su desgracia, que luego sería la mía, coincidió que justo esa semana pidieron los tres canarios el permiso, y haciendo memoria recordé que dos de ellos me habían contado los pormenores: una madre enferma y una novia a punto de no soportar tanta espera: tenían que volver como fuera a las islas ese fin de semana.
Separé los tres pases del resto, que habían quedado automáticamente anulados con una sola orden que no vino acompañada, desde luego, por ninguna explicación. Me fumé un cigarro mirando los pases y pensando que hacer para que esos chicos pudieran salir de allí ese fin de semana, hice un par de llamadas pero la respuesta de los compañeros de las distintas oficinas era la misma: “No sabemos que coño pasa, pero no dejan salir a nadie . . .”
Cometiendo un error que repetiría un par de veces más a lo largo de esos catorce meses militares, que era el creer que la razón o la lógica pueden tener un hueco en el ejército, cogí los tres pases y me fui directamente a hablar con el coronel. Llegué a la puerta de su despacho y, tras llamar y decir las palabras que exigía el protocolo militar: ¿da su permiso mi coronel?, entré. El soltó un seco “Usted dirá, artillero”, y continuó con lo que estaba haciendo, firmando unos papeles. Por mi parte, comencé la exposición del asunto que hasta allí me había llevado, explicándole cuanto tiempo habían estado esos chicos sin ver a su familia, exagerando un poco el drama de la madre enferma y cambiando a la novia por una hermana, enferma también. El tipo me escuchó con aparente atención, y ya hacia el final de mi discurso se recostó hacia atrás en su butaca y me miró de una forma que ya me hizo presentir que aquello no iba bien . . . Cuando hube terminado le miré a los ojos, otro pecado imperdonable en el ejército, y esperé su respuesta: se levantó lentamente, el color de su cara empezó a cambiar y a pasar por tonos cada vez más vivos y de repente dio un grito de ¡FIRME, artillero! Ahora era él quien soltaba, a gritos, una parrafada: qué qué me había creído, que si no había recibido reiteradamente una orden, la de permisos cancelados, que había circulado durante la mañana por todas las oficinas, que si no había oído hablar de la cadena de mando que debía seguirse para hablar con cualquier superior, que si la jerarquía, que si las normas, que si . . . Según iba soltado su discurso yo iba calculando: me quedan seis meses de mili, con suerte, me sacarán del calabozo una semana antes de licenciarme, comprendí que desde el punto de vista de ellos, lo que acababa de hacer era imperdonable, más teniendo en cuenta que no tenía ni siquiera el galón de cabo, a pesar de tener funciones de cabo furriel: me había negado a hacer el examen alegando que no tenía tiempo porque tenía que estudiar magisterio con un pase especial que había conseguido para poder salir a las clases, otra historia curiosa.
Su discurso lo terminó como lo empezó, a gritos, y con la frase: “Retírese, y no se mueva de su batería, pronto recibirá órdenes”. Taconazo, media vuelta y, según pongo la mano sobre el pomo de la puerta oigo que me dice, gritando, claro: “Artillero, ¿de donde es usted?” Yo, que lo daba todo por perdido y empezaba a estar ya más cabreado que acojonado, me volví y con la voz más fuerte que pude soltar le espeté: “De la República Oriental del Uruguay, mi coronel”, y me marché.
En realidad mi matrícula era M, de Madrid, 36, y ya era en Madrid donde había vivido más tiempo de mi vida, además de que ya por entonces tenía muy claro el peligro que escondía el concepto de patria, pero, sabiéndome perdido, pensé, con una rapidez que me asombró a mi mismo, que al menos podría darme ese último gusto, esa especie de ufanía de los derrotados que ya por entonces tan sabiamente había definido Benedetti, ese sí, uruguayo de pura cepa. La clave, por supuesto, no estaba en el hecho de presentarme como extranjero, sino en el de poder presentarme como republicano ante un elemento del todavía ejército franquista, dentro de la más absoluta legalidad y sin faltar a la verdad. En eso consistió la actuación, porque cada vez que alguien me pregunta de dónde soy, no puedo evitar actuar, sin ninguna intención de engañar, pero actúo, porque si digo simplemente “ciudadano del mundo”, creen que es una respuesta evasiva o graciosa, y no lo es. Por otra parte, ¿cómo explicar que me siento realmente del mundo y desde luego gallego, madrileño, uruguayo y hasta japonés y que no hay en ese sentimiento ningún conflicto o contradicción?
Bajé las escaleras del cuartel calculando qué llamadas tenía que hacer para dejar la vida mínimamente ordenada para los siguientes meses, yo mismo había visto pasar por la oficina documentos en los que se aplicaba con dureza la ley militar, condenando a chavales a estar semanas o meses en una cueva insalubre por cualquier nimiedad. Sólo me preocupaba que me soltaran antes de seis meses. Pasaron las horas, el día siguiente y hasta tres días esperando sin recibir noticia alguna.
Y nunca llegó el parte de arresto, mi castigo se limitó a esos tres días sufriendo por lo que nunca habría de llegar, eso fue lo que terminé aprendiendo de esa situación: que la mayoría de nuestros sufrimientos provienen del temor a lo que pueda ocurrir y de tanto pensar y angustiarnos, acabamos siendo nuestros propios carcelero, como yo lo fui de mi mismo durante aquellos tres días.
Muchas veces he reflexionado desde entonces sobre la razón de que aquel coronel decidiera finalmente no imponer ni siquiera un mínimo castigo: tal vez comprendió que lo reclamado era justo, tal vez era el típico machote que pensó:¡qué cojones le ha echado!, tal vez se dijo, es normal que no sienta España, es extranjero, o tal vez pidió mi ficha al SIM (Servicio de Inteligencia Militar), que incluía las fichas policiales y pensó, si jodo a este, igual paso de Artillería a Aviación, como Carrero dejó la Marina para echarse a volar . . . supongo que nunca lo sabré.
Al cabo de seis meses me
licencié sin mayores problemas, habiendo sido el único cabo furriel del ejército
español que no fue cabo y el único soldado raso que saltó el escalafón militar
de la base a la cúspide y sobrevivió para contarlo.
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