El denunciante se presentó iracundo ante el juez, dispuesto a denunciar la
afrenta recibida, dispuesto a que se hiciera justicia. Lucía sobre su impecable
traje un ostentoso crucifijo de oro, pues había oído que el viejo juez era
creyente cristiano, aunque con cierta inclinación por la Teología de la
Liberación, ese cáncer que cruzaba América y minaba lentamente los cimientos de
la Santa Madre Iglesia.
El juez, un anciano a punto de jubilarse, levantó la vista del papel donde redactaba su penúltima sentencia:
No sé cuál es su demanda ni a quien viene usted a denunciar, pero esta será mi última sentencia y he decidido que sea de una justicia inapelable, cristalina y ciega, como debería ser siempre la justicia. Por ello, si no consigue convencernos al jurado y a mi de que su demanda es realmente justa, haré uso de todas mis prerrogativas para hacer que el peso de la ley caiga sobre usted por falsa denuncia antes que sobre el demandado por su presunto delito.
Veo que es usted cristiano, ¿está seguro de que a quien pretende demandar incumplió alguno de los Diez Mandamientos y de que usted, en el caso de que así haya sido, tiene derecho a denunciarle, sin cometer con ello un acto de hipocresía?
Sí, estoy seguro, Sr. Juez, tengo razones para creer que ese hombre me ha robado.
Le daré otra oportunidad de contestar y no tendré en cuenta su respuesta tan precipitada. Antes de responder, tenga en cuenta lo siguiente:
¿Ha amado usted, que luce esa brillante cruz dorada en su pecho, a Dios sobre todas las cosas? Si así hubiera sido, su amor habría de incluir el amor a la creación divina y a todas su criaturas, incluido el demandado, amor que le hubiera impedido acusarle, al menos antes de poner la otra mejilla, que no me consta que haya hecho.
¿No ha tomado usted el nombre de Dios en vano? Como bien sabe, este es un tribunal civil, pero usted se ha presentado ante mí con ese crucifijo que expresa claramente sus creencias religiosas, con la obvia intención de influir en mis decisiones. Una forma mezquina de usar la imagen y el nombre de Dios.
¿Ha usted santificado las fiestas? En esta pequeña capital de provincia en que vivimos, como usted bien sabrá, todos nos conocemos. Recuerdo haber visto muchos domingos a su esposa y sus hijos acudir a misa mientras estaba encendida la luz de su despacho, en la planta superior del palacete donde viven, justo enfrente a la iglesia. No creo equivocarme si sospecho que usted, en el mejor de los casos, se encontraba trabajando en dicho despacho, en compañía de su secretaria.
¿Ha honrado usted a su padre y a su madre? Es vox populi, aunque no haya pruebas documentales, pero si testigos pertenecientes al servicio de su casa, que su señor padre, en su lecho de muerte, le rogó que transfiriera un tercio de la fortuna familiar a los Murillo, esa familia que fue despojada de todos sus bienes tras la guerra por haberse mantenido fieles al orden constitucional. Como todos sabemos, su señor padre fue uno de los oficiales falangistas que participó en la, digamos, expropiación.
¿Ha matado usted?
No, Sr. Juez, eso sí que no, no permitiré que me llame asesino.
Ni digo que lo sea, al menos desde un punto de vista legal. Pero recuerdo que entre las fábricas que usted cerró en el extranjero hace unos años se encontraba una de conservas en Mauritania, que entonces padecía una sequía atroz, y que los administradores nativos le informaron, a través de una conocida ONG, que cerrarla en ese momento supondría muy posiblemente la muerte por hambre de la mitad de las familias despedidas, como así ocurrió.
Todo se hizo dentro de la más escrupulosa legalidad, la fábrica no era rentable ni eficiente.
Repito que, legalmente, nadie le puede llamar asesino, pero hablábamos de los mandamientos de la ley de ese Dios en el que usted y yo creemos, o decimos creer.
Sobre los actos impuros, si le parece, correremos un tupido velo. Por cierto, saludos de Irene, la chica que usted dejó embarazada hace siete años, cuando, recién llegada de su pueblo, fue a trabajar de sirvienta a su casa. Como sabrá, trabaja y vive desde entonces en la mía, madre soltera y sola a la que nadie en esta capital quiso dar trabajo ante sus comentarios difamatorios sobre ella. Creo, sin embargo, que debería estar orgulloso de ese hijo suyo: es inteligente, honesto y sensible, posiblemente ha salido a la madre.
Sobre el séptimo mandamiento, no robarás, creo que tampoco debería extenderme, habida cuenta de lo que todos sabemos y lo expuesto sobre el origen de su fortuna familiar y sus actos para conservarla. ¿No le parece . . . ?
Sí, sí . . .
¿Cree que es necesario debatir sobre la posibilidad de que usted haya mentido en una o muchas ocasiones a lo largo de su vida?
Todos mentimos.
Sin duda, pero hay mentiras que consideramos pequeños egoísmos y otras que atentan incluso contra las leyes.
Bueno, siga, siga . . .
También sobre los pensamientos y deseos impuros hemos de pasar de largo, por benevolencia, aunque inmerecida, y por no tener que citar otro caso similar al de Irene ocurrido cuando usted era aún jovencito y que las personas de mi edad recordamos, incluso con detalle. Entonces eran tiempos muy duros, y nunca se volvió a saber nada de aquella chica . . .
Y sobre codiciar los bienes ajenos, ¿qué podríamos decir que no hayamos dicho ya?
Repito la pregunta que le formulé hace unos minutos: ¿quiere usted presentar denuncia contra alguien teniendo en cuenta que, por ser esta la última sentencia que dictaré en mi vida judicial, haré todo cuanto esté en mi mano para que sea una sentencia realmente justa y ejemplar?
¿Tiene usted algo que denunciar?
No, no nada, murmuraba el denunciante mientras se alejaba, cabizbajo, del tribunal.
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