Textos tertulia TELEES - Año I

Una alegría compartida es una doble alegría; un disgusto compartido es medio disgusto. (Jacques Deval)

Todos los miércoles, a partir de las ocho y media quedamos para leer escritos propios o de otros, esos textos que nos apetece mostrar, esos libros que nos han tocado el alma y que queremos compartir.

La lectura no es erudición, la lectura es otra forma de animar la conversación, porque la conversación es la base de la cultura, y la cultura es la base de la convivencia.
 

(LOS TITULOS DE LOS TEMAS SOBRE LOS QUE ESCRIBIR PARA LA SIGUIENTE TERTULIA SE ELIGEN AL AZAR PREGUNTANDO A CUALQUIER ASISTENTE, GENERALMENTE UN RECIÉN LLEGADO, QUÉ TITULO O TEMA PROPONE: SUS PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS SE CONSIDERAN EL TEMA EN SI MISMO, DE AHÍ LO CURIOSO DE ALGUNOS DE ELLOS)


 

 

Inmigración

Francisco Javier Martín Franco

 

Medidas contra el “problema” de la inmigración en España anunciadas por el candidato R: Obligar por contrato a los trabajadores inmigrares a aprender la lengua y costumbres de los españoles.

¿La lengua de los españoles? Habrá para ello que concertar con las academias y escuelas de idiomas cursillos acelerados; después de la jornada laboral no viene nada mal un rato de estudio; luego habría que examinarlos y algunos llevarían calabazas a casa, que fritas con chorizo, son un alimento rico y nutritivo. Una pregunta: ¿los inmigrantes de Cataluña, de Galicia, del País Vasco, aprenderían el catalán, el gallego, el euskera, que son las lenguas que se usan cotidianamente en los lugares en que ellos trabajan? ¿O se examinarían sólo de español o castellano: español básico para inmigrantes? Otra duda. ¿Es esta norma sólo entran los subsaharianos y magrebíes pobres? ¿O habría que instruir en el idioma de Cervantes a los cientos de miles de británicos, germanos, nórdicos, galos, etc… que pueblan con sus urbanizaciones aisladas las costas españolas, y de quienes una nutrida mayoría no habla ni papa español, ni falta que le hace? ¿Y los árabes ricos? ¿Y los rusos millonarios? ¡Ah! Me olvidaba de los chinos.

Del tema de las costumbres de los españoles, primero habría que tener claro cuáles son las costumbres de los españoles. En la lista habría que incluir únicamente las buenas, por supuesto, y se tendrían que homogenizar para todo el territorio del estado, ya que existen costumbres vascas que los canarios verían extrañas, y usos andaluces que los gallegos no practicarían. Tal vez se refieran a los usos y costumbres de aquel españolito en blanco y negro que ahora reponen por la tele, ¡me cago en la leche, Merche!, de la caña o el vino en el bar de la esquina, la partida con los amigos, el cafetito en casa de las comadres, el partido del domingo… pero antes el sábado sabadete... y las otras corridas en feria, al sol o la sombra, antes de acabar en la verbena bailando pasodobles.

Supongo que en esa lista de las costumbres de los españoles aparecerán también las que hacen linde con la tradición. Qué mejor tradición que los churros calentitos por la mañana, el tapeo, el almuerzo a las tres, la paella de los domingos, la siesta, el bacalao con tomate en semana santa antes de cargar con el santo, la misa de las 12 y la caña de las 13, el veraneo donde se pueda pero estrenando sombrilla y hamacas, las campanadas de difunto, las uvas de la suerte en noche vieja, el atracón de navidad, los reyes “majos”, san Valentín de la bisuta, la corbata y el perfume, el día del padre, de la madre, del hijo, del espíritu santo y del carnaval, los niñ@s de comunión, el velo en la cabeza de algunas mujeres consagradas al convento… se podría seguir. Supongo que el contrato incluirá un plus de dedicación e incentivos en productividad patriótica.

Los que asesoran y esgrimen las estrategias políticas de la derecha (los tanks opinion de la FAES), lo saben muy bien, usan el ardid populista para rebañar votos, y se valen del miedo subyacente en la mente de algunos peatones, gente llana que tiende a ver en esta crecida de la inmigración un problema, una invasión que puede ponerles en peligro, cuando no son más que currantes como ellos, la mano de obra que el país demanda para seguir creciendo. Otro gallo cantaría si el colectivo inmigrante votara.

Nosotros los españoles somos, precisamente, un pueblo de tradición emigrante. Hubimos de buscarnos la vida más allá de la frontera que el franquismo nos abría para quitarnos las hambres. Con mucha costumbre y tradición llenamos de esperanzas nuestras maletas de cartón y comenzamos a ocupar los puestos de trabajo que los alemanes, franceses, suizos, daneses… y habitantes de tantos otros países no querían. Allí donde hacía falta y llegaban los trenes y autobuses, allí había un andaluz o un gallego por ejemplo, buscando curro. Este sentimiento de desarraigo hecho memoria que aún subyace en el español, puede que coloque las cosas en su sitio, pese a todo, y haga de la inmigración en España a día de hoy un buen activo, un asunto de convivencia, y no un problema de contratos

Quiero ser optimista. Quiero ver la esperanza en las escuelas públicas y concertadas (siempre que no creen guetos de centros sólo para inmigrantes). Todas las razas, todas las nacionalidades juntas, bajo la costumbre de ir a la escuela, recibir una educación y tratar de convivir en armonía en este país; una tierra hecha con tantas culturas, que es, y no puede ser otra cosa (como tantos países occidentales), metáfora de todo el planeta, de la humanidad entera.

 

 

 

 

Clérigos y Actores

 

Por Fco. Javier Martín Franco

 

No es nada raro que un actor proclame en público la disolución de la conferencia episcopal española. Surge de un enfrentamiento que viene desde lejos y yo diría que se produce entre colegas del gremio. Los curas son estupendos actores, de hecho el teatro español tiene sus antecedentes en los autos sacramentales. Ellos representan en los escenarios de altares y púlpitos, el rito teatral más viejo de la historia de la humanidad: la concreción en la magia palabra, los personajes y el atrezo, de una verdad fundamental que arranque del espectador, ya esté hincado de rodillas o comiendo palomitas, un sentimiento de empatía y comunión con todo cuanto percibe.

De aquí surge el ancestral enfrentamiento de estos dos cuerpos de la dramaturgia.  Enfrentamiento que llevó a las hogueras de la Inquisición a no pocos actores y juglares. Los unos disfrazados con túnicas blancas o violetas, con vino de reserva sin etiqueta y sin corcho, con cálices de oro, con hostias consagradas, con perfume de incienso, glorificando el pecado, la culpa, el miedo en definitiva, que reavivan en su cuerpo con sonados golpes de pecho: Mea culpa. Los otros mostrando las pasiones humanas sobre las tablas heredadas de los clásicos, colocando al hombre frente al complejo problema de la existencia, lo suficientemente apartado de las culpas y las certezas, mostrando su gran dilema con un cráneo mondo en una mano y una monja virgen en la otra. Ser o no ser.

No es raro pues que los actores de reparto arremetan contra los de seminario, sobre todo cuando salen de los palacios episcopales para hacerle campaña a sus compromisarios en el partido, una largueza muy popular entre los tonsurados que añoran el poder real perdido por las cosas de la modernidad, maldita Francia, pero que se aferran como lapas al poder de las influencias. Bendito Opus. Es aquí cuando usan todas las artes del teatro que convierten a la saeta de la ficción en verdad de alzacuellos haciendo diana en la doble moral: por ejemplo, recriminan a Zapatero haber intentado el diálogo con ETA y olvidan que ellos fueron los que se encargaron de la intermediación cuando las negociaciones de Arnar; condenan la ley del divorcio express y la de matrimonios homosexuales, pero justifican la pedofilia que prolifera entre sus filas; censuran la asignatura de Educación para la Ciudadanía, porque ven ella el asomo de una moral laica sobre los principios de la democracia, las libertades individuales y de conciencia, de la que temen supondría el despertar de los chavales a una sociedad más libre, compleja, con toda su problemática, pero por la que podrían andar con los ojos abiertos.

