Suspiros de silicio

Fco. Javier Martín Franco

     Son las 8,45 de la noche y ya comienza el enganche masivo en la Red. Una inmensa telaraña electrónica y etérea se extiende por las grandes ciudades y hasta en los rincones más recónditos del planeta; es un tránsito exacerbado de apetitos y emociones donde cada cual es un personaje dotado de broquel cibernético, que suelta sus reclamos y frustraciones en líricos o mordaces mensajes bajo la droga del fosforito del plasma.

    Elena es una de estas navegantes. Tiene un ordenador muy potente, una línea de alta velocidad y un ramo de rosas rojas de terciopelo junto la pantalla. En una de tantas incursiones a su chat preferido ha contactado con un hombre interesante. Es decir, de esos que se hacen el suicida nostálgico a altas horas de la madrugada o bajan hasta el averno con un poema entre los dientes dando aullidos como un chacal malherido.

    Una vez producida la afinidad entre ambos cibernautas el siguiente paso consiste en salir del corral para establecer un chateo privado. Se afilan allí las teclas del ordenador con cuestiones personales que tratan de impresionar al otro, subiendo el morbo hasta llegar a los gigabites justos, sin caer en la fatuidad para no acabar dentro del icono de la papelera. 

    Elena y su maromo de la red pasaron con éxito este trance. Y dos horas después del contacto particular ya estaban preparados para desnudarse. Un cibernauta sólo tiene rostro si esto sucede; y aquel tórtolo instaló su ojo digital para dejarse ver en la pantalla.

–Ahora yo quiero verte a ti.

–Me verás, pero hoy no.

–¿Qué pasa? ¿Puedo mostrarme tal como soy y tú no? Entiendo, he perdido la perspectiva, y quizá me haya precipitado. Mi pasado está lleno de malos rollos y, ahora, sólo busco un poco de comprensión... Ya sabes lo que te dije antes. Paso muchísimo de un físico bonito; para eso me iría a cualquier discoteca donde abundan las guapitas sin cerebro. Para mí lo más importante es el feeling, ser compatible con la otra persona; si hay compatibilidad no importan los periféricos.

–¡Joder! Ni que fuéramos ordenadores.

–No me has entendido.

–Sí te he entendido. Pero ese no es el problema. Ahora mismo estás hablando con una mujer a medias. La completa necesita más tiempo para madurar y que puedas conocerla en su plenitud. Ah, y me gustan tus ojos.

Cuando Elena se desenganchó de aquel hombre pegado a su ordenador eran más de las cuatro de madrugada.

Ella se sentía una mujer abandonada. De niña supo que su padre era un chófer de Málaga cuando iba a hacer la primera comunión y le entregaron una cocinita estupenda, con olla a presión y todo. Era el regalo de su progenitor. Su madre trabajaba fuera casi todo el día y el desamparo fue creciendo en aquella niña que pronto se hizo mujer. Entonces un peón de albañil animoso, de cabellos largos y bíceps entre morenos y emblanquiñaos, la subió a su andamio de promesas casándose con ella; pero cinco años después la dejó caer con un niño rubio y un piso sin pagar. Aquel marido había descendido en esa vertiente de la modernidad que se despacha en los parques y callejones, donde se buscan las endorfinas perdidas del alma. Se había metido hasta cemento pulido en las venas mientras arrojaba su vida al tigre del bareto y tiraba de la cisterna en un viaje muy calmoso por los lodos del infierno. De todo aquello Elena se restableció con lágrimas y sudores, ayudando a ello el título de viuda y una paga muy pequeña que le daban una seguridad que jamás tuvo, mitigando un poco su sensación perenne de orfandad. Ahora volvía a sentir el aldabonazo del abandono; su hijo se largaba de casa para trabajar en un restaurante de la Costa Brava con su diploma de Turismo en la maleta.

