Menos mal que sólo soy un gato

F.A. Vidal      

     Yo sé que soy tan sólo un gato. Vivo con un grupo de humanos desde tres días después de nacer, cuando fui brutalmente separado de mi madre y mis hermanos.
     Ya tengo cinco años, y mi idea sobre los humanos no ha mejorado en absoluto: son realmente estúpidos, y lo que es peor, crueles. Ellos creen que los gatos y los demás animales no podemos pensar y comunicarnos, el engreimiento es otra de sus virtudes, pero nada más lejos de la verdad; tenemos que ocultar nuestras capacidades ya que la experiencia nos ha demostrado que los humanos temen aquello que no llegan a comprender, y destruyen todo lo que les produce temor; si se enteraran, nos someterían a crueles experimentos o, simplemente, nos exterminarían, como ya han hecho con otras especies, e incluso con tribus enteras de sus semejantes.

     El grupo, familia, como lo llaman ellos, con que vivo, no tiene problemas de alimentación y viven, materialmente hablando, muy bien, pero es asombrosa su obsesión por perder el tiempo trabajando más para comprar más cosas que luego no tienen tiempo de usar.
     El jefe del grupo es abogado, una extraña profesión que consiste en mentir lo mejor posible para defender a otros humanos que han hecho algún daño al grupo donde viven, a fin de que no sean encerrados en jaulas que ellos llaman cárceles; lo más curioso es que Roberto, que así se llama mi amo, considera un verdadero triunfo personal que un asesino defendido por él quede libre, siendo el hecho de su culpabilidad o inocencia algo secundario para él. Nunca he logrado comprenderlo.
     Julia, mi ama, es funcionaria, a veces me lleva en una cesta al lugar donde trabaja para que sea manoseado impunemente por sus amigas. Por lo que pude deducir, su trabajo consiste en salir a desayunar y comprar el periódico, leer el periódico, comentar con sus compañeras el periódico, pintarse las uñas, y protestar ante su jefe, que aparece dos días a la semana por la oficina, de la cantidad de trabajo que se va acumulando por falta de personal; ocasionalmente escribe, entre suspiros, algo en el ordenador.
     Los niños, por su parte, acuden a un edificio sumamente ruidoso por su presencia que en una ocasión, siendo muy pequeño, tuve la desgraciada oportunidad de visitar, uno de los días más terribles de mi infancia. Allí, teóricamente, han de ser instruidos por un grupo de adultos llamados profesores para saber enfrentarse, cuando sean mayores, a las dificultades que les presente la vida. En la práctica parece ser un lugar donde son depositados los niños para que sus padres puedan descansar hasta el siguiente encuentro con ellos, pues los humanos rara vez consiguen convivir en armonía con sus crías, desbordados por la energía que éstas emanan.
     Los seres humanos son, y esto ni ellos mismos lo niegan seres muy, muy extraños.

     Y si creen que exagero, les contaré como es una semana cualquiera con el grupo de humanos con que vivo, una pareja y dos crías que, a pesar de tener ya cuatro y siete años se encuentran, como todos los humanos a esa edad, en un muy primitivo y lamentable estado de desarrollo.

     El lunes comenzó como todos los lunes: gritos para despertar a los niños, que ya por costumbre se agazapan debajo de las sábanas en cuanto oyen las voces de sus padres. Roberto, malhumorado, murmurando: "Joder, otro lunes", y Julia que, con los ojos semiabiertos, le mira y no dice nada. Este suele ser el día de las peleas matrimoniales que, sistemáticamente sólo abarcan dos temas: que ella gana más en su trabajo que él en su bufete, lo cual, no sé por que, molesta sobremanera a mi amo, y un antiguo novio de Julia, que ella ya tiene más que olvidado pero que mi amo se resiste a dejar en el baúl de los recuerdos; el esquema es, invariablemente, cada lunes, el mismo:
     -Márchate con él si tanto le querías.- dice mi amo al tiempo que disimula su miedo ante la sola idea de ser abandonado por Julia.
     -Déjame en paz.- responde ella aparentando indiferencia, pero halagada por el ataque de celos de su marido.
     Yo suelo optar por marcharme al jardín y esperar, pues ya he tenido oportunidad de comprobar, cuando era más joven, que los humanos son propensos a descargar sus iras en cualquier víctima inocente, y aún recuerdan mis riñones alguna injusta patada de lunes.

