El telegrama

F.A. Vidal      

     Tardé en reaccionar cuando leí su nombre en la prensa: había caído en una emboscada más de una de las tantas guerrillas financiadas por una multinacional cualquiera en una zona diamantífera de África. Una de esas empresas que justifican sus canalladas y su codicia con el falso pretexto de que gracias a su política disfrutamos de un alto nivel de vida en los países desarrollados.
     Horas después llegaba un telegrama a la sede de la ONG:
     “El doctor Carlos Beltrán ha sido asesinado junto a doce de sus pacientes . . . “

     Hay personas que sin pretenderlo provocan envidia, incluso en aquellos que no solemos padecer tan insana costumbre. Son ese tipo de seres que irradian energía y confianza con su mera presencia. Algunos se consuelan creyéndoles engreídos, pedantes o soberbios, pero en el fondo todos sabemos que no lo son. En el fondo, simplemente, quisiéramos ser como ellos. Son muy pocos, y pocos son los que en su vida llegan a conocer a una de estas personas y menor aun el grupo de los que, sin saber porqué, fuimos señalados por el azar para ser sus amigos.

     Carlos y yo estudiamos medicina juntos, juntos conocimos a nuestras futuras compañeras, juntos nos metimos en política, viviendo la Transición con la intensidad propia de la juventud, creyendo ingenuos que no sólo enterraríamos la dictadura, sino sus cicatrices de odio silenciado e injusticia añeja. El tiempo nos enseñó que a las heridas sólo el tiempo las cura y transforma en cicatrices y que las injusticias sólo cabe transformarlas, mediante la memoria, en una lección indeleble, única forma de que no vuelvan a repetirse. Aprendimos también que no existe una verdad, sino tantas como seres humanos, y que sólo cabe buscar una forma de convivencia en que quepan las ideas de todos poniendo como único límite el bien común.
     Juntos aprendimos, en definitiva, a vivir. . . .

     Tras terminar la carrera no me sorprendió su decisión de marcharse a uno de esos rincones del mundo donde vida y muerte se confunden y que quisiéramos hacer desaparecer o, cuanto menos, olvidar que existen. Sólo sentí un profundo miedo a la soledad, una cierta sensación de orfandad ante su partida. Habíamos hablado de ello muchas veces, sobre la conveniencia o efectividad de elegir un camino tan extremo, sobre si no se podrían salvar más vidas trabajando en una clínica y enviando parte de nuestro sueldo mensualmente, en vez de arriesgar nuestras vidas para salvar, posiblemente, a la mitad de personas, trasladándonos a una zona en guerra.

     “Pero alguien tiene que estar allí para hacer efectiva la ayuda que se reciba desde los países ricos” dijo, con esa demoledora lógica que le caracterizaba.

     No tuve el valor de seguirle y una vez más dio muestra de su nobleza no guardándome el más mínimo rencor por ello e intentando, incluso, darle mayor importancia de la que tenía a mi trabajo recaudando fondos en la sede de la ONG. Me sentí ante él, por primera vez en mi vida, débil y cobarde, muy cobarde.

     Cada mes recibía, con la puntualidad que permitía el servicio de correos de la zona donde se encontrara, una carta. Decía que éramos creadores de universos, porque cada ser humano es un mundo, un universo único e irrepetible y cada vida que salvamos es a su vez el origen de una cadena de vidas, hechos y circunstancias que no podemos ni alcanzar a imaginar. Y en cada carta escribía el número de vidas salvadas en las últimas semanas: 38,52,24,49,35,. . .

     Por no perder la sana costumbre de crear controversia, que a tan largas y fructíferas conversaciones había dado lugar entre nosotros, le señalé en una carta la posibilidad de que hubiéramos salvado, entre esas vidas, la de algún futuro dictador, asesino o genocida. Su respuesta fue simple y lapidaria: “En cada uno de nosotros anidan esos sentimientos enfermizos junto a la solidaridad y la fraternidad: nuestra vida es, ante todo, una consecuencia de lo vivido. Para evitar el peligro del que me hablas deberíamos extinguirnos, y no tendría mucho sentido quitar vida con la pretensión de protegerla . . . “

     Carlos hacía mucho tiempo que no creía en el bien y el mal, decía que tan sólo existen la salud y la enfermedad, que un ser humano mentalmente sano nunca iniciaría una guerra para obtener beneficios económicos, nunca acumularía bienes de los que no podría hacer uso ni aunque viviera quinientos años mientras ve como mueren sus semejantes por carecer de vacunas que cuestan apenas un dólar, sólo un enfermo carente de un mínimo de empatía podría hacerlo.

     Ha muerto, le han matado junto a doce de sus pacientes . . .
     Extrañamente, no tengo la sensación de su muerte como vacío o lejanía, como sentí, hace tres años, la distancia cuando nos separamos.
     No tengo la menor duda de que algún día, tal vez dentro de un par de siglos, su nombre y recuerdo formarán parte de lista de los grandes seres de nuestra especie, cuando se escriba la verdadera crónica de la humanidad, sustituyendo en los libros de historia los nombres de políticos, militares y genocidas por los de nuestros antepasados que hicieron con su esfuerzos y vidas posible cada paso adelante del ser humano.

     Ni ha muerto ni nunca morirá, seguirá eternamente vivo mientras quede un ápice de humanidad entre cualquier ser que pise este planeta. Estoy tan convencido de su supervivencia que olvido, una vez más, las formas sociales, y nadie comprende que sonría mientras entierran su cuerpo, tan sólo su cuerpo.