Ella siempre había sentido una azarosa atracción por los hombres temerarios. Esos que terminan jugando a la ruleta rusa con sus vidas con la misma facilidad que otros suscriben un seguro completo. Por eso aquel náufrago del ciberespacio la cautivó tanto. Por ello aquel día salió de la cocina del hotel en que trabajaba pensando en llegar cuanto antes a casa, darse una ducha y encerrarse delante del ordenador para contactar con su hombre, decidida a ensamblar la micro cámara y mostrar su rostro desnudo. Estaba dispuesta a todo.

Se puso la falda de tubo y la camisa blanca de agujeritos y bordados, se pintó un poco los labios y perfiló sus ojos realzando las pestañas. Acabó de acicalarse a más de las diez y se acomodó frente a la pantalla. No era aquel el primer contacto completo al que se lanzaba, aunque un extraño nerviosismo en la boca del estómago lo hacía asaz peculiar, como si fuese la primera vez. Se metió en Internet y visitó su página de correo electrónico, allí tenía ya decenas de mensajes de su hombre. El último eran los versos de una oda satírica de Horacio.

Es propio de infortunadas no darse alegremente al amor

ni mitigar las penas con dulce vino

o desanimarse temiendo los azotes de la lengua

de un tío gruñón...

–El gruñón soy yo. ¿Dónde te has metido?

–No pensaba que mi ausencia te iba a impacientar tanto.

Entablaron un diálogo constante y ameno mientras avanzaba la noche, lleno de vivencias y anécdotas sacadas del cajón de la memoria, pero barnizadas con la fantasía de lo deseado. Sobre las doce, aquel Ulises, a través del Polifemo de su equipo, dejó ver sus ojeras de hombre duro, sus entradas de cuarentón y su sonrisa de joven rebelde. La dama conectó también su cámara y la magia navegó por los alambres a miles de kilómetros, extasiando la retina y el microprocesador de aquel nauta solitario.

–¡Qué guapa eres!

–No digas tonterías.

La pareja permaneció toda la noche revoloteando en torno a la máquina como dos mariposas de invierno, hasta que les amaneció a ambos en sus respectivas ciudades. Así transcurrieron varias veladas muy intensas, libando de aquella sazón con perfume de silicio recalentado, cada vez más despojados –sobretodo ella– de recatos y de ropa. Una noche calurosa se intercambiaron incluso el número del móvil, como la prueba más evidente de intimidad.

Aquella madrugada misma, una luna plena y ensangrentada quiso ser testigo común detrás de la ventana de las dos celdas, ubicadas en extremos muy distantes de la península ibérica. Un amor cibernético dilató los párpados de los enamorados y hasta la fría óptica del ojo de la microcámara, que no se perdía ni el más mínimo detalle. Las tiernas y atrevidas sugerencias rodaron siendo satisfechas con talento teatral por los amantes que se exhibían entre mensajes picantes.

De este modo, las fantasías interactivas caldearon la frialdad de la máquina y, a la hora en que los hombres lobo sufren su metamorfosis, hicieron ardientemente el amor. Una vibrante llamada de móvil penetró en las entrañas de Elena, en busca de un orgasmo al unísono, aunque distanciado por un tendido de mil kilómetros de cable. En la cresta de aquella ola, con la vista arrebatada y fija en su lobo erecto de la pantalla, una negrura se abatió de pronto sobre su cuarto, dejando todo a oscuras.

Se había ido la luz y aquel apagón la dejó sola con un juguete temblando en su sexo y la comisura llena de saliva dulce, fluido de un éxtasis que se quedó vagando para siempre por aquel espacio, dentro de una sopa muy heterogénea de códigos binarios.

Se sintió ridícula. Arrojó el móvil contra el suelo reventándolo en varios fragmentos y unas lágrimas tintadas de lápiz recorrieron sus mejillas blancas de soledad.

Al día siguiente, cuando eran las 8,45, volvió a engancharse en su chat preferido. Entonces el icono de mensaje de un navegante solitario llamado Ulises, le hizo esbozar una suave sonrisa de complicidad. Elena volvía a conjurar su soledad en medio de un bálsamo de chips recalentados y rosas de terciopelo...