Recogía juguetes en la habitación de sus hijos hasta que le interrumpió la explosión del obús. Cuando volvió a abrir los ojos no había habitación, ni obús, ni hijos, ni . . . pero el cochecito seguía en su mano, la misma mano que tantas veces había apretado un gatillo, la misma que acariciaba, relajado, a su gato, el mismo que ahora maullaba frenético mientras, en el mercado, la gente huía, como se huye de un amante cruel, como se huye de la misma guerra, esa locura que golpea indiferente y hasta la agonía a ese niño que jugaba con sus juguetes hace un rato y que su padre recogía, hace un instante tan sólo, y ya inmóvil para siempre, de su habitación.