Amaneció lloviendo en el pequeño pueblo de la costa. Un lugar tranquilo y con suerte, su cálido refugio huyendo de los crudos inviernos del norte. Con las primeras luces brillando en los charcos donde estallaban las pompas que barruntaban una lluvia intensa, salió de su portal dejando los cartones de su lecho a un lado y tomó la acera adelante desfilando como un sonámbulo madrugador, moviendo sus dos brazos rectos hacia el frente y hacia abajo como soldado de juguete estropeado, como si aventase la lluvia con sus manos amoratadas. Era su manera de recibir las aguas en su ya larga vida a la intemperie. Luego tomó el camino de la panadería y con un bollo regalado en el bolsillo, la cuesta hacia la carretera general. Nadie sabía su nombre, muy pocos su historia.
Ese día la casualidad hizo que alguien que lo conocía se topara con su rastro por la carretera y que al verlo hiciera un alto en su camino. Era al parecer un tipo de su barrio que sabía de su vida y su pasado. Vio que volvía a internarse en el pueblo, como bumerán mojado, y rodó tras él hasta la misma playa. Lo llamó por su nombre, pero no le hizo caso hasta que se le plantó por delante. Miró a la sazón su indumentaria, deleznable, se detuvo en su calzado, si es que se podía llamar así, y lo atrajo para que lo siguiera hasta la primera zapatería que encontraron. Allí le probó las mejores zapatillas que encontró dejándolas pagadas.
En ese momento saliendo juntos del establecimiento fue cuando me los encontré. El forastero parecía tener prisa en seguir con su camino, pero antes de marchar quiso darle a su paisano el indigente un billete de 50. Viendo yo aquel gesto sincero de filantropía, le aconsejé sin embargo que no lo hiciera, pues aquel desheredado solía romper los billetes en pedacitos tan pequeños como podía, totalmente inservibles. Era quizá su forma de despreciar el dinero y la vida que gira a su albedrío.
Una mujer que pasaba quiso saber quién era aquel hombre menudo y sonriente que ya llevaba algunos años invernando en el pueblo. El forastero tan sólo dijo que era un viejo conocido de su barrio de Sevilla. La melancolía de aquel día de lluvia me avivó la empatía y antes de que subiera al coche me acerqué a él e insistí en la pregunta.
–¿Entonces Usted lo conocía bien? ¿Tendrá familia?
–Ese hombre no tiene a nadie. Es una larga historia.
–¿Tiene usted prisa? Ya que está aquí, ¿le apetece un café?
–No ando muy sobrado de tiempo, pero acepto la invitación.
Entramos en el bar de la Acera donde sólo había dos hombres en silencio apurando su copa y la mujer del patrón que sacaba las macetas a la calle para que les lloviera. Allí, bajo en ruido del molinillo y el aroma del café recién servido inició por iniciativa propia el desglose de su relato.
–Ahí donde lo ve usted, ese hombre es medico. Sí, como lo oye, todo un doctor. Uno de los mejores de su promoción. Pero la fatalidad irrumpe a veces en las vidas más felices y ordenadas. Plaza en el hospital universitario; ascenso por su pulso al cuadro de cirujanos; casamiento con la chica de sus sueños; un primer hijo que como todos los primeros hijos colmaba su vida y su matrimonio de propósitos y alegría. Esos son realmente los pocos momentos de felicidad en la vida de un hombre, ¿no cree?
–Sí, sí, por supuesto. Lo confirmo plenamente. Yo también tengo dos niños, un chico y una chica.
–Sin embargo, desgraciadamente, de ahí surgió su desdicha. El niño enfermó de repente a los 2 años. Dicen que había nacido con no sé qué problema cardíaco, el caso fue que había que operarlo a corazón abierto, a vida o muerte, era la única manera de salvarlo, una operación compleja, culminada con éxito en algunos hospitales de EE.UU., pero novedosa en la medicina española de aquel tiempo; una cirugía avanzada para la que contaban con la tecnología, el instrumental y hasta la preparación, ya que por entonces se habían impartido unas jornadas en Barcelona dirigidas por un eminente doctor norteamericano; un master al que casualmente había asistido nuestro amigo unos meses antes de la enfermedad de su hijo. ¿Usted cree en las casualidades?
