María se movía
lentamente entre los surcos, ayudada por su nieto, ese que tanto se parecía a
Damián. Un par de guardias civiles jóvenes observaban la escena desde lejos, y
María no podía evitar volver periódicamente la vista hacia ellos. ¿Seguro que no
tomarán represalias? No, abuela, que Franco ya murió, y fíjese en esos guardias,
los dos nacieron después de la muerte del dictador, como yo, seguro que hasta
votan a los socialistas, no se preocupe.
Pero María no podía evitar mirarles de reojo cada cierto tiempo: la mitad de su vida la había pasado con miedo, un miedo profundo que va calando hasta el alma, hasta invadir los gestos más cotidianos.
A la abuela María, como a tantos, le tocó vivir y ver marchitarse su juventud durante una guerra. Eran cinco hermanos, tres chicos y dos chicas, sin muchas ideas políticas, pero con el sentido de la justicia connatural a todo ser humano.
A su familia sólo se le recordaba un comentario durante aquellos años: lo dijo ella misma, cuando Anastasio, de los pocos afiliados al PCE en el pueblo, insultó al cura llamándole “Hijo de la Inquisición por no decir de otra cosa . . . “ María dijo entonces: “Esto no lleva a nada …” Sus dos hermanos, Damián y Luis, callaron, y ese silencio les costaría la vida unos meses después, cuando el cura facilitó a los golpistas una lista con veintisiete españoles que él juzgaba merecedores de ser asesinados por el bien de los españoles, o mejor dicho, de su España. Todas esas personas fueron fusiladas tras una sesión de tortura que consiguió aumentar la lista a treinta y dos, pero fusiladas previo ofrecimiento de confesión y comunión, por supuesto.
Hoy ese nieto que tanto se parece a Damián intenta contener las lágrimas al ver las lágrimas de su abuela, y la ayuda a sentarse, agotada por la caminata, sobre una roca.
Animo, abuela, que al fin Damián y Luis tendrán un entierro digno, que menos . . . ¿Está bien, abuela?
Hijo, yo estoy muy lúgubre, ve tú con los demás.
Cuando volvieron a buscarla, apenas una hora más tarde, María estaba recostada sobre la roca, aparentemente dormida. En su mano derecha el pañuelo con que poco antes se había secado las lágrimas, en la izquierda aquel reloj de Damián parado en 1937, que un falangista joven de un pueblo vecino le había entregado, pretendiendo así lavar su conciencia, tras el asesinato.
Su nieto la miró y pensó: “Pobre abuela, su corazón, tan curtido por años de injusticia y dolor, no ha podido soportar una gota, tan sólo una gota, de justicia”.
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