Soñaba como descubriremos algún día que sueñan todos los
seres vivos.
Soñaba para soportar el presente e ir forjando el futuro.
Soñaba como todos y cada uno de nosotros.
Simplemente soñaba.
Año 1506 de la era cristiana.
En el antiguo Reino de Granada, conquistado hace catorce años por los ejércitos
castellanos, un anciano judío converso observaba como sus vecinos musulmanes
también decidían dejar su casa y abandonar sus tierras ante las abusivas leyes
de los conquistadores. Sueña el anciano que algún día sus descendientes podrán
regresar a esa tierra que durante tantas generaciones les acogió y a la que
tanto habían dado con su trabajo y su saber.
“¡Ah, Sefarad, Sefarad! ¿Quién endureció tu corazón para que rompieras el mío
echándome de tu seno?”
“¡Ay, cuanto me dueles en el alma Al-Andalus, la de los verdes valles!”
“¡Fuera moros y marranos, fuera de España!. ¡Viva Santiago! ¡Viva la Reina
Católica!.”
Sólo en la fría celda de un monasterio sevillano, un monje no muy bien visto por
sus superiores por sus extrañas ideas, admiraba con lágrimas en los ojos
aquellos tres siglos de convivencia pacífica tras la llegada de los primeros
musulmanes a la península. Muy pocos como él comprendieron cuanta cultura,
belleza y riqueza se estaba desperdiciando con la expulsión de esas familias.
En la actualidad, las constituciones de la mayoría de los
países del mundo contemplan la libertad de credo como un derecho fundamental.
Como queriendo rendir un último homenaje al fanatismo secular, en algunas
sociedades musulmanas surgen grupos fundamentalistas que parecen querer repetir
todos los errores cometidos por el integrismo cristiano en Occidente a lo largo
de diecisiete siglos.
Más llamativo aún es que el pueblo judío permita que le gobiernen elementos que
utilizan contra sus vecinos métodos muy similares a los padecidos hace poco más
de medio siglo por el mismo pueblo judío.
Año 1650 de la era cristiana.
Esclavizado por deudas, compartía desgracia con otros que lo habían sido en una
guerra o por el color de su piel. Soñó con una época en la que los hombres no
fueran comprados y vendidos en los mercados, una época donde el ser humano
comenzase a ser digno del apelativo de ser racional.
Cometió el error de pensar en voz alta en una época en la que sólo los poderosos
tenían derecho a voz.
“Necio, es así desde hace miles de años, y así seguirá siendo porque es la
voluntad del Señor”.
Convencido el juez inquisidor de que nadie más que el demonio podía haber metido
tal idea en su cabeza, decidió purificar su cuerpo y salvar su alma.
Fue públicamente quemado en la hoguera para mayor gloria de Dios y de la Santa
Madre Iglesia.
La esclavitud fue desapareciendo del mundo paulatinamente a lo largo de los
siglos XIX y XX, quedando en la actualidad reducida a pequeñas zonas del llamado
Tercer Mundo.
Año 1788 de la era cristiana.
Soñó con una sociedad en la que no existían los privilegios de sangre, una
sociedad donde su hijo, campesino como él, también podría aprender a leer y su
hija no tuviera que soportar los abusos del señor marqués por ser tan hermosa
como pobre. Cometió el error de mirar con ojos de digna ira a su señor, quien,
mientras le azotaban, le recriminó:
“Tu hijo en el campo y tu hija en el lecho, deberían estar bien orgullosos de
poder servirme. Dios dispuso para cada cual su lugar en el mundo, y así será
hasta el fin de los tiempos”.
Un año después la cabeza del señor marqués reposaba en un cesto de mimbre y se comenzó a cuestionar abiertamente que tantos siglos de injusticia fueran realmente la voluntad de algún dios.
Con la que se dio en llamar Revolución Americana, que culminaría con la independencia de los futuros Estados Unidos en 1776 y el estallido de la Revolución Francesa en 1789 se inicia un camino sin retorno en pos de la equiparación de derechos de los hombres, siendo paulatinamente anulados los privilegios de sangre, de los que hoy quedan tan sólo restos en algunas monarquías europeas. Todo este proceso prosiguió a lo largo del siglo XIX y culminó en el XX con el sufragio universal y la Declaración de Derechos Humanos.
