Sabía que me lo iba a decir


Lo supe en cuanto su secretaria me llamó para decirme que me presentara en el despacho de su jefe. Sabía exactamente lo que me iba a decir, lo que nunca hubiera acertado a imaginar era el cómo ni la respuesta que yo le daría.

“Siéntese, por favor”.

Encendí un cigarrillo, el último del paquete, entonces fumar tabaco aún no era delito ni falta de educación o consideración siquiera. Y llegó la primera sorpresa: sin decir nada sacó un cartón de tabaco de uno de los cajones de su despacho, extrajo un paquete y me lo dio.

“No, gracias, tengo otro paquete abajo, en la oficina”.

“Acéptelo, por favor, se lo ruego”.

Luego vino un largo y pausado discurso sobre la filosofía empresarial de la banca, de ese banco concretamente, su idea de colectivo familiar aunque no fuéramos familia, de compañerismo aunque no fuéramos compañeros y de honestidad permanente, aunque yo no había disfrutado del placer de conocer una sola persona honesta dentro de esa institución en tres años y medio.

El seguía hablando y hablando como si le pagaran por cada palabra que pronunciaba, yo iba por el tercer cigarrillo y seguro que tenía la mirada de un gato cuando observa algo moviéndose entre la maleza, justo antes de identificar si es una presa comestible o un depredador mayor del que hay que huir inmediatamente.

Al fin llegó, como me temía, la personalización del discurso: empezaba a hablar de mí, en realidad sólo de mi vida laboral. Tras alabar mi cociente intelectual y los resultados de mis tests de acceso a la banca, con poco más de catorce años, se paró como recordando un refrán, que seguro que sería ese de que una imagen vale más que mil palabras y, tras reflexionar un segundo, sacó de otro cajón de la mesa una carpeta voluminosa, de unos quince centímetros de grueso y ya deformada por las sucesivas consultas: era mi historial laboral, en realidad mi historial sindical, el relato detallado de todas las historias e historietas de todo tipo en las que había participado en esos tres años y medio.

“Desde Palma me han dado orden de que lleguemos a un acuerdo, la central se mostrará económicamente más generosa de lo que estaría obligada por ley, y todos sabemos que por ley, con este expediente, o sólo la décima parte de él, no debería pagar nada, pues se trataría de un despido procedente”.

Entonces aquel recuerdo me vino a la mente con la claridad y naturalidad de las buenas ideas, y pronuncié aquella palabra cargada de fuerza en la memoria:

“¿Cuánto?”

No se dio cuenta del significado de la pregunta, por eso siguió hablando, y negociando como si tal cosa, pero yo recordaba perfectamente aquel día en que sorprendí una conversación suya con el director del Departamento de Valores, otro ejecutivo cincuentón que también tenía por aficiones los prostíbulos y la generosa  financiación de los Guerrilleros de Cristo Rey. Por aquel entonces yo era un adolescente radical que apoyaba otro tipo de grupos, y entre ellos estaba Mujeres Libres, un conjunto de compañeras libertarias con más valor y dignidad cada una de ellas que toda  la llamada izquierda parlamentaria, y entonces la izquierda no lo era sólo nominalmente, ni nadie se avergonzaba hipócritamente por etiquetarse como tal.

“A mí, lo que más me pone de las putas es preguntarles ¿cuánto?, casi más que echarles un polvo luego”, había dicho en su momento el tipo que ahora tenía delante de mí.

La negociación fue rápida, estaba claro que si un jefe de personal que yo sabía de buena tinta que me odiaba, se comportaba no ya educadamente, sino con amabilidad incluso y hasta tratándome de usted, es que estaba en una situación comprometida y obligado desde  la central de Palma de Mallorca a solucionar el problema como fuera. El problema era yo y mi despido, una muerte laboral más que anunciada y que a esas alturas yo era el más sorprendido de que no hubiera llegado ya.

“¿Cuánto cree usted que es lo apropiado?”, preguntó.

“¿Cuánto me tendrían que pagar si no existiera ese expediente?”

“Unas 150.000 pesetas pero,  . . .  eso es del todo inadmisible”.

“Pues esa es mi condición, y una carta de recomendación en que se diga claramente que renuncio voluntariamente a mi puesto de trabajo”.

“Pero . . . “

Sabía que él aceptaría casi cualquier cosa: si yo hubiera pertenecido a uno de los dos sindicatos mayoritarios, que habían aceptado unos meses antes el modelo de transición tan aparente y falsamente democrático, no hubiera tenido nada que hacer, pero el sindicato al que pertenecía tenía otra forma de enfocar las cosas, y su fe en la justicia incluía su fe en los milagros: si una empresa presionaba y puteaba a un trabajador por sus actividades sindicales, primero se recurría a la ley burguesa, todavía leyes franquistas por aquel entonces, y una vez agotada esa vía, ocurrían milagros: un subdirector, tras recibir la visita de tres señores muy serios con barba y maletín, palidecía y daba orden a sus subalternos de que se dejara de molestar inmediatamente a ese trabajador incómodo, o de que le invitaran a marcharse de la empresa a cambio de cualquier indemnización que pudiera pedir. Los mayores milagros se daban cuando esos elementos abandonaban su camisa azul y entraban, al menos, en el juego demócrata burgués. Son métodos mafiosos, decían algunos enlaces sindicales de sindicatos que entonces aún se autodenominaban marxistas sin avergonzarse. Claro, ¿aún no te has dado cuenta que vivimos en un país que lleva cuarenta años secuestrado por un grupo mafioso tan sanguinario como cateto? Esa es otra de las tantas caras desconocidas de nuestra santa Transición: la milagrosa conversión de cientos o tal vez miles de empresarios a las ideas democráticas por la vía tan rápida como efectiva de no saberse ya ni intocables ni inmortales.

Hice ademán de levantarme.

“Espere, espere, por favor”.

Fingió que lo meditaba un par de segundos y dijo:

“De acuerdo, de acuerdo. Lástima que tenga usted unas ideas tan raras, con su inteligencia y su capacidad negociadora hubiera llegado muy alto con nosotros”.

Y entonces, con ese ímpetu absurdo de la juventud, que tan bien nos sirve para crearnos enemigos inútilmente, me lancé:

“¿Cuánto?”

“Pues . . .  150.000 pesetas . . .¿no?”

“¿Cuánto?”, repetí.

“150.000 y la carta ¿no es eso lo acordado?”

Insistí una vez más:

“¿Cuánto?”

“¿Por qué me sigue preguntando? Ya he aceptado todas sus condiciones”.

Me levanté y le dije:

“Para comprobar si era cierto lo que le oí comentar con el Sr. Peña hace un tiempo, pero no, no siento nada, debe ser que sólo funciona con putas de cierta categoría”.

“¿Cómo . . . ?”

No me quedé esperando a ver cuanto tiempo tardaba en pillarlo, pero la vez siguiente que le ví, dos días después, me echó tal mirada de odio que hizo cierto lo de que si las miradas mataran . . .

Él murió dos años después de cáncer de pulmón, es peligroso mirar con tanto odio al nieto de una meiga, lo peor que se puede hacer a un enemigo es ser espejo de su furia sin aceptar tan envenenado regalo;  yo me quedé un rato más por aquí, el suficiente para poder contarlo, treinta años después, a un grupo de amigos en una tertulia.

 

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