Definitivamente, el grito de un actor con un Goya en la mano pidiendo la disolución de la curia, parece el grito de la luz entre las sombras de la quinta del sordo; buscando reconocerse en su pigmento, en su imagen, en su palabra.

Tal vez tendrían que tener menos miedo y más vergüenza, ya que en este mundo cabemos todos y algunas cosas no se contagian. Tal vez debieran huir del poder terrenal, como dicen ellos que huyó Cristo, para centrarse en el poder individual del corazón, de la voluntad, que mueve mahomas y montañas, la constancia de amarse a uno mismo para amar al prójimo. La libertad de elegir y votarle al que le venga en gana.

 

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***********************************************************************************OTROS TEXTOS:

 

EL SECRETO DE LA VIDA…

 

Francisco Javier Martín Franco

 

Lucio no era un hombre joven, ni viejo, digamos que tenía esa edad en que los años transcurren más aprisa de lo que quisiéramos. Su aspecto físico no era muy agraciado. Su prominente nariz siempre parecía estar oliendo mal y dos combos pliegues horadaban su piel desde la boca delimitando unos decaídos mofletes de piel macilenta y arrugada. Los ojos hundidos bajo las amoratadas bolsas de los párpados, le caían hacia abajo como si su ánimo los hubiera vencido, aunque desde el fondo le brillaban nítidas las pupilas, como perlas negras sumergidas. Siempre vestía de obscuro, negros grisáceos y grises marengos, aunque de vez en vez, quizá cuando la jornada le amanecía con el pie derecho, se colocaba su camisa preferida de un luminoso azul marino... Había nacido en una ciudad del interior, en un barrio industrial y en una familia modesta, aunque llevaba muchos años en la costa limpiando cristales de las tiendas del centro por unas pocas monedas, digamos que las suficientes para enmendar su frugal existencia...

Las pasiones de Lucio eran: la filosofía, el alcohol, la literatura, y la pintura, por este orden; alguna mujer hubiera encabezado la lista, pero las responsabilidades siempre lo habían abrumado y el fragor de la juventud ya se le estaba consumiendo; ahora sólo mantenía algunos rescoldos que solía conservar bajo las cenizas de alguna cenicienta inmigrada cuando las cristaleras de algún centro comercial le daban para ello. Habitaba solo en una casa del barrio alto de la ciudad, enjalbegada por fuera y húmeda y pequeña por dentro; los restos de una gran muralla romana la deslindaban por detrás y una recoleta plaza se extendía ante la puerta de entrada, a donde también daba su única ventana.

Lucio llevaba una vida digamos que programada. Se despertaba antes del alba y bajo la sibilina luz del amanecer, una luz que parece alumbrar a las cosas desde dentro --también a las personas--, daba un largo paseo por la ciudad y por la playa; en media hora ya regresaba y muchas veces lo hacía provisto de algún objeto perdido por alguien durante la noche: unas gafas de sol, un mechero, algún paquete de tabaco y si había mucha, mucha suerte, cualquier reloj o una cadenilla de oro. Más tarde agarraba su cubo y sus arreos de limpieza e iniciaba su recorrido fijo por las tiendas ya convenidas y luego procuraba siempre captar algún nuevo cliente. A eso de las dos almorzaba en la pensión de un amigo, que no por su amistad no le cobraba y por la tarde proseguía con su trabajo, vidriera tras vidriera, limpiando los cristales con tal esmero que dejaba reluciente hasta el diáfano reflejo de su semblante. Al cabo, ya entre dos luces, tomaba un tanto cansado el camino de regreso a casa. Dos veces en semana, terminaba un poco antes su faena e iba al supermercado para adquirir sus pocas provisiones; mercaba algún embutido, latas de conservas, la botella de Dyc cuando faltaba y unas litronas de cerveza, amén del necesario papel higiénico y los artículos de limpieza...

 

Pero un lunes Lucio, al levantarse, puso su pie derecho en el suelo, se vistió con su vistosa camisa azul marina, dio su largo paseo, más prolongado que de costumbre, hizo su trabajo, aunque no se molestó en buscar nuevos clientes y, llegado el mediodía, no acudió a almorzar, como solía, a la pensión de su amigo, sino que fue directamente al supermercado... Una vez en la tienda, deambuló caviloso por los pasillos, receloso de la gente, hasta que llegó a las estanterías de alimentos para animales y, tras ojear los artículos con detenimiento, cogió buen puñado de latas de comida y patés para gatos; seguidamente, en la pescadería, cuando hubo acabado el último cliente, pidió que le rebuscaran, para llevarse, algún pescado de desecho... La cajera, que lo conocía como cliente asiduo, lo miró a él y a su compra extrañada, pero no hizo ningún comentario, pensó que seguramente le habría dado por los gatos y que estaría alimentando a todos los mininos del barrio.

Así transcurrieron varios días, entre la animosidad del pescadero y el asombro de la cajera, días donde ya no parecía esmerarse tanto en su trabajo y en los que seguía sin ir por la pensión de su amigo. Éste, llegó a pensar, no sin remordimiento, que tal vez el poco dinero que le cobraba por los almuerzos era ya excesivo para su sufrida economía y por eso había dejado de ir; ya tenía decidido acudir en su busca para saber de veras qué le pasaba y ofrecerle, en cualquier caso, su mesa y su plato desinteresadamente. En estos días de cambio a Lucio se le notaba más huraño, más taciturno si cabe y aún más independiente... Tanto que cuando su amigo de la pensión fue a verlo a casa preocupado no lo recibió, ni mucho menos, con su mejor hospitalidad; se mostró distante, y aquella mutua confianza de amigos de tantos años, iba a quedar malograda, tan fría como la mar en pleno mes de enero...

 

Al martes siguiente, Lucio volvió a apoyar su pie derecho al levantarse, pero esta vez no se colocó la camisa azul marina, sino un jersey marrón que le regalaron hacía años los de Cáritas, aunque nunca, hasta ahora, se lo había puesto; el saquito olía bastante a humedad, pero qué le importaba... Ese día se notó más cansado que de costumbre, con pocas ganas de salir a pasear y muchas menos de agarrar el caldero y los archenes de limpieza y recorrer tienda tras tienda, dale que te pego con el limpiacristales, viendo su ajado rostro sin intermisión reflejado, un espectro que por más que limpiaba no desaparecía, sino que, por contra, se hacía aún más nítido... Ese día prefirió salir a la pequeña plazoleta que había frente a su casa y sentarse a la sobra del tranco con un libro en la mano, los Pensamientos de Pascal, que lo dejó dormido pasadas las dos primeras páginas...   

Tras la siesta, se encaminó, cubo en mano, hasta el centro comercial de la ciudad donde alistó algunos escaparates, los que le parecieron más urgentes. Luego, pasadas las dos de la tarde se condujo hasta el súper con el paso cansino, la mirada sumisa y una respiración forzada y anduvo desajeno por los pasillos del establecimiento hasta llegar al expositor de alimentos de animales... Agarró varias bolsas de galletas y unas latas de carnes y patés para perros; y, en seguida, con los oídos atentos al menor ruido y encogiendo su nariz, como si aguzara el olfato, fue hasta el mostrador de la carnicería y aprovechando que no había ningún cliente le pidió al carnicero que le hiciera una rebusca de pitracos... La cajera, al ver su nueva compra, se quedó aún más anonadada y pensó que algo no iba bien.

 

Pasaron unos días y Lucio se sentía cada vez más vago y veleidoso; había veces, incluso, que se descubría gañendo de ira o hipando de alegría sin venir a cuento... Perdió, por la dejadez en el trabajo, algunas de las tiendas que hacía años que limpiaba, aunque esto poco parecía importarle; ahora, sentado en cualquier portal del pueblo, royendo un buen hueso de jamón ante la mirada de asombro y asco de los viandantes, parecía ser feliz; a pesar, incluso, de que con tan cutre espectáculo iba a perder, de seguro, el resto de sus clientes.

