Ya no tenía ninguna duda: la lluvia había
protagonizado los principales momentos de su existencia:
Recordaba días lluviosos en su infancia: el primer día
de escuela; la primera vez que Alicia, con ocho añitos, cogió su mano.
Su primer día de trabajo había sido también un día
lluvioso, y el último.
Su boda, y también el día de su divorcio.
Cuando le ingresaron en el hospital para aquella operación a vida o muerte. Y
cuando le dieron el alta. “Ha vuelto a nacer” . . . Vale.
El nacimiento de su hijo y el día de aquel accidente que dio la vuelta a su
vida.
Ya convencido había comprobado, por curiosidad, qué tiempo había hecho el día de
su nacimiento: lluvioso, claro.
Y hoy tenía que ser, por supuesto, un día lluvioso. Todos se apiñaban en torno
suyo, protagonista de un acto en el que, desde luego, hubiera preferido
cualquier otro papel.
No recordaba conocer a tanta gente.
Las flores iban cayendo, empapadas, sobre la caja. Porque hoy, el día de su
última ceremonia social, también era un día lluvioso que hacía imposible
reconocer las lágrimas.
El enterrador amontonaba barro, que no tierra, sobre su ataúd.
Y llovía, llovía mucho . . .