EL NIÑO QUE DESAFINABA LA MELODÍA PERFECTA
Voy en un omnibus, un autobus urbano de Montevideo, mirando el mundo a través de la ventanilla, perdido en mis ideas cuando, de repente, sube un niño de no más de diez años, dice rápidamente un discurso apenas comprensible de presentación, y comienza a cantar. No tiene una gran voz, de hecho, parece que un resfriado o una faringitis pone trabas a su esfuerzo. El niño canta, desafina, pero su canto se va volviendo, poco a poco, más melodioso.
No es uno de esos niños mendigos que había encontrado diez años antes, ya casi no quedan, y parece que realmente esta tierra está recuperando su pujanza y bienestar económico de antaño, cuando era llamada la Suiza de América. El pibe está aseado y viste bien, con ropa escolar que incluso parece de un colegio privado.
Como típico ciudadano del Primer Mundo que soy, bien alimentado el cuerpo y de conciencia tan escrupulosa como obtusamente selectiva, empiezo a pensar si sería o no positivo darle unas monedas, unas monedas que para mi, económicamente, no significan nada: tal vez así, me digo, esté forjando, sin querer, su lenta ruina, tal vez acabe teniendo un dinero fácil que le llevará a pequeños lujos infantiles de los que pasará a vicios juveniles, tal vez no fue hoy a la escuela para conseguir su pequeña remuneración, tal vez, tal vez, tal vez . . .
Mientras, la canción sigue, y cuando el niño termina, unas seis u ocho personas, casi todas mujeres con edad para ser su madre, aplauden generosas la modesta actuación, sacan unas monedas, y se las entregan, seguramente cayendo en la cuenta, como yo no hice, que ya había terminado el horario escolar, que el pibe está cuidado, y que, quien sabe, igual hasta está ahorrando para comprarle algo a su vieja, un hermanito, u otro familiar. Ellas sabían todas pensar generosamente, sabían ver el lado positivo de las cosas, un lado tan posible, en realidad, como el más negativo.
El niño, tras dar las gracias a los pasajeros y al conductor, que no le cobró billete, como es habitual aquí con los vendedores por su corto viaje, se despide y baja del autobus.
Y allí me quedé yo, sintiéndome como un idiota ante mi mismo, sin haber disfrutado la canción, sin haber sabido apreciar la belleza del gesto, sin saber participar de tanto calor humano, de la apacible humanidad que caracteriza, quien sabe por qué extraña razón, a esta gente, descendientes casi todos de emigrantes de todos los rincones de Europa. Tal vez por esto, me digo, ha sido el pueblo del continente que ha tenido más poetas y menos años de dictadura.
Pienso que si toda nuestra existencia no es más que pensar, sentir y hacer, con qué facilidad caemos en el error de romper el tenue equilibrio natural de la vida, haciendo, a veces sin pensar ni sentir, o sintiendo y pensando sin hacer, o renunciando a todo ello, creyendo arrogantemente tener la vida bajo nuestro control.
Al bajar del autobús, me siento como un estúpido y alienado ciudadano del Primer Mundo, uno de tantos que ya ha perdido la mitad de su alma, y se pregunta, asustado, qué hacer para conservar lo que queda.
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