MI VECINO/A FAVORITO/A

Cuando uno se traslada a una nueva vivienda, sabe que entre los vecinos por descubrir se puede encontrar de todo: bebés llorando desconsoladamente, parejas mal avenidas, melómanos sordos, o una dulce y apacible pareja de ancianos . . . pero la vida siempre nos sorprende. Haciendo memoria, creo que el vecino más extravagante que he tenido fué en Aranjuez, cuando me trasladé a vivir allí con mis hijos aún pequeños, siendo todavía un bebé el menor. Todo fué como subir y bajar de una montaña rusa: primero me dijo: “Soy gallego”, “Yo también”, respondí, “Soy maestro”, “Yo también, encantado de conocerle . . .” Pero luego llegaron las cuestas abajo y, con ellas, las decepciones: “Me he tenido que jubilar anticipadamente, sabe usted, porque no soporto a los niños”. “¿Es usted maestro y no soporta a los niños . . .?”, pregunté asombrado. “No, no les soporto, no soporto el ruido”. “Ah, entonces es el ruido, no los niños, lo que no soporta”. “No, lo que no soporto son los niños porque hacen ruido, me alegro ya que los suyos parecen tranquilos y bien educados . . . Menos mal que somos gente de orden”. “¿Gentes de orden? ¿Se refiere a esa expresión usada durante la dictadura para definir a quienes eran fieles a los golpistas . . .?” “Me refiero a quienes comulgan con los principios del Caudillo y del glorioso Movimiento Nacional que . . . “

“Espere, espere, . . . creo que después de encontrar algunos puntos comunes, ya hemos encontrado un pequeño detalle discordante: a usted no le gusta el ruido de los niños, y a mi no me gusta el ruido que hacen las personas integristas, de cualquier religión o ideología, cuando proclaman que tienen derecho a matar a quien no piense como ellos”. “En su orden no caben los niños y en el mío no caben quienes les excluyen, así que mantengamos una respetuosa distancia, que su forma de vivir cabe en la mía, mientras no la imponga, y la mía cabrá en la suya, al menos hasta que monten otro golpe de estado y otra dictadura.”

El hombre me miró consternado, y, para su desgracia y vergüenza, su cara se puso tan roja como la bandera de la entonces recién desaparecida Unión Soviética, se metió en su casa, y desde entonces unos respetuosos saludos de rigor pasaron a demostrar que sí es posible convivir con quien nada tiene que ver con nuestra forma de pensar, sólo es necesario aceptar un acuerdo de mínimos, un respeto indispensable para que dejemos de matarnos o hacernos daño por las diferencias de pensamiento, que siempre, por suerte, las habrá.

Así empezó y terminó mi extraña relación con el extraño maestro que no soportaba a los niños, y como sigo teniendo cada año vecinos nuevos, estoy pendiente de encontrar al más extraño que mi mente pueda concebir: un compositor sordo, un carnicero vegetariano, un pintor ciego, un político honrado o, más difícil todavía, un banquero altruista.

Nekovidal 2010 – nekovidal@arteslibres.net