EL TALLER CLANDESTINO

“Saber que usted es un prisionero de su mente es el amanecer de la sabiduría”.- (Nisargadatta Maharaj)

Puesto que clandestino significa, etimológicamente, “que se hace ocultamente”, creo que no es nada arriesgado afirmar que, hoy por hoy, conducen nuestra vida social gobiernos clandestinos, cuyos intereses poco o nada tienen que ver con los de la mayoría de los ciudadanos.

Entre otras curiosas características, la neoaristocracia que nos gobierna, y sus seguros servidores, la clase política, es sumamente escrupulosa en cuanto a no permitir que se haga cerca de ellos cuanto ellos mismos hacen a diario por el resto del mundo.

Así, a quien ayuda a inmigrantes a llegar al Primer Mundo, pues en sus basuras encuentran más riqueza que en sus esquilmados pueblos, se les acusa de atentar contra los derechos de los trabajadores, mientras la misma élite provoca con la imposición de sus injustas normas comerciales, la miseria de esos trabajadores y sus familias, pero no creen atentar contra sus derechos.

La palabra clandestino, en su uso más cotidiano, va perdiendo sentido día tras día. Es clandestino quien no porta determinado papel, pero no quien provocó la miseria que le arrastró hasta las costas del Primer Mundo, es clandestino quien da un trabajo miserable a esas personas, pero no quien les niega todo derecho, no les alquila una vivienda, no les socorre en su miseria, o no permiten a sus hijos acudir a la escuela sin peligro de expulsión para el resto de la familia.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que la clandestinidad se reservaba a las ideas políticas, no a las personas que carecieran de un documento, y sus herramientas de cambio social podían ser por igual la impresión de pasquines, acudir a manifestaciones más o menos violentas, o una huega, general a ser posible.

Las primeras huelgas bien documentadas de que tenemos noticia en Occidente las hizo el pueblo romano, cuando eran una república un tanto extraña, regida por una minoría de patricios que pretendían tener a la mayoría de la población, los plebeyos, a su servicio. Éstos, hartos de abusos y tretas políticas, decidieron, en tres ocasiones, los años 494, 449 y 287 antes de Cristo, utilizar un sistema tan simple como efectivo para conseguir sus justas reivindicaciones: abandonar Roma y dejar a los señoritos que pretendían gobernarles, a su aire, alimentándose, si podían, de sus honores, prebendas y privilegios, que demostraron carecer de poder alimenticio alguno. En todas las ocasiones, al poco tiempo, los patricios aceptaron las condiciones del pueblo y acataron algo a lo que no estaban acostumbrados: la voluntad de la mayoría, llegando incluso a tener los plebeyos derecho a veto en el Senado. En las tres ocasiones, es importante no olvidarlo, consiguieron sus objetivos sin derramar una sola gota de sangre.

Muchos siglos después, un tal Gandhi utilizó, con similar eficacia y resultados, un sistema muy parecido para quitarse de encima a otro grupo minoritario de parásitos sociales.

¿Cuántas veces ha de repetirse la historia hasta que aprendamos de ella? ¿Cuál será la razón de que a nuestros hijos les enseñen una historia de la Humanidad aburrida, carente de sentido y donde nunca se muestran, casualmente, las verdaderas ideas geniales de nuestros antepasados? Tal vez no haya nada de casual en todo ello . . .

Escatimando y ocultando esa información, nos transmiten constantemente la idea de que el mundo siempre ha sido así: una sucesión constante de guerras y reyes, batallas y errores repetidos hasta la saciedad, que la injusticia siempre ha formado parte de nuestras sociedades y de que es perder el tiempo intentar mejorarlas. Se crea así una sensación de frustración e impotencia social que nos va calando como un chaparrón de tristeza y hastío. Mientras pensemos así, como esclavos, como esclavos viviremos, tanto en nuestra vida cotidiana personal, como en nuestras relaciones sociales.

Hoy día ya no tenemos la disculpa de que la información se encuentra oculta, lejos de nuestro alcance, hoy, al menos, está ahí, sólo hay que comenzar a buscarla, y no dar por hecho y conocido cuanto ha sucedido a lo largo de siglos y milenios de historia, una historia tan sangrienta como constructiva, pues hasta aqui hemos sobrevivido.

Porque el peor esclavo, conviene no olvidarlo, ha sido siempre, y siempre será, quien ni sospecha que pueda estar bajo el yugo de la esclavitud, y se niega obcecadamente a admitirla como un posible condicionante de su vida y sus actos . . .

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