Lucio no era un hombre joven, ni viejo, digamos que tenía esa edad en que los años transcurren más aprisa de lo que quisiéramos. Su aspecto físico no era muy agraciado. Su prominente nariz siempre parecía estar oliendo mal y dos combos pliegues horadaban su piel desde la boca delimitando unos decaídos mofletes de piel macilenta y arrugada. Los ojos hundidos bajo las amoratadas bolsas de los párpados, le caían hacia abajo como si su ánimo los hubiera vencido, aunque desde el fondo le brillaban nítidas las pupilas, como perlas negras sumergidas. Siempre vestía de obscuro, negros grisáceos y grises marengos, aunque de vez en vez, quizá cuando la jornada le amanecía con el pie derecho, se colocaba su camisa preferida de un luminoso azul marino... Había nacido en una ciudad del interior, en un barrio industrial y en una familia modesta, aunque llevaba muchos años en la costa limpiando cristales de las tiendas del centro por unas pocas monedas, digamos que las suficientes para enmendar su frugal existencia...
Las pasiones de Lucio eran: la filosofía, el alcohol, la literatura, y la pintura, por este orden; alguna mujer hubiera encabezado la lista, pero las responsabilidades siempre lo habían abrumado y el fragor de la juventud ya se le estaba consumiendo; ahora sólo mantenía algunos rescoldos que solía conservar bajo las cenizas de alguna cenicienta inmigrada cuando las cristaleras de algún centro comercial le daban para ello. Habitaba solo en una casa del barrio alto de la ciudad, enjalbegada por fuera y húmeda y pequeña por dentro; los restos de una gran muralla romana la deslindaban por detrás y una recoleta plaza se extendía ante la puerta de entrada, a donde también daba su única ventana.
Lucio llevaba una vida digamos que programada. Se despertaba antes del alba y bajo la sibilina luz del amanecer, una luz que parece alumbrar a las cosas desde dentro --también a las personas--, daba un largo paseo por la ciudad y por la playa; en media hora ya regresaba y muchas veces lo hacía provisto de algún objeto perdido por alguien durante la noche: unas gafas de sol, un mechero, algún paquete de tabaco y si había mucha, mucha suerte, cualquier reloj o una cadenilla de oro. Más tarde agarraba su cubo y sus arreos de limpieza e iniciaba su recorrido fijo por las tiendas ya convenidas y luego procuraba siempre captar algún nuevo cliente. A eso de las dos almorzaba en la pensión de un amigo, que no por su amistad no le cobraba y por la tarde proseguía con su trabajo, vidriera tras vidriera, limpiando los cristales con tal esmero que dejaba reluciente hasta el diáfano reflejo de su semblante. Al cabo, ya entre dos luces, tomaba un tanto cansado el camino de regreso a casa. Dos veces en semana, terminaba un poco antes su faena e iba al supermercado para adquirir sus pocas provisiones; mercaba algún embutido, latas de conservas, la botella de Dyc cuando faltaba y unas litronas de cerveza, amén del necesario papel higiénico y los artículos de limpieza...
Pero un lunes Lucio, al levantarse, puso su pie derecho en el suelo, se vistió con su vistosa camisa azul marina, dio su largo paseo, más prolongado que de costumbre, hizo su trabajo, aunque no se molestó en buscar nuevos clientes y, llegado el mediodía, no acudió a almorzar, como solía, a la pensión de su amigo, sino que fue directamente al supermercado... Una vez en la tienda, deambuló caviloso por los pasillos, receloso de la gente, hasta que llegó a las estanterías de alimentos para animales y, tras ojear los artículos con detenimiento, cogió buen puñado de latas de comida y patés para gatos; seguidamente, en la pescadería, cuando hubo acabado el último cliente, pidió que le rebuscaran, para llevarse, algún pescado de desecho... La cajera, que lo conocía como cliente asiduo, lo miró a él y a su compra extrañada, pero no hizo ningún comentario, pensó que seguramente le habría dado por los gatos y que estaría alimentando a todos los mininos del barrio.
Así transcurrieron varios días, entre la animosidad del pescadero y el asombro de la cajera, días donde ya no parecía esmerarse tanto en su trabajo y en los que seguía sin ir por la pensión de su amigo. Éste, llegó a pensar, no sin remordimiento, que tal vez el poco dinero que le cobraba por los almuerzos era ya excesivo para su sufrida economía y por eso había dejado de ir; ya tenía decidido acudir en su busca para saber de veras qué le pasaba y ofrecerle, en cualquier caso, su mesa y su plato desinteresadamente. En estos días de cambio a Lucio se le notaba más huraño, más taciturno si cabe y aún más independiente... Tanto que cuando su amigo de la pensión fue a verlo a casa preocupado no lo recibió, ni mucho menos, con su mejor hospitalidad; se mostró distante, y aquella mutua confianza de amigos de tantos años, iba a quedar malograda, tan fría como la mar en pleno mes de enero...
Al martes siguiente, Lucio volvió a apoyar su pie derecho al levantarse, pero esta vez no se colocó la camisa azul marina, sino un jersey marrón que le regalaron hacía años los de Cáritas, aunque nunca, hasta ahora, se lo había puesto; el saquito olía bastante a humedad, pero qué le importaba... Ese día se notó más cansado que de costumbre, con pocas ganas de salir a pasear y muchas menos de agarrar el caldero y los archenes de limpieza y recorrer tienda tras tienda, dale que te pego con el limpiacristales, viendo su ajado rostro sin intermisión reflejado, un espectro que por más que limpiaba no desaparecía, sino que, por contra, se hacía aún más nítido... Ese día prefirió salir a la pequeña plazoleta que había frente a su casa y sentarse a la sobra del tranco con un libro en la mano, los Pensamientos de Pascal, que lo dejó dormido pasadas las dos primeras páginas...
Tras la siesta, se encaminó, cubo en mano, hasta el centro comercial de la ciudad donde alistó algunos escaparates, los que le parecieron más urgentes. Luego, pasadas las dos de la tarde se condujo hasta el súper con el paso cansino, la mirada sumisa y una respiración forzada y anduvo desajeno por los pasillos del establecimiento hasta llegar al expositor de alimentos de animales... Agarró varias bolsas de galletas y unas latas de carnes y patés para perros; y, en seguida, con los oídos atentos al menor ruido y encogiendo su nariz, como si aguzara el olfato, fue hasta el mostrador de la carnicería y aprovechando que no había ningún cliente le pidió al carnicero que le hiciera una rebusca de pitracos... La cajera, al ver su nueva compra, se quedó aún más anonadada y pensó que algo no iba bien.
Pasaron unos días y Lucio se sentía cada vez más vago y veleidoso; había veces, incluso, que se descubría gañendo de ira o hipando de alegría sin venir a cuento... Perdió, por la dejadez en el trabajo, algunas de las tiendas que hacía años que limpiaba, aunque esto poco parecía importarle; ahora, sentado en cualquier portal del pueblo, royendo un buen hueso de jamón ante la mirada de asombro y asco de los viandantes, parecía ser feliz; a pesar, incluso, de que con tan cutre espectáculo iba a perder, de seguro, el resto de sus clientes.
De esta suerte las cosas, el miércoles siguiente no se levantó de la cama hasta el mediodía, y una vez incorporado echó la persiana, se apoltronó en su mecedora y no quiso salir a la calle. La radiante luz meridional, el sol poderoso del sur, le hacía un daño incomprensible. Sufría una angustiosa sensación: le parecía como si su piel estuviera hecha de una extraña cera parda, que pudiera derretirse con la luz y el calor, dejando al descubierto un compendio sanguinolento de venas, tendones, huesos y músculos desnudos. Sólo se atrevió a salir al atardecer, cuando el astro rey abdicaba ante la reina de la noche, justo a la hora en que solía ir al supermercado... Y así lo hizo, llegó al establecimiento pálido y demacrado, sin hablar con nadie y emitiendo tan sólo unos extraños y callados rechines... Volvió a pararse ante los stands de animales y, con la vista perdida, se proveyó de cuantos paquetes de piensos y pitanzas para roedores logró abarcar, luego pasó de largo ante los mostradores del pescado y de la carne, no sin mirar con cierta avidez a las pocas moscas que volitaban aturdidas por el insecticida, y, por último, frente a la atónita mirada de la cajera, que no daba crédito ante su nueva compra, se descubría abriéndose la negra camisa y aleteando los faldones como si de las alas de un murciélago se trataran.
De esta manera le transcurrieron otras jornadas, encerrado durante todo el día, royendo y bebiendo de la última botella de segoviano; y, después, por la noche, deambulaba por las calles como un abanto, entre las luces amarillentas de las farolas y las alargadas sombras de las esquinas...
El jueves siguiente se levantó con la piel llena de escamas blancas que desaparecían al restregarse con la mano, pero que al rato le volvían a salir. Fue al espejo y miró su rostro: se percibió irreconocible; sus ojos semejaban haber salido del pozo de sus cuencas, su nariz parecía haber desaparecido y por su boca, que se había quedado sin labios y con unos dientes finísimos, ya no salía ningún sonido. Pero Lucio, o lo que quedaba de él, no se alarmó; se vistió con su camisa azul marino y fue presto al supermercado. Llegó casi ahogado y con la premura de quien tuviera el tiempo en su contra, en su estantería favorita cargó con casi todos los botes de alimentos para peces y, tras pagar, salió de la tienda sin mirar siquiera a la cajera...
Y llegó el viernes de la semana siguiente y el sábado de la otra y Lucio no volvió a aparecer por el supermercado, ni por ningún otro lugar del pueblo... La cajera, más intrigada que preocupada, llamó a la Policía Local y les contó, a grandes rasgos, la evolución de las excéntricas compras de Lucio, trasladándoles su inquietud por no haberlo visto en semanas... Los policías, acompañados de la cajera, el amigo de la pensión, un cerrajero y una asistenta social recién contratada, decidieron ir hasta la casa de Lucio. Encontraron cerradas a cal y canto, tanto la puerta como la única ventana, y los guardias golpearon en la madera con insistencia (y hasta con la porra), pero no hubo contestación. Dieron pues orden al cerrajero para que forzara la cerradura y, en unos minutos, la puerta de entrada a la humilde y reducida morada de Lucio, lograba abrirse... Entraron todos al comedor que estaba vacío y descubrieron que la puerta del aseo se hallaba entornada; el policía más decidido la abrió de par en par y, cuando todos se asomaron a mirar, resonaron en la habitación: dos gritos, un ¡vaya por dios! y dos amargas lamentaciones...
Lucio, rodeado de un gran número de botes vacíos, yacía ahogado bajo las turbias aguas de su bañera, en las que flotaban, como balsas, densas tortas de alimento para peces
Una pequeña nota yacía empapada en mitad del suelo. El amigo de Lucio la recogió y leyó esto para sí: “El secreto de la vida está en la muerte”.