Un hombre poco corriente

F. A. Vidal

     Creía ser un hombre poco corriente porque creía, ingenuo, que él no mordería nunca el anzuelo.
     Creía que nunca acabaría trabajando en una oficina gris y aburrida, pero entró a los dieciocho
     años en un banco y ahí siguió hasta la jubilación.
     A los veinte estaba convencido de que nunca se casaría por la iglesia, pero a los veintisiete
      caminaba hacia el altar con esa música mezcla de marcha fúnebre y marcha militar que suena
     en las bodas.
     Es que hemos madurado, se justificaba.
     No soportaba a su vecino, le odió durante más de treinta años, pero el día que se compró un coche mejor que el suyo empezó a envidiarle y admirarle a partes iguales.
     Al final, hasta su entierro fue corriente: incinerado que es más barato..
     Eso sí, su esposa, en uno de los pocos actos altruistas de su vida, la de ella, donó todos sus órganos, los de él.
     ¿Quién podría decir ahora que había sido una vida inútil? Bueno, la vida sí, pero la muerte . . .
     Al final resultó que en lo único que fue un sujeto poco corriente fue en creer ingenuamente durante toda su vida que él era un hombre poco corriente, especial.
     Esas son las vidas más patéticas, las de quienes creen que nunca pasarán por el aro, que nunca morderán el anzuelo.
     Personalmente me curo en salud: colecciono anzuelos desde mi más temprana juventud y los guardo al lado de mi otra gran colección, la de cicatrices.