     Los martes no son mucho mejores, el ambiente en la casa es todavía tenso, y sólo el ruido de los juegos de Rebeca y Andrés, los hijos de mis amos, dan una nota de humor que, cuando deciden sustituir sus juguetes por mi cansado cuerpo, se transforma en humor negro.
     Los martes por la noche mi amo ve, invariablemente, su programa favorito de televisión, una extraña máquina que obsesiona a los humanos pero posee la virtud de mantenerles callados, con lo cual dejan de decir sandeces unos minutos.
     Se trata de un curioso programa, que ellos llaman informativo, que cuenta como viven, o mejor dicho, sufren, las personas en otras partes del planeta.
     Eso que ellos llaman guerra es una de las tantas cosas sobre los humanos que todavía no he conseguido comprender del todo.
     Los gatos tenemos nuestras disputas, desde luego, si llega un forastero a poner en tela de juicio el liderazgo del rey de nuestro barrio habrá una terrible pelea, pero será entre ellos dos, a ninguno se le ocurriría decirnos que todos los demás gatos debemos luchar, como hacen los soldados humanos, para mantener sus privilegios, por otra parte, también es cierto que ninguno de nosotros sería tan necio como para hacerles caso.
     Mi amo finge interés durante todo el programa, pero yo he observado que las pupilas se le dilatan especialmente cuando salen escenas monstruosas de sus hermanos de especie destrozados por alguno de sus mortíferos inventos para matar, y su mirada me da miedo. . .

     El miércoles pasado fue un día un tanto especial: hubo una extraña visita. Era un señor bajito y malhumorado con el que, a pesar de su manifiesta impertinencia, mis amos se mostraban muy amables y condescendientes, y resultó divertido ver el temor de mi amo a pesar de ser mucho más fuerte que ese al que definieron, una vez se hubo marchado, como "jodido inspector de Hacienda". No llegué a comprender cual era el tema que trataban, pero entre mis amos se creó un ambiente de complicidad ante el enemigo común que consiguió, por fin, hacer desvanecer los restos de la pelea del lunes.
     Esa es otra de las curiosidades humanas: la necesidad de un enemigo común para lograr reconocer a sus propios amigos.

     El jueves fue un día muy bullicioso. Mi amo apareció por casa cargado de regalos, pues había ganado un caso y, según él, debía celebrarse que un ladrón volviera a estar libre. Hubo regalos para todos: para los niños sofisticados juguetes electrónicos, con los que acabará jugando mi amo pero, y esto es realmente curioso, sólo a escondidas cuando no haya nadie en casa; es extraño que se avergüence de jugar, noble costumbre que los gatos conservamos durante toda nuestra vida, y no se avergüence, sin embargo, de su canallesco trabajo.
     El regalo para mi ama fue macabro y de mal gusto: un abrigo hecho con pieles de animales que, tras olerlo, pude comprobar, aliviado, que no eran gatos. Otra rareza humana. Y a sí mismo se obsequió mi amo con un enorme aparato de gimnasia que, a buen seguro, no utilizará hasta el comienzo del verano, cuando vaya a asarse, untado en grasa, bajo el sol de alguna playa; entonces descubrirá, como cada año, que en las personas abúlicas como él, la gastronomía no es buena compañera de la estética.