De esta suerte las cosas, el miércoles siguiente no se levantó de la cama hasta el mediodía, y una vez incorporado echó la persiana, se apoltronó en su mecedora y no quiso salir a la calle. La radiante luz meridional, el sol poderoso del sur, le hacía un daño incomprensible. Sufría una angustiosa sensación: le parecía como si su piel estuviera hecha de una extraña cera parda, que pudiera derretirse con la luz y el calor, dejando al descubierto un compendio sanguinolento de venas, tendones, huesos y músculos desnudos. Sólo se atrevió a salir al atardecer, cuando el astro rey abdicaba ante la reina de la noche, justo a la hora en que solía ir al supermercado... Y así lo hizo, llegó al establecimiento pálido y demacrado, sin hablar con nadie y emitiendo tan sólo unos extraños y callados rechines... Volvió a pararse ante los stands de animales y, con la vista perdida, se proveyó de cuantos paquetes de piensos y pitanzas para roedores logró abarcar, luego pasó de largo ante los mostradores del pescado y de la carne, no sin mirar con cierta avidez a las pocas moscas que volitaban aturdidas por el insecticida, y, por último, frente a la atónita mirada de la cajera, que no daba crédito ante su nueva compra, se descubría abriéndose la negra camisa y aleteando los faldones como si de las alas de un murciélago se trataran.

De esta manera le transcurrieron otras jornadas, encerrado durante todo el día, royendo y bebiendo de la última botella de segoviano; y, después, por la noche, deambulaba por las calles como un abanto, entre las luces amarillentas de las farolas y las alargadas sombras de las esquinas...

El jueves siguiente se levantó con la piel llena de escamas blancas que desaparecían al restregarse con la mano, pero que al rato le volvían a salir. Fue al espejo y miró su rostro: se percibió irreconocible; sus ojos semejaban haber salido del pozo de sus cuencas, su nariz parecía haber desaparecido y por su boca, que se había quedado sin labios y con unos dientes finísimos, ya no salía ningún sonido. Pero Lucio, o lo que quedaba de él, no se alarmó; se vistió con su camisa azul marino y fue presto al supermercado. Llegó casi ahogado y con la premura de quien tuviera el tiempo en su contra, en su estantería favorita cargó con casi todos los botes de alimentos para peces y, tras pagar, salió de la tienda sin mirar siquiera a la cajera... 

Y llegó el viernes de la semana siguiente y el sábado de la otra y Lucio no volvió a aparecer por el supermercado, ni por ningún otro lugar del pueblo... La cajera, más intrigada que preocupada, llamó a la Policía Local y les contó, a grandes rasgos, la evolución de las excéntricas compras de Lucio, trasladándoles su inquietud por no haberlo visto en semanas... Los policías, acompañados de la cajera, el amigo de la pensión, un cerrajero y una asistenta social recién contratada, decidieron ir hasta la casa de Lucio. Encontraron cerradas a cal y canto, tanto la puerta como la única ventana, y los guardias golpearon en la madera con insistencia (y hasta con la porra), pero no hubo contestación. Dieron pues orden al cerrajero para que forzara la cerradura y, en unos minutos, la puerta de entrada a la humilde y reducida morada de Lucio, lograba abrirse... Entraron todos al comedor que estaba vacío y descubrieron que la puerta del aseo se hallaba entornada; el policía más decidido la abrió de par en par y, cuando todos se asomaron a mirar, resonaron en la habitación: dos gritos, un ¡vaya por dios! y dos amargas lamentaciones...

Lucio, rodeado de un gran número de botes vacíos, yacía ahogado bajo las turbias aguas de su bañera, en las que flotaban, como balsas, densas tortas de alimento para peces

Una pequeña nota yacía empapada en mitad del suelo. El amigo de Lucio la recogió y leyó esto para sí: “El secreto de la vida está en la muerte”.

 

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Calcetines de otoño

(A propósito del tema de la tertulia Telees El alma del desalmado)

 

Por Franjamares

 

Octubre había querido despedirse empapado de lluvias finas y con un recio temporal de poniente. Pero en la víspera de todos los santos amainó la inclemencia dejando una noche de velas y lutos muy agradable, que sólo quedó escarchada por el frío recuerdo de los difuntos más recientes, en las conjuntivas de las mujeres desoladas.

Los pescadores de aquella bahía, con forma de herradura, solían reunirse en la alberca grande, junto al Barranquillo, antes de tomar camino de la cala del Berenguel, donde tenían amarrada la barca. Una dura jornada en la mar les esperaba, una faena que ajaría una pizca más sus cuerpos sin apenas beneficio, a no ser por la breve sensación de libertad que respiraban confundida con la brisa marina. Su modesta embarcación, de vieja catadura fenicia, flotaba ancorada bajo el abrigo natural de una gran peña, que abrigaba la pequeña cala como inmejorable puerto natural.

Fidel había llegado el primero a la alberca, como casi todos los días que había faena, aunque esta vez tenía una insólita sensación de tardanza. Además, la madrugada parecía quieta, como detenida. Escuchó el rumor de un cárabo y miró al cielo buscando indicios de la hora; pero sólo vio la guadaña de la luna clavada en el telón estrellado, que alumbraba los contornos del pueblo con una pizca de luz dorada. Tal vez su despertador biológico se había adelantado. Ese gallo diminuto agazapado en los pliegues de su cerebro, que todas las madrugadas, a la misma hora, le cantaba por dentro abriendo sus ojos. O quizá aún seguía dormido, inmerso en un sueño real que lo había llevado hasta el estanque mucho antes de lo requerido.

Fidel tuvo miedo. Se acordó de una antigua historia que solían repetirle cuando niño, con el propósito de asustarlo, evitando así que saliera a deshoras. Por eso echó a andar como un abanto hacia la única luz que se veía en el pueblo, una perilla de cuarenta vatios que colgaba de una farola en la esquina de la calle Príncipe.

–¡Leñe, qué pasa esta mañana! ¡Pues no me estoy asustando!

La historia decía así: en las noches de últimos de otoño e invierno, cuando los cárabos encendían sus ojos, surgiendo del alveolo de aquel barranco, aparecía una mujer delgada y enjuta vestida con negros hábitos. Una monja que si te miraba con su rostro cadavérico quedabas hechizado al instante, perdiéndote tras ella, para los restos, en el mundo de tinieblas del que salió.

Anduvo unos pasos y se detuvo avergonzado de sí mismo. Cómo podían afectarle aún aquellas patrañas para chaveas. Un hombre que rozaba los cuarenta años no podía tener miedo de una monja de leyenda pueril, y mucho menos en medio de esa madrugada tan calmosa. Aquello no era razonable y regresó al poyo de la alberca revestido de sensatez, para sentarse de nuevo. Pero sus compañeros no asomaban y volvía sentir esa inquietud, que ya era angustia, angustia por encontrarse allí solo, perdido en un extraño lapso, en la albarca mucho antes de la hora. Era la primera vez que le ocurría algo así y no lograba entender por qué se había despertado tan pronto y con esa sensación de apuro.

Entonces ocupó su mente en cosas cotidianas y prácticas, como el nuevo tejado que necesitaba su casa, pues el que tenía era de esparto y hojas de palma ya había perdido su consistencia impermeable y en las primeras lluvias surgieron algunas goteras. Necesitaría unas vigas de madera, aunque fuesen usadas, un cañizo, unas bobedillas... Construiría el nuevo techo y arriba dejaría una pequeña terraza para que la mujer tendiera y para hacer las moragas en verano.

Se imaginaba desmontando la techumbre de su choza, cuando desde el camino del cementerio avistó una lejana silueta descender con parsimonia. Una ráfaga de viento hizo también aparición sacudiendo las zarzas y cañaveras del barranco y las ramas del gran almecino que, como un gigante, se erguía en una de las orillas. Era la figura de un hombre lo que venía por el camino abajo. Fidel pensó que tal vez fuera algún campesino de los cortijos cercanos que se dirigía al pueblo, o quizá un transeúnte que seguía camino camuflado en medio de la noche. Pero las pisadas de aquel tipo no hacían ruido. En el silencio del flojo viento avanzaba sigiloso enfundado en una especie de levita gris.

Fidel sintió entonces miedo de verdad. No el julepe reminiscente de la niñez, sino un pavor interno que empuñó sus entrañas y le produjo un sudor frío. Lágrimas heladas que en un soplo rezumaron por su frente y sus sienes. A unos metros lo observó con precisión. Parecía extranjero. Tenía en rostro cubierto de luengas barbas también grisáceas y sus ojos eran opacos, vacíos de luz, pero visibles como rescoldos encenizados. Fidel perdió hasta el aliento cuando aquel hombre talludo cruzó a su lado rozando sus piernas, sin pronunciar palabra, sin dirigirle la mirada... Entonces descubrió perplejo que no llevaba zapatos. Andaba descalzo y sólo unos calcetines negros, uno de ellos agujereado por el talón, cubrían sus pies blancos.

Aquel sujeto se perdió en las sombras del barranco junto a la haza de cañas de azúcar y Fidel no volvió a verlo. Al momento llegaron dos compañeros que lo encontraron con los pelos erizados, el rostro de espanto y tan blanco como la cal de las paredes.

–He visto a un muerto.

–Qué dices Fidel.

–Un forastero descalzo con cara de difunto.

–Eso te pasa por levantarte tan temprano.

–Qué es verdad, por allí, por la haza chica, se ha perdido.

–Bueno, bueno, tranquilízate. Ven, te llevaré a tu casa. Hoy tendrás tu parte sin venir de faena. Sea lo que sea lo que has visto, era seguro algo gordo.

Fidel no fue a faenar ese día ni al siguiente; cayó en una profunda depresión de la que no parecía reponerse. Su mujer y sus cuatro varones no salían del asombro y de la angustia de ver al cabeza de familia hundido en una ciénaga invisible, que apreciaban en el eclipse de sus retinas alojadas en corneas cada vez más retraídas El médico que vino de Almuñécar tampoco comprendía el motivo de aquel mal, pegado como una sanguijuela a un hombre joven y sano, que día a día iba perdiendo el brillo de la vida.

A los tres meses Fidel amaneció rígido, frío y sin aliento. Había muerto hacía horas y su mujer ni siquiera se había dado cuanta de su agonía. El cansancio de tantas horas en vela había rendido a la desdichada en el momento en que su marido abandonaba este mundo sin motivo alguno. Sólo porque una alborada de noviembre, sin explicárselo, se levantó una hora antes de lo acostumbrado y una sombra descalza que bajaba del cementerio le robó la vida en un instante.

Esa misma tarde fue el entierro. Un hombre alto, con una perilla plateada y los ojos grises, apareció destacando entre el grueso de vecinos. El forastero, que lucía un impecable traje y unos relucientes zapatos, ante la mirada general de sorpresa, les dio el pésame a la viuda y a los hijos. Su contacto les causó escalofríos. Al mayor, que se llamaba Fidel como su padre, lo llevó consigo a un apartado y allí le hizo entrega de un sobre lacrado.

–Es para tu madre –dijo con un acento que al chico le pareció francés.

El joven se guardó la carta, abultada y oscura, y regresó hasta su madre para abrazarla. Entre tanto el forastero se montaba en un lujoso automóvil, un modelo jamás visto en el pueblo, desapareciendo para siempre.

Cuando aquella tarde la mujer de Fidel despegó el sobre, sus ojos se abrieron al máximo extrañados. Un fajo de billetes flamantes de mil pesetas, recién sacados del banco, llenó de verde la mesa camilla de la cocina.

–¿Pero quién era ese hombre, hijo? ¿No te dijo nada? ¿No viste nada?

–Me dijo que el sobre era para ti. Sólo eso. Y bueno, sí que me extrañó algo: cuando lo vi entrar en el coche no llevaba zapatos, solo unos calcetines negros.

Las cien mil pesetas convirtieron a aquella mujer en la viuda mejor situada del pueblo. Construyó una casa nueva a imagen de la que su difunto marido siempre había querido tener,  pero más grande todavía, ya que pudo comprar el solar contiguo.

Muchas incógnitas rodearon a aquella familia. Nunca supieron quién o qué cosa fue lo que vio aquella madrugada de noviembre el pobre Fidel; ni por qué se murió consumido después de aquello como si le hubieran robado la vida, el alma… Ni quién era aquel extranjero elegante y frío (desalmado) que de pronto apreció en el entierro haciéndoles entrega sin motivo aparente de aquella fortuna.

Abierta quedó, pues, la rueda de las conjeturas y fantasías. Aunque en aquel pequeño pueblo de la costa, con una bahía muy azul en forma de herradura, nadie se atrevió jamás a hacer comentarios en público sobre aquellos sucesos.

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LO ADMITO…*

(pensamientos de un machista)

 

Por Fco Javier Martín Franco

 

Yo, lo admito, a ojos de mis amigos ya no soy el mismo; en la intimidad de sus críticas seguro que no soy ahora, sino un terco machista. Creo que llevan su parte de razón. Por eso me regalaron por reyes un libro titulado El varón sometido. La verdad, es que nunca he sido un gran lector, de un tiempo acá sólo repaso los titulares y entradillas de la prensa deportiva, los mensajes de las novietas de Internet y la frase caliente escrita con carmín rojo sobre un espejo milagrero que mi chica preferida del puticlud me dedicaba cada jueves para demostrarme su cariño y sus adelantos en el idioma de Cela.

Hoy he puesto oído, agazapado como espía, a una conversación de mi mujer con la vecina. Le sacaban los pellejos a una separada cuarentona, de muy buen ver, que andaba liada con un casado. He llegado a la conclusión de que ella también es machista, y no sé si por costumbre, abnegación o seguridad. En cambio mis amigos prefieren llamarla tonta, pobre mujer subyugada o simplemente una sacrificada del hogar.

Ellos, mis amigos, son desde hace años una pareja política y socialmente correcta. Él es un feminista tranquilo, miembro de relleno de la última lista electoral que encabezaba su mujer en segundo puesto. Un suplente de la ley de igualdad. Espero que no acabe tirándose por la ventana como el marido de la jueza en la última peli de Chabrol.

Somos amigos desde la adolescencia, cuando ellas iban juntas al servicio en la discoteca, sacaban de los bolsos las botellitas de guisqui  y nosotros  pedíamos en la barra sólo los refrescos. Colegas de cuando trasnochábamos los cuatro y terminábamos haciendo el amor en habitaciones contiguas, oyéndonos los jadeos. En esas veladas hervía la sangre juvenil, la inocencia del instinto, ardores espontáneos que eran refrescados con cerveza de litro y mojitos de ron blanco con mucho hielo.

Mi novia entonces me hacía la pregunta: ¿Me quieres? Y desde luego que la quería, con ella siempre recordaba el dicho árabe que leí en una edición resumida de Las Mil y una Noche. “Si robas, que sea al menos un camello; si amas a una mujer que se parezca a la luna”. Mi novia tenía la belleza, el candor y la luz de la mismísima Luna. Sí la quería, pero para hacerla rabiar le contestaba con ironía: Sí, cuando me beba el mojito.

Pero ahora soy un cuarentón machista, un cabroncete con pasta, un patrón con empleados, propietario de un chalé frente a la playa. También soy un padre modelo, de los que se ponen a hacer lo deberes con sus dos niñas y se ocupan personalmente de su educación. Y aunque me haya acostado con otras mujeres, en el fondo (ya me cunden otras frases machistas), en el fondo, nunca la he dejado de querer y es la mujer de mi vida, mi sultana.

Sé perfectamente que esto de mi machismo no durará mucho. Que estoy incluso condenado a sufrir sus efectos secundarios y a probar de su propio veneno. No lo puedo, mejor dicho, no lo quiero remediar y los nuevos tiempos me arrollan. Es fruto de mi egoísmo, de un hedonismo incorregible y una naturaleza animal. Sobre esto último una pitonisa me sopló ayer, después de hacerme la carta astral, que tenía el peor de signos. Que Plutón, dios de los infiernos regía mi vida, y mis debilidades y que mi suerte podía cambiar. Le pregunté que si eso era tan malo como parecía. Y me respondió con media sonrisa, “Ah, espera, ahora te lo digo”, sacando una baraja del Tarot, que abrió justo por La Luna y El Colgado.

 

*(Relato a propósito de los temas: Yo, hoy, ellos, ellas, cuando me tome el mojito, ah, espera, ahora te los digo, sugeridos en la tertulia de Nerja Telees).

 

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Es peligroso

 

FJ Martín Franco

 

Dicen ellos en su anhelo de ascender a lo más profundo de la cripta, que la sangre es el alma del cuerpo. Se equivocan esos patéticos espectros de cuervo. No es más que un rocío rojo y espeso que no sirve sino para saciar la sed más primaria. Y eso, si es sangre fresca y joven, del color del magma y con la temperatura aún latente del miedo tremulante sobre la hoja. Aún tienen que superar un largo periplo, aún tendrán que comer del tambor y beber del címbalo antes de aprender los secretos custodiados por las garras del monstruo.

Ahí vienen, no saben que sólo uno de ellos podrá pasar. La única mujer, cuyos cabellos ya han servido de mordazas para tipos pusilánimes en los sacrificios a Dionisos. Ella será la única en penetrar en la cripta, porque intuye, más bien conoce revelado por mí en sus sueños, la palabra clave de acceso, el auténtico santo y seña, Su cuerpo blanco, desnudo, sus amplias caderas atributo de lo fecundo, sus pechos abultados y erectos, su sexo cálido, propicia imagen de la gruta, serán las únicas partes bañadas por el encarnado elixir, con la furia de la bestia, de donde beberá con avidez antes de caer desmallada sobre los brazos del Padre.

Mis brazos que la llevarán en volandas atravesando los siete peldaños que conducen al Paraíso… A donde habremos de subir, para no regresar siendo los mismos, a lomos de mi corcel.

Pero todo a su momento.

Ahí llegan…Ya se arremolinan en torno del pronaos, como miembros de una grey piadosa. Uno de mis soldados con la toga cubriendo su cabeza los está llamando de uno en uno

--Ya la veo. Es una mirla blanca, Padre.

--Sí, lo es.

Y Sólo ella conoce hoy la palabra del elucidario. El correo del sol me la traerá de sus labios. Y entonces encabezará la ceremonia con paso trémulo pero firme.

--¡Qué es aquello! Lo ve Padre, allá a lo lejos. Qué son esas luces. Se abren en el firmamento como centellas de flores, precediendo al fragor de unos estallidos.

--¿Aquello? Son fuegos de artificio traídos del Oriente. La fuerza abrasadora que los empuja será en adelante el fulgor de la guerra y la perdición. Una fatalidad, pues el invento de este segundo fuego puede acabar con el hombre. En cambio hoy adoptan formas bellas que  simpatizan con el arte. En esta noche de junio podemos contemplarlo por vez  primera, encendidos sobre gran cúpula, como almas fugaces en ascenso al último de los cielos.

--Puede ser una señal, Padre. Presiento que es peligroso. Y excitante, muy excitante.

--Cierto, muchas cosas peligrosas son excitantes.

--Ahí vienen, Páter, Ya te traen a tu mirla blanca.

 

--Deja que abra la túnica, quiero ver tu cuerpo de plata. Bajemos al seno de la gruta pues la sangre de la bestia nos aguarda, la lluvia nos caerá sobre el mármol en el que me fundiré a ti en el umbral de la muerte. Tu cuerpo se abrirá como fuente dorada, tu alma emergerá libre enlazada a la mía en las alas del éxtasis… ¿Lo entiendes? ¿No dices nada?

--No he llegado hasta aquí para hablar, maestro.

--Reclínate entonces, el ritmo del tambor te hará elevar el cuerpo a la altura del intelecto; quítate las ropas… Mi espada ya atraviesa el vientre del animal; notas la sangre caliente… Sí… percibes el lóbulo de mi sexo… Sí… sientes la hoja de mi daga en tu cuello, en tus muñecas y las mías… Esta sangre es la nuestra, que se rehunde anhelante con la de la bestia. 

¡Qué ocurre, se calla el tambor!

¡Pero qué haces, necia! Me has desarmado. Que has sacado de tus cabellos, que me hundes en el pecho. Esas uñas me paralizan. ¡Ah, Maldita sea! Qué cosa ha aguijoneado mi garganta. ¡Un escorpión negro! Nunca debí confiar en una furcia como tú, una bacante desalmada.

--Muere Páter del infierno. Pero primero acaba lo que empezaste. El veneno de este bicho gemelo de tu alma, vaciará tu sangre de la cabeza metiéndola en tu entrepierna de barraco, morirías erecto como verga de barco, pero esta mujer de nieve te echará a pique para siempre. Nadie más expirará entre tus zarpas.

--Ah, soldados, salvadme de esta bacante.

-No grites, nadie te oye. Todos tus persas ven absortos los fuegos artificiales, y el de unas antorchas que ascienden hasta el alcor.

--Está bien, está bien... Acaba conmigo pero no podrás escapar, moriremos juntos, caeremos fajados al infierno. Mis hombres se ocuparán de ello.

--Tus hombres? Esos perros ya huyen amedrentados por las antorchas del santo oficio. Nadie sabe que estamos aquí, nadie conoce la entrada de esta cueva. Cuando tu cuerpo trepide con la postrera sacudida y hayas dejado de respirar, huiré dejando abierta la gruta para que los lobos acaben con tu rastro.

--Está bien, está bien, está bien… Dame el antídoto de ese alacrán, podemos heredar juntos la congregación. Yo te deberé la vida y tú, gracias a mí, tendrás el poder que jamás hayas soñado.

--No lo has entendido. ¿Confiar en ti? Tú no eres de fiar, vivir a tu lado es peligroso, tú eres peligroso. Todo se ha acabado… Morirás.

 

 

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Doli

 

Fco Javier Martín Franco

 

Me llamo Dolores, aunque todo el mundo me conoce por Doli. Nunca me gustó mi nombre, demasiados dolores hay ya en la vida para llevarlos además encima como carta de presentación; es por eso que lo dulcifiqué con el diminutivo. Yo creo que los nombres no son designados para la gente de una manera accidental, por veleidad de los padres, para mí cada nombre encierra un rasgo propio y propicio del carácter de quien o lleva o incluso un sino solapado entre los caprichos del destino. Otro motivo, para que también deteste mi primer apellido, Lúgubre, y hasta el segundo, Segura, que no obstante he usado como único en todas las ocasiones que he podido.

Me considero con todo, una chica alegre, una mujer animosa, una dama optimista a pesar de que me gusta estar bien informada. Sí, una chica animosa, hasta que conocí a ese tipo y comencé a practicar la escritura.

El primer libro que leí fue un relato amoroso titulado Dafnis y Cloe. Lo escribió en la isla de Lesbos, a comienzos del siglo II, un esclavo al que denominaban Longo y que gracias a la fama cosechada por su obra recobró la libertad. Longo, lo veis, se cumple lo de los nombres: Longo significa en latino, largo prolongado, y justamente esta magnitud fue la que marcó su destino como hombre y escritor: su obra se prolongó en el tiempo hasta nuestros días impulsada por su fuerza y su carácter universal.

Lo he decidido, ahora que puedo, quiero cambiarme el nombre. Aunque aún no tengo elegido el nuevo. Estoy esperando una señal, alguna sugerencia. Pero todo a su momento.

Confesé antes que mi gusto por la escritura, esa extraña fuerza que me empuja a escribir, ha trastocado de un tiempo acá los niveles de mi ánimo, ahora soy más lúgubre y menos segura. Mis reservas de alegría están bajo mínimos y todo comenzó cuando conocí a ese italiano, Giacomo, ¡maldita la hora! Sus rasgos no eran lo que se dice atractivos, más bien algo rudos, pero poseía la fuerza y la excitación que desprende la presencia de un hombre de verdad. Me explico:

Un hombre que no necesita demostrar nada a nadie, con ampulosas palabras ni con la fuerza, que no precisa cantar como el gallo, que no pide más ternura que la que él mismo es capaz de ofrecer, que no busca ni a una madre ni a una amiga en las mujeres, que no quiere refugiarse en los brazos del amor ni detrás de las faldas de las mujeres, un hombre que como otros no es aburrido, ni taimado, ni necesitados de una madre, ni  crueles como esos que ofrecen la sonrisa y esconden la navaja*. Algunas veces surgen hombres como Giacomo, que te dejan en su olor y el timbre de su voz, dulce y grave a la vez, en el paladar del recuerdo; hombres difíciles cuya decidida indecisión juega traviesa con la sufrida voluntad de una mujer enamorada:

Un hombre de verdad, decía antes. ¡Maldita la hora!

Él me forzó a escribir de manera más cuidadosa, fue mi profesor de literatura sin pretenderlo. Mis cartas llenaban sus ausencias y mis poemas y relatos nuestras noches de amor. Estas ideas plasmadas en un papel con el aliento de la imaginación, tenían una fuerza que jamás había imaginado. Las ideas fluían de la cabeza al papel y luego empecé a comprobar que se hacían de verdad en el mundo real. Una tarde de otoño, por ejemplo, escribí forzada por una tristeza pegada al paladar un cuento en el que un hombre mayor moría solo en su pequeño cuarto abandonado por todos, tal vez él mismo había sido el primero en abandonarse. Una semana  después la policía echaba abajo la puerta del apartamento del vecino del quinto, al que hallaron tirado en el suelo del dormitorio con el listín de teléfonos agarrado de su mano amoratada.

Este suceso me alarmó. Si de pronto salía un tema del que escribir trataba de olvidarlo, cogía algún libro o iba sin más frente al sofá a hundirme en la inocuidad frente al televisor.

Atravesaba por ese tiempo la más larga de las ausencias de Giacomo, entonces una fuerza liberadora salida de lo profundo del esternón me llevó a la mesa del comedor con la idea fija de escribir un relato. Una mujer sola, enamorada un hombre con el perfil de Giacomo, descubría, sin sentir más dolor que el ya superado, que su última separación se prolongaba sin límites, y ese hombre desaparecía de su vida y de su alma sin dejar rastro. Este cuento también surtió su mágico efecto. No he recibido hasta la fecha noticias suyas. Y con la mesura que ofrece la distancia, no podría ahora sostener que ese italiano era de veras un hombre de verdad, en cualquier caso de una verdad ya obsoleta para mí.

He dejado de escribir y voy a cambiarme el nombre por… Bueno, aún no sé por cual. Tal vez cuando lo estrene decida reemprender mi trato con la escritura y en ese instante futuro todo cambie, mis escritos valgan para distraerme un poco, pasarlo bien y compartirlos con los demás… para aligerar temores acaso, para buscar la belleza en las palabras… para sacar a luz los problemas y no parar crearlos.

¿Alguien me sugiere un nuevo nombre?

 

* El Amante de Bolzano, Sandor Marai

 

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Es otoño, mañana se lo digo a ella

 

Fco. Javier Martín Franco

 

Algún día ha de ser el momento. Eso dice la letra de la canción que estoy escuchando. A veces la casualidad, la llamada providencia, te pone por delante de los sentidos algo que está en estrecha relación con tus deseos e inquietudes. Como una señal, como un toque de advertencia. Y en efecto hoy, sin más dilación, es el momento. Ya está bien de mantener en los debitos del alma, la misma estancada cosa. Hoy será.

Esta mañana tranquila de otoño es ideal para decirlo. Me he levantado más temprano que de costumbre espabilado por ese péndulo biológico, extensión del último deseo antes de quedar dormido, que me avisaba de que hoy era el día. He puesto el último disco de mi cantante preferido a un volumen mínimo, ideal para conjugar el silencio de la madrugada con su voz y su guitarra íntimas. Estoy dispuesto a decírselo, en cuanto se despierte lo oirá nítidamente salir de mis labios.

Hace fresco ya por las mañanas, los cambios de estación son épocas también de cambios para las personas, son fechas en que se remueven dormidas sensaciones, que impelen a satisfacer viejos deseos… Y el otoño parece poner en relieve las luces y sombras de adentro, ante el descenso de las de afuera. Una muerte y un renacimiento.

Anoche la ciudad olía a castañas, aunque el frío no hacía aún su filosa aparición y las gentes paseaban en mangas de camisa, o tomaban sus bebidas en las terrazas de un estío dilatado. Vi a un joven encorbatado llevar el cucurucho más grande de helado que comía a bocados apurando los recuerdos postreros del verano. Los titiriteros y otros artistas de la calle ensayaban en corros abiertos sus nuevos números, aquellos que irán estrenando noche tras noche al compás y movimiento del auge el frío.

Existen dos mundos en cada persona, el que vives como pieza del engranaje y el que sueñas y solo las almas inocentes te recuerdan su existencia. Anoche me adentré sin pensarlo en el segundo. El recuerdo de un alma de siete años, todo corazón e inocencia, me llevó superando miedos y amenazas a las calles más estrechas de la ciudad, allí donde la luz del atardecer apenas brillaba sobre la parda humedad de las piedras. Era el día de su cumpleaños y no llevaba ningún juguete para ella, sólo una cadenilla de oro con la cruz pequeña y lisa que me colgó mi madre cuando cumplí los 7, y tomé la oblea sagrada y los recortes por vez primera. Antes de llegar a su puerta algunos vecinos me miaron de soslayo, otros con desprecio.

Toqué en la madera. Y un hombre grueso, grotesco y de anchas patillas salió como bestia por el portón de toril empujándome para atrás. Era casi noche cerrada y las farolas seguían a oscuras, igual que las manos de aquel tipo violento y cegado que no parecía querer escuchar, por eso no pude ver lo que en ellas se manejaba. Sí aprecié un brillo fatídico en sus córneas, cruzado con un sordo bramido que surgía de su bocaza balbuciendo palabras de amenaza. Pero seguía sin ver sus manos y lo que ellas sostenían. No podía amilanarme delante de aquel tipo y le escupí en la cara lo que había venido a hacer. Mi reto lo encendió aún más y entonces pude oler el peligro mezclado con su aliento de alcohol.

Fue en ese brete cuando noté un fuerte y seco impacto de su cuerpo contra el mío que me dejó aturdido, con una sensación rayana entre el dolor y la rabia. Se encendieron entonces las farolas con un brillo inusual, que veía extenderse sobre la noche dejándolo todo, callejones, casas, gentes, bajo una extraña claridad lechosa...

Salí de aquel barrio con una nueva frustración. Una vez más no pude ver a mi hija. Y regresé presto a casa. La encontré vacía, aún no había regresado ella, por lo que me metí en la cama preso de un cansancio más emocional que físico. Una firme decisión rondaba por mi cabeza: Mañana, sin falta, se lo digo a ella.

Por eso esta mañana temprano me he deslizado en la oscuridad sin verla ni tocarla, para que siguiera placidamente durmiendo. He dejado la cadenilla con la cruz sobre la mesita, he ido a mirar por la ventana, he puesto a un volumen mínimo mi disco preferido y me he sentado en la silla, que tenía su ropa terciada, a esperar…

Lo extraño es que el día no parece abrir. Lo raro es que ahora oigo un leve ruido de pláticas y rezos al otro de la puerta. Siento ganas de abrirla para ver qué cosa lo provoca,  pero una pereza clavada en un costado me mantiene pegado al asiento, ajeno y flemático. Por fin la puerta se abre. Perfilada por una luz amarillenta, aparece su bello rostro. Avanza hacia mí y la noto triste, cansada. La imaginaba aún dormida en su lado preferido de la cama y por eso me extraña verla. Sin embargo, la tengo en frente y me mira pero no parece darse cuenta de mí. Tal vez le ocurra algo, ¿se habrá enterado de todo antes de que yo mismo se lo diga? No, no lo creo. Ahora intenta sentarse en mi regazo y justo cuando abro los brazos para acogerla un tipo delgado y bigotudo, con una corbata negra, aparece en el umbral llamándola. Señora –dice con tonillo burócrata–, ya lo tenemos arreglado, puede pasar a verlo.

Ella va hacia la puerta abierta y la curiosidad me hace ir tras sus pasos. Se detiene bajo el dintel y mis ojos reciben el mismo impacto que los suyos.

Un hombre de rostro cerúleo, ojos cerrados, aspecto rígido y ataviado con un taje gris marengo, muy parecido al último que yo mismo me compré para la boda de aquella sobrina, yace en el seno blanco de un ataúd barnizado de negro.

Aquel hombre muerto era yo mismo. Y las lágrimas de aquella mujer que seguía aún sin verme, eran lágrimas para él, lágrimas para mí.

Comprendí entonces lo que había sucedido. Ahora lo recordaba, lo que sostenían en la oscuridad aquellas manos violentas era una navaja, una hoja afilada de acero que penetró en mi hígado saciándome la vida. Me habían asesinado, estaba muerto. Pero me negaba a morir.

Presencié aquel día de noviembre mi propio entierro, acompañé el dolor tras el cuerpo vacío y triste que había sido yo, junto a la mujer que amaba. Y luego me quedé solo en el cementerio, bajo una lluvia que no me mojaba, al pié del bloque de nichos donde habían empotrado el ataúd de mi recuerdo.

Dicen que las personas a las que les quedan cosas pendientes en vida no trascienden tras la muerte y quedan en un espacio mental falso y vació por los siglos de los siglos. Ese no era del todo mi caso, sin embargo era consciente de que tenía que decirle a ella mi secreto. Tal vez así podría ir en paz si alguien me señalaba el camino.

Dejó de llover y las últimas nubes destaparon un sol berbejo que ya caía entre los perfiles de la sierra. Entonces las vi. Primero a ella, que volvía con un ramo de crisantemos, luego a la pequeña, acompañada de una niña más grande. Avanzaron desde puntos distintos hacia el mismo destino. Una vez frente al nicho se miraron y todos los secretos fueron desvelados. Nuestras mentes sintonizaron de tal modo que apenas hicieron falta las palabras. Ahí está tu padre; tú eres su hija; en mi seno llevo una hermana tuya. La niña grande miró hacia donde yo estaba, me guiñó un ojo y sonrió. En se momento se abrió un agujero luminoso en la copa de un ciprés, una luz limpia y poderosa que me atraía sin más dilación hasta su seno.

Detuve la mirada por última vez en las mujeres que amaba y descubrí con alegría que mi niña llevaba del cuello la cadena con la cruz pequeña y lisa que me había regalado mi madre y yo llevaba para ella aquel trágico atardecer de otoño.

 

Ahora estoy aquí, en esta planicie vaporosa, rodeado de otros seres como yo, con los que apenas hablo, y que aguardan la venida de algún juicio.

 

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La fábrica

 

Fco. Javier Martín Franco

 

Se habían reunido en el aula grande del grupo escolar. Los del comité determinaron que allí apretujados cabría la nómina entera de los afectados. También se precisó la hora de la asamblea, a partir de las ocho en primera y única convocatoria. Nadie faltó.

Adolfo tomó la palabra. Prácticamente se la regalaron porque no había otro capaz de iniciar y encauzar todo aquello. Él acumulaba en su persona, además de las razones comunes que a todos los movilizaban, las supuestas aptitudes para encabezar la que se perfilaba como una larga y dura lucha.

A las ocho y cinco no cabía un alma más entre los pupitres de aquella clase de primaria. Adolfo fue hasta la pizarra como maestro comprometido, echó un vistazo general en abanico a sus alumnos, agarró una tiza y trazó sobre el encerado un rectángulo mal angulado con rayas continuas y gruesas o discontinuas con aberturas, a las que les fue poniendo nombres. Era el plano de planta de la fábrica de la que pendía el puesto de trabajo de cada uno, el sustento de sus familias, la vida misma en esa ciudad malherida, de ese país extenuado, expoliado enteramente por sus mandamases.

Adolfo contaba con la aprobación general porque nunca perteneció a sindicato alguno; por lo tanto, no había sido compañero ni cómplice de aquellos que, en connivencia con patronos y oligarcas, firmaron los acuerdos nacionales que permitieron a la postre la subasta del país. La venta de las empresas estratégicas mantenidas como aval público hasta la fecha, fue el comienzo del sangrante expolio que arrastraría al resto de empresas y bancos. Fueron cayendo una tras otra como una cascada imparable de fichas de dominó; todo ello articulado dentro de un falso ambiente de bonanza y liberalismo con el flamante apellido global. Pronto sembraron las calles de desocupados. La espiral de nuevas medidas de flexibilización laboral canjeadas por participaciones en la empresa, era la mayor estafa de todas. Los ridículos paquetes de acciones pronto quedaron en papel muerto, al igual que los pocos ahorros que muchos aún mantenían en los bancos.

En aquel caos la gente se echó a la calle hipando justicia, y en las hogueras de los piquetes ardieron las credibilidades en los politicastros, la fe en el futuro cada vez más incierto, y las barbas remojadas de todos los vecinos  de una nación traicionada. Sólo se salvaban unos pocos, sobre todo los de abajo. Estos trabajadores anónimos y desesperados habían perdido mucho, más que mucho, pero no todo. La confianza en las instituciones y sus símbolos era historia fétida. A estos currantes no les quedaba más que las propias fábricas vacías, cerradas, oxidada la maquinaria productiva bajo la última suspensión de pagos. Había que empezar la economía desde abajo, había que ponerlas en producción, buscar mercados cercanos, abaratar precios, es decir hacerlos razonables. Pero para empezar había primero que reclamar de la que parecía última autoridad en pie en el país, la judicial, un soporte legal con el que trabajar sin contrariedades, ejerciendo todos su derecho fundamental. Así lo rezaba la cacareada carta magna. Era un deber ineludible, una lucha pacífica pero férrea por el trabajo digno, por un sueldo que llevar a los hogares de un pueblo asolado, dispuesto a renacer de sus cenizas.

Adolfo contaba también en su haber la juventud y la fuerza. Tenía treinta años, dos hijas pequeñas, un bebé recién nacido y una mujer inteligente y bella que lo apoyaba, haciendo lo indecible para mantener la armonía ancilar y un plato de comida caliente en la mesa; todo antes de perder la dignidad o salir huyendo del país. Este asunto Adolfo lo conocía bien, era nieto de gallegos exiliados tras la guerra, y había oído en más de una ocasión las conversaciones de los perdedores, invicto el espíritu de su lucha a muerte por la libertad, pero que abandonaban derrotados y humillados su propia tierra. El himno de riego y las batallitas del abuelo rojo, un rojo de los de verdad, era parte de sus recuerdos de infancia. Al morir el viejo las reuniones familiares mantuvieron escasamente el eco de aquella vida de entrega y lucha, encarnada ahora en la abuela que apenas hablaba, que se negaba a morir, y que a todos observaba con un escaso hilo de luz en sus ojillos acuosos.

Ahora la plantilla entera, dispuesta a resistir, llenaba un aula de primaria y Adolfo la encabezaba. Soltó la tiza con las manos blancas y se dirigió a sus compañeros.

–Este es el croquis aproximado de la Fábrica. Creo que es mejor entrar por la puerta lateral; esa calle está menos protegida. La policía mostrará de seguro gran violencia, aunque este grado de dureza depende del oficial al mando. Con los guardas de adentro no habrá problemas, saben lo que está ocurriendo en otros centros y no piensan intervenir para nada. Una vez dentro, ocuparemos las instalaciones y nos pondremos a trabajar. No a producir. Sólo a poner en marcha la maquinaria, a engrasar esa dichosa fabrica en que hemos dejado, unos más que otros, gran parte de nuestra vida. ¡Y que ahora nos pertenece! –enfatizó sus palabras–. Justamente por eso estamos todos aquí. Porque para triunfar hay que decidirlo entre todos, hay que hacerlo entre todos. Un por uno. ¿Me explico? Venga, empecemos por este mismo lado. Tú Cristóbal, qué dices:

–¿Yo? ¿Tengo que ser yo el primero? Espera. Dame 3 minutos para pensarlo.

–¿Pensarlo? Creo que nos queda tiempo para pensar. El reloj corre en contra nuestra, como siempre. Otros compañeros, de otras empresas ya lo han conseguido. Los de Acerax y los de Cercados, por ejemplo, ya han logrado la aprobación inicial del juez y desde hace tres semanas están produciendo a media máquina, sacando el producto al mercado a mitad de precio. Dicen que libran los sueldos y aún les va ha quedar para invertir en la mejora de la maquinaria. Ese tiene que ser también nuestro camino.

–A mi todo eso me parece raro, muy raro –adujo un tipo de marcadas ojeras alzando la voz entre el meollo del grupo.

–Comprendo vuestras dudas –respondió Mario Sáez, otro de los del comité de Adolfo–. Pero existen dos alternativas, rompemos el cordón policial, ocupamos la fábrica, presionamos a la jueza y nos ponemos a trabajar, o nos morimos de asco con los brazos cruzados dejando perder todo, incuído lo que nos deben. Y ¿para qué?, ¿para salir del país a buscar el trabajo que nadie quiere? Y eso, quien pueda… Sí parece raro, muy raro; un periodista extranjero dijo que era una nueva forma de revolución. Pero yo lo veo simplemente como coger lo nuestro. Lo que nos deben. Esos crápulas nos han dejado en la ruina, al que menos nos adeudan atrasos de años enteros, sólo estamos cogiendo lo que nos pertenece. Esa fábrica es más nuestra que de ellos.

–Yo estoy de acuerdo.

–Y yo.

–Yo yo.

–Cuenta conmigo.

–Y conmigo

–Pues… yo no quiero –dijo Abelardo Ibáñez, el que había sido contable, despedido unos meses antes del cierre. 

Aquella voz contraria. Levantó de su asiento a Raúl Linazos, un tornero viejo, con grandes gafas de culo de botella y tantos años en la fabrica siderurgica como arrugas en su rostro y manos.

–Tú no quieres porque nunca has tenido cojones.

–Cuida tus palabras Raúl –terció Adolfo–. Aquí hemos venido a sumar voluntades no a dividirlas.

–Tranquilo. Él conoce mi forma de hablar. Abelardo, son muchos años aquí dentro, chupando yerros, hay que echarle más arrojos a la vida. Por eso te echaron a la calle antes del cierre, después de que les arreglaras las cuentas para la auditaría y sacaran los beneficios limpios de los últimos contratos con la empresa de ferrocarriles. Pero no temas, en la nueva industria habrá también trabajo para ti. No sobra nadie. Sólo tienes que desempolvar los papeles, poner al día los suministradores y clientes y quitarte de una vez por todas, esa puta condición de lameculos del jefe. Ahora el jefe lo somos todos. ¿Puedes entenderlo?

Ibáñez permaneció mudo y circunspecto. Sin embargo no se marchó. Dejaba entender con aquella postura que, aún sin consentirla plenamente, se uniría a la ocupación y colaboraría con sus conocimientos en la nueva empresa.

El resto de concurrentes se adhirió en silencio y al unísono al plan de asalto. De aquel nudo de voluntades surgió una luz azulada, parecida a la que ardía en el seno de las autógenas, una luz que surgía de sus cabezas como llamas de apóstol y que por vez primera les avivaba un nítido albor de esperanza. Sería difícil, peligroso, tal vez alguno quedara en el camino, pero todos tenían por fin un objetivo meridiano. Sacar la fábrica a delante y con ella sus vidas estancadas.

 

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Rebeca

A propósito del tema: (La mejor actuación de mi vida)

 

Fco. Javier Martín Franco

 

Era mejor correr que dejarse pillar in fraganti por aquella monja y aquel diácono. Con doce años es tan fácil trepar un muro y saltarlo como arder por dentro escuchando de labios de una niña que le gusta como la besas. Mi mayor obsesión de entonces era el territorio femenino, los descubrimientos excitantes del sexo y el deseo; y aquella niña de cabellos negros, ojos grandes y verdosos, era el nuevo territorio que explorar, la aventura de un conquistador novato, un Calixto albaicinero, un extremeño sin mar y sin espada, a diferencia de los que venían pintados en los libros de Historia.

La conocí entre las demás pupilas que se arremolinaban en el portal del colegio de internas para cruzar la pequeña plazoleta que lo separaba del edificio de dormitorios. Siempre cruzaban con dos monjas de carabina y era prácticamente imposible el acercamiento. Lo mejor entonces era camuflarse como el Zorro, y nada mejor para ello que las grandes macetas de aspidistras que flanqueaban el zaguán. En la fresca penumbra de esos 50 metros cuadrados, mármol gris y cal apagada, aguardaba en caótica formación, estridor de grititos y risotadas, aquel rebaño de estrógenos en ebullición, gracias tiernas imán de nuestros deseos; pero aquello duraba poco, como las cosas buenas, apenas un minutos antes de que salieran a la calle y cruzaran al otro lado encabezadas por una de las hermanas.

Las niñas acariciaban las plantas y nosotros sus manos. En aquel alveolo de emociones tenté por vez primera su piel adolescente y me llené de esa nueva efervescencia llamada amor, al punto de soñar con ella a cada rato, noche tras noche. Al día siguiente intercambiamos las primeras palabras.

–Me llamo Rebeca.

–Y yo Javi.

Con aquella chica desde luego no se podía pasar frío. Y pronto lo comprobé. La tarde siguiente se quedó rezagada, se coló en mi escondite tras el macetero, se puso a unos centímetros de mí y un calor inexplicable comenzó a azorarme dulcemente al tiempo que notaba la chispa de sus ojos arrimarse, y sus labios húmedos rozar con los míos en un tierno beso. Acto seguido echó a correr acompañando con el chasquido de sus zapatos el eco de su nombre que ya gritaba a voz en cuello una de las monjas.

Estaba claro. Tenía que tenerla por más tiempo, tenía que intentarlo. Y una tarde en el Huerto Carlos, jugando a la lima, Julito, uno de mis amigos, un año mayor que yo, me dio la solución. Él Solía hacerle los repartos al pastelero del barrio a quien llamaban el Coronel. Un par de veces a la semana entraba en el Hogar de niñas de San José para llevar dulces de toronja con crema de huevo y milhojas con merengue.

–Te vienes conmigo, conozco ese colegio al dedillo –me propuso–, sólo habrá que distraer a la monja de puerta y luego, una vez dentro, te escondes entre los setos del jardín o tras la caseta del jardinero. Para salir sólo tienes que saltar la tapia que da a la calle de atrás, por ahí hay menos altura. ¿Entiendes?

Ciertamente no sé si lo entendía, en ese momento yo actuaba impulsado por la fuerza primera del amor, por la insolente insolencia de la inocencia, si se puede decir; tan sólo porque iba a cumplir los doce y los ojos y los labios de Rebeca eran el mejor regalo de cumpleaños que jamás hubiera tenido.

Le entregué a Rebeca un papelillo con los datos del plan para el día siguiente y otro beso selló nuestra complicidad.

Un veintidós de noviembre de 1976, minutos antes de las cinco de la tarde, ya estaba en el zaguán del Hogar de San José, frente al cordón de la campana, sosteniendo una bandeja de pasteles entre las manos y acompañando por mi compinche Julito, que tiró de la cuerda. Sonó la campanilla y al instante se abría el protón chirriando. Apareció una monja bastante mayor y gruesa, a la que Julito acalló con un contundente. “no se preocupe, madre, me sé el camino perfectamente”, y echó directamente a andar. Yo me había pegado a su espalda y con rápidos movimientos como de lagartija desaparecimos del campo de visión de la monja, dejándola un tanto perpleja. Llegamos a un corredor un tanto oscuro al final del cual se entreveía la claridad de un espacio abierto. Julito se paró junto a una puerta donde se escuchaba ruido de cacerolas.

–Esta es la cocina –me dijo–. Yo me quedo aquí. Tú sigue hasta el final. Allí está el patio y el jardín. Ya sabes, busca la caseta de las herramientas y escóndete.

Hice lo que me dijo. Salí con tiento a paso ligero, casi de puntillas para no hacer ningún ruido, pero justo cuando llegaba al final, se oyó una fuerte campanada, una campanada delatadora, y siguieron cuatro más, y todas parecían decir: “ahí va Javi, a ver a Rebeca, ahí va, a esconderