Decía Tomás mirando la punta de la flecha que le atravesaba el hombro. Ya no
sale pus, la herida ha dejado de supurar. Las hierbas eran buenas, dijo Capac
mientras cambiaba las tiras de algodón sucio que hacían las veces de un vendaje.
Pero los dos sabían que apenas les quedaban unas horas de vida, hasta el amanecer como mucho. A un lado de ese cerro andino, las tropas castellanas del virrey tenían claro su objetivo: no se podía permitir que quedara impune el crimen de Tomás de Lezo: matar a un castellano por defender a un indio, por mucha razón que éste pudiera tener.
Al otro lado del cerro, agazapados entre la primera espesura de la selva, los paisanos de Capac tampoco albergaban dudas: era un traidor. Se le había dado la oportunidad de participar en la inminente derrota definitiva de los españoles, en la gran matanza limpiadora que clamaba la misma madre tierra, pero se había negado, y su única disculpa había sido su amistad con Tomás, para el que había pedido que se le respetara la vida. No, o mueren todos los castillas o nunca nos quitaremos su yugo.
La claridad les sorprendió ya despiertos, cada uno mirando, espalda con espalda, a un lado del cerro. Repartieron las últimas hojas de coca, que masticaron con parsimonia y apuraron la calabaza de tinto riojano. Tras un abrazo, con una mirada tan sólo quedó decidido: cada uno bajaría por el lado del cerro donde se encontraba la gente que se decía su gente. Si había que morir, mejor hacerlo luchando contra el enemigo más cercano, nuestra gente, nuestro pueblo, nuestra patria, nosotros, nuestra locura.
Así, pensaron, al menos no quedarán más semillas de odio al otro sembradas y algún día germinará la que enseñe que el enemigo en realidad no existe, pero si aún necesitas creer en él, comprende al menos que puede estar en cualquier parte, incluso dentro de ti. Esa duda puede ser la primera que abra poco a poco la mente de un pueblo.
El combate fue corto, apenas un par de gestos y golpes defensivos: todo buen guerrero sabe de la importancia de elegir el momento de luchar y el momento de renunciar a la lucha y sabe también que ese conocimiento se suele pagar con la vida. La cabeza de Capac quedó clavada en una estaca de la selva, la de Tomás fue llevada a Lima y exhibida públicamente para escarmiento.
Tomás y Capac habían afianzado, en apenas diez años, una relación que tres siglos después, sus descendientes aún habrían de necesitar meses sólo para ponerle nombre: al final, decidieron llamarlo Encuentro de Culturas.
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