TormentaF. A. Vidal
Parecía una tormenta de tantas, precedida, como la
mayoría, de los ruidos y detonaciones
propias de un gran aguacero.
Al principio la tierra, sedienta, absorbía el
líquido como una esponja, pero luego, ya saturada,
comenzó la catástrofe. Todos
corríamos desesperados, unos a recoger alimentos y transportarlos a un lugar
seco y seguro, pues sobrevivir a la catástrofe para perecer de hambre
significaría alargar inútilmente la agonía.
Otros tuvieron un comportamiento heroico al intentar rescatar de la maternidad el mayor número posible de recién nacidos. La mayoría no sabía qué hacer, desesperados después de comprobar que era algún tipo de lluvia ácida, pues no era agua lo que esa enorme sombra del cielo arrojaba sobre miles de nosotros. El espectáculo era dantesco: unos suplicaban al Gran Dios, al que creían responsable de cuanto ocurría; otros, con la mirada perdida, esperaban resignados la muerte.
“Dani, apártate de ahí, que te van a picar, y lávate
las manos para comer”
“Voy, mamá”, contestó el niño, mientras observaba como
las últimas gotas de su orina caían sobre el inundado hormiguero.
“Mamá, ¿las hormigas saben nadar . . .?”
“Los cuentos de nunca acabar” - Publicaciones Acuman - 2002