–No sabría contestar. Yo creo que todas las cosas tienen su porqué, su razón de ser, aunque aparezcan de pronto y no concibamos al momento el mensaje que encierran.
–Yo creo en el destino, y el destino de este hombre lo llevaba derechito a la sala de operaciones, al máximo compromiso con el paciente, a una amarga disyuntiva: la de dejar en manos de otro cirujano a su propio hijo enfermo o enfrentar él mismo la operación con la cabeza y el temple fríos. Fatídico dilema este de operar a su propio hijo o ponerlo en manos de otro. Dicen que sus compañeros trataron por todos los medios de disuadirlo, alegaban que no podía acarrear con esa responsabilidad, y que la normas del hospital prohibían ese particular dada la carga emocional –y sus consecuencias– entre paciente y cirujano, unas normas que no obstante podían excusarse y se excusaron. Yo pienso que en el fondo de sus almas y puestos en su lugar sus colegas hubieran hecho lo mismo. Esa responsabilidad tiene que recaer en el padre y mayormente si éste está considerado como el mejor de los especialistas.
–¿Entonces lo operó?
–Sí, lo más rápido que se pudo, cuando todo estuvo preparado, además creo fue un día de lluvia como hoy. Lo operó poniendo todo su conocimiento y esmero bajo las luces de aquel quirófano; un arduo trabajo que duró varias horas, y en el que se superaron grandes problemas.
–¿Salió entonces bien?
–Qué más hubiera querido. La anomalía que presentaba el niño era de las más graves, y aunque salió del trance con las constantes equilibradas, unas horas después, ya en la UCI, se complicaron las cosas y su pequeño corazón de 2 años se paró de golpe ante la impotencia de todos.
–¡Menuda tragedia!
–Imagínese como se quedó aquel padre cirujano... Y el resto ya puede figurárselo. La vida de este hombre perdió su sentido, estuvo varios meses de baja, disminuyó por completo su interés por el trabajo; pronto se rompió su relación sentimental cayendo en una depresión de la que no quiso medicarse. Y un día, parecía estar anunciado, desapareció de la vista de todos. Los primeros años decían que lo habían visto por la costa de Huelva, o por las carreteras de Extremadura, o por no se dónde. Cuando murió su padre y al poco su madre ya nadie se interesó por él, así que le perdieren la pista para siempre. Alguien me contó hace poco que lo habían enguipado por estas costas de Málaga y Granada. Y hoy al verlo quise parar para comprarle un par de zapatillas y darle algo de dinero.
–Ya sabe lo que hace lo con los billetes, los destroza en mil cachitos; sólo admite monedas, esa es la fracción que ve interesante del invento del dinero.
–Tal vez no quiera artificios ni ataduras.
–Parece haber repudiado los valores mundanos.
–Mucho me temo que ese hombre murió con su hijo. Y su agonía dura ya más de veinte años...
–¿Cómo dices que se llama?
–Se llamaba Luis. Ahora no responde a ese nombre.
Salimos del bar y mi interlocutor fue de nuevo al encuentro de su conocido el vagabundo, que continuaba agitando sus brazos a la par, de arriba abajo, como un soldado estropeado.
–Toma –le dijo–. Y le entregó varias monedas de euro.
–¡Gracias paisano! –replicó el pobre por la comisura de sus labios pálidos y agrietados. Guardó maquinalmente las monedas en su abrigo empapado y continuó con su ejercicio, como si espantara las nubes negras de aquel trágico día, como si borrara de su conciencia la maldición de su destino.