Año 1903 de la era cristiana.
Tenia aptitudes excepcionales para la ciencia, disfrutaba entre los libros de
medicina de su padre, famoso cirujano que miraba a su hija con una mezcla de
recelo, lástima y preocupación.
Soñó que le permitían estudiar y que llegaba a ser doctora. Desde el momento en
que pidió ir a la facultad de medicina fue tratada en su propia familia con
desconfianza que se transformó en abierta hostilidad cuando, arrojando una copa
de vino sobre su hermano, le gritó que las mujeres disfrutarían algún día de los
mismos derechos que los hombres, llegando a ser doctoras, policías, o incluso
ministras.
“La naturaleza ha hecho al hombre más fuerte que la mujer, su
superioridad física lo es también intelectual. El deber de la mujer es servir,
ayudar y honrar al hombre. Siempre ha sido así y siempre lo será”.
Decidieron internarla en un hospital psiquiátrico donde años más tarde,
finalmente, enloqueció.
Tras una lucha que comenzó a extenderse por los países occidentales
industrializados desde principios del siglo XX, las mujeres obtuvieron no sólo
el derecho al voto, sino la total equiparación de derechos, teóricos al menos,
con los de los hombres. Se calcula que a finales del siglo XXI la igualdad será
real en todos los aspectos sociales.
Año 2003 de la era cristiana.
Soñó con una sociedad donde cada ciudadano participara realmente en la gestión
de la misma. Soñó con una sociedad donde un político o un grupo de empresas no
puedan provocar una guerra y segar cientos o miles de vidas movidos sólo por sus
intereses económicos.
Soñó con una sociedad donde todos los ciudadanos eran, real y definitivamente,
iguales ante la ley.
Nadie en su familia comprendía su negativa a votar ni su
afirmación de que sólo lo haría en el caso de que se tratara de una democracia
real donde los ciudadanos tengan derecho a votar y proponer todas las leyes que
les gobiernan.
“Si no votas no tienes derecho a protestar luego”, le decía su padre.
“Me niego a votar sólo una vez cada cuatro años para decirles a los políticos
que sí, que su sistema está bien y funciona. Es una farsa y un engaño. Yo quiero
votar, pero todas las semanas o todos los meses, no darles un papel y que ellos
hagan lo que les dé la gana durante años, siempre más preocupados por sus
intereses y los de sus partidos que por el de la mayoría de los ciudadanos.
Quiero votar las leyes que nos gobiernan, la decisión de si deben pagar más
impuestos los ricos o los pobres y votar si vamos a entrar en una guerra o no.
No quiero dejar esas decisiones importantes en un grupo de políticos que parece
que se atacan entre ellos pero que apenas hay diferencias cuando gobiernan y
siempre se ponen de acuerdo, desde luego, para subirse sus escandalosos sueldos,
mientras hablan al resto de los ciudadanos de apretarse el cinturón. . . . “
“Pero eso sería un lío, alguien tiene que mandar”, replicaba
su padre.
“Con ordenadores se podría hacer sin ningún problema, el otro día lo estuve
calculando con Ramos, el informático, y decía que con el dinero que gastan los
políticos en armamento en un año tan sólo, ya habría suficiente para conectar a
todas las familias españolas a un sistema de consulta interactivo. Ningún
verdadero demócrata se opondría a reformar un sistema democrático para
mejorarlo, pero a los políticos, desde luego, les perjudicaría porque perderían
gran parte de su poder y sus privilegios, como hace un par de siglos los perdió
la aristocracia.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Su padre le escuchaba con interés, y reconocía, aunque no lo dijera, que lo que
decía su hijo era lógico y razonable, pero creía que era un idealista, le miraba
con la misma expresión de pena y asombro con que se miraba a las mujeres que
reivindicaban el derecho a voto a principios del siglo XX, la misma cara con que
se miraba a los primeros filósofos que hablaron de la igualdad de derechos de
los hombres o a los que hablaron de abolir la esclavitud en Europa hace apenas
dos siglos.
. . . Y soñó finalmente que su último sueño, como los anteriores, también se cumplía.