NOCHE DE BRUJAS

Felipe acudió con desgana a la cena familiar, sabedor de que nada bueno sale ni puede salir de esas reuniones, una vez sobrepasados los límites de la familia más cercana, cuando se van creando nuevas parejas y núcleos familiares, los intereses comunes desaparecen y afloran los peores egoísmos humanos.

Instalado en una esquina, sujetando en la mano un gin tonic más cargado de lo habitual, observaba a los asistentes, de todos los cuales sabía uno o varios secretos inconfesables, pues algo bueno tenía el ser detective, algo que compensara mínimamente la insoportable rutina diaria de un oficio al que sólo el cine o la literatura se habían atrevido a elevar a los altares de lo heroico.

Su cuñada Julia, aparentemente toda una señora, siempre altiva y vestida de marca, tenía en realidad no uno, sino dos amantes, para fines de semana alternos, pero como ella misma se lo había planteado con total desfachatez al saberse descubierta: “Tú verás, tu hermano es un pardillo, y como se entere, es capaz de suicidarse”. Llegaron a un acuerdo de mínimos para que hicieran separación de bienes, pues sólo faltaba que, en caso de divorcio, la tipa acabara quedándose con la casa para recibir a sus amantes, y su hermano durmiendo en una caravana.

El acuerdo secreto se mantenía desde hacía ya tres años, y Felipe había renunciado a un extra que ella puso sobre la mesa de negociación, que incluía una tarde a la semana con ella. “Si nunca he pagado a una puta, creo que ya soy un poco mayor para empezar”, le contestó él y ella, desde entonces, le odiaba aún más.

 

El resto de los asistentes no eran mejores: Ismael, otro cuñado, éste casado con su hermana Laura, había superado al avaro de Moliere hacía años: a pesar de haberle tocado casi dos millones de euros en la lotería, continuaba trabajando y se negaba a que Laura dejara su monótono y alienante puesto en su oficina.

El hijo mayor de Laura e Ismael, a sus veintiocho años, seguía viviendo a costa de sus padres, sin haber probado siquiera la extraña experiencia de una sola jornada laboral. Su madre le mimaba, y su padre se negaba a darle ningún tipo de ayuda para que se independizara, pues creía que así salía más barato.

Pero mucho peor que él era su novia Susana, a quien le gustaba que la llamaran Susan. Felipe llevaba contadas ya tres carteras levantadas por la chica, pero como las víctimas eran un primo financiero, otro cuñado perito de seguros, y su propia suegra, decidió ver, sonreír y callar.

 

Su suegra era la única que parecía ser consciente de la presencia de Felipe, pues cada dos minutos exactamente dirigía su mirada hacia la esquina donde éste se encontraba. Se negó en su momento a que entrara a formar parte de la familia con argumentos tan sólidos como su origen plebeyo o que su hija merecía mucho más. Felipe, por su parte, se negó a una boda religiosa, levantando así entre ellos un muro infranqueable en el que los años no habían conseguido abrir ni una portezuela. El odio y el desprecio eran, desde luego, mutuos.

 

Al tercer gin tonic, llegó Olga, la compañera de Felipe, llevando de la mano a la pequeña Lucía, que se abalanzó sobre su padre gritando: “Papi, ¿sabes que mañana es Halloween, la noche de las brujas?”

Felipe miró alrededor, sonrió, guiñó un ojo a Olga y, besando en la frente a la pequeña Lucía, le dijo al oído: “Pues creo que este año han soltado a todas las brujas un día antes . . .”

 

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