     El viernes suele ser un día animado dentro de la monotonía semanal; como los niños no tienen que madrugar al día siguiente para ir a la escuela, se quedan hasta tarde viendo la televisión con sus padres. La elección de los programas suele ser motivo de disputa, pero ésta nunca pasa a mayores: se termina viendo, simplemente, el que ha elegido mi amo, que suele ser alguna violenta película de acción. Dentro de unos días, en cuanto tenga ocasión, les dará a sus hijos un discurso sobre lo malo de pelearse en la escuela, y que todo se puede solucionar mediante el diálogo; los niños le escucharán boquiabiertos, pero no por asombro ante su madurez y sabiduría, como él cree, sino porque no aciertan a compaginar en su infantil cabeza humana lo que dice su padre con lo que hace.
     En cualquier caso yo pagaré, como siempre, las consecuencias, ya que los niños se empeñarán en repetir conmigo las crueles escenas que han visto en la pantalla y, claro, a mi siempre me toca el papel del malo.

     A los sábados los llamo yo el día-sorpresa, porque nunca se sabe como va a terminar. Por la mañana dejan a los niños en casa de sus abuelos y mis amos se marchan a lo que ellos llaman divertirse que consiste en comer y beber excesivamente para poder, a la mañana siguiente, caminar defectuosamente.
     Sobre lo que en mi pobre naturaleza hacen una vez que vuelven a casa mencionaré tan sólo un patético ejemplo: cuando mi amo se empeñó en perseguirme por toda la casa para ponerme una de sus ridículas prendas de vestir, una corbata, y acabó siendo rescatado del tejado por los bomberos. . .

     Pero no crean que soy un pesimista, ya sé que hay humanos buenos y razonables, pero, a pesar de ser mayoría, su voz rara veces se oye, ahogada por los gritos y vilezas de una minoría obsesionada por el poder, como el más miserable gato pendenciero.
     Aunque no cabe duda que desde un punto de vista ecológico, el ser humano es una de las especies más dañinas que se han dado en este planeta en todos los tiempos, ayer por la tarde, mientras estaba solo en casa, observé desde la ventana donde estaba sentado dos hechos que me hicieropn meditar mucho sobre la naturaleza humana : al cruzar la calle un joven minino, hijo de una familia de gatos que viven en la calle desde hace años, fue atropellado por un coche. El conductor, un jovencito humano con una música estridente en su coche, en compañía de otros tres igualmente ebrios, no sólo no frenó para evitar el atropello, sino que giró para provocarlo, tras lo cual profirieron un extraño grito de alegría. Fue horrible . . .
     Yo no podía salir para ayudarle, encerrado como estaba, y me limité a subir a la azotea, desde donde comencé a llamar con maullidos a los padres del gatito, pero antes de que llegaran se acercaron a auxiliar al herido una anciana humana con quien parecía ser su nieta. Lo recogieron con cuidado y se dispusieron, por lo que pude oír, a llevarlo a un veterinario mientras le acariciaban para consolarle.
     Eso es lo más extraño de los humanos: que en la misma especie conviven los seres vivos más crueles y destructivos y también los seres más nobles, amables y solidarios. Y eso es lo único que me permite seguir confiando ocasionalmente en ellos y en el futuro que puedan brindar a nuestro planeta. Algún día aprenderán a tratar a sus semejantes más egoístas y crueles como a enfermos que son, olvidando el erróneo concepto de maldad.
     Algún día aprenderán con respecto al resto de la naturaleza y a sus propios semejantes la primera y más importante norma de convivencia, la más simple pero difícil de llevar a cabo: saber vivir y dejar vivir.

     Hoy es domingo y todos se han ido de paseo al parque. Aquí, acurrucado sobre la alfombra, pienso en mi vida, la vida de los humanos, y la vida en general. Pienso que tal vez yo sólo sea, como dicen ellos, un animal irracional, tan sólo un gato que no puede comprender muchas cosas de la existencia humana . . .
     Pero a veces también pienso: menos mal que sólo soy un gato.