F. A. Vidal
Eran aquellos tiempos en que, cual bandoleros de un
siglo atrás, se robaba para entregar el dinero a una causa ideológica,
convencidos de que así cambiaría el mundo a mejor.
Eran los tiempos de la transición en una España que se debatía entre un perdón injusto o la nada y el miedo. Se resolvió con una amnesia que el tiempo demostró doblemente injusta. Algunos sobrevivimos.
El metal, siempre frío, parecía quemar. Todo había salido mal: la entrada, la reacción de los empleados, el miedo descontrolado de los otros más que el propio, que, a los que teníamos más experiencia, nos daba más miedo.
La salida fue un cúmulo de errores y la huída, su consecuencia inevitable. Luego, el final previsible: dos lecheras de frente, otra a nuestra espalda, y a continuación la falla, como llamaba con su jodido humor andaluz Miguel a los tiroteos.
Ni supe entonces como ni sé aún hoy como pudimos
salir de allí, con Miguel con un tiro en la pierna y colgado de mi hombro. Se le
había quitado su eterno buen humor.
Los otros dos, a los que desde el principio no había
visto claro dejar entrar en la movida, parecían campeones olímpicos de los cien
metros vallas y un par de auténticos cabrones que saltaron sobre el compañero
herido, ya en el suelo, para salir de najas.
Pero lo peor estaba por llegar. La parejita
desapareció, arrastré a Miguel hasta la furgoneta y conseguí meterlo en la parte
de atrás.
Un torniquete rápido con el cinturón detuvo en parte
aquella fuente de sangre.
Un grito de “al loro” de Juan nos dejó congelados: se
acercaban dos maderos hacia nosotros.
Y el hierro comenzó a calentarse como si acabara de
salir de la fragua.
Monté el arma ya convencido de que aquello iba a
terminar muy mal. Hasta ahora no había sangre, sólo la nuestra, pero . . .
Juan, el único visible desde fuera, sentado en el
asiento del conductor, hizo alarde de su formación dramática. Al fin
recogeríamos fruto de tantas veces que, años atrás, habíamos tenido que
acompañarle a mil pueblos perdidos para sus representaciones de lo que él
llamaba “Teatro Libre”.
Antes de que ninguno de los dos policías dijera nada, se adelantó él:
-¿Puedo ayudarles en algo?
-Han atracado un banco ahí detrás, ¿No habrá visto a
dos hombres, uno cojeando?
-No, qué cabrones, robando a gente honrada en vez de
trabajar. Habría que colgarlos a todos.
-¿Va a estar aquí más rato?
-Sí, un ratillo.
-Anote este número, si ve algo raro, llámenos
inmediatamente.
-No se preocupen que si les veo igual les paso por
encima yo mismo con la furgoneta.
-Gracias, nos ahorraría trabajo. Lástima que no haya
más gente como usted.
-De nada, a mandar.
Miguel me miraba sin poder creerlo.
Mi mano dejó de sudar agarrotada a la empuñadura del
arma y el metal fue recobrando, poco a poco, su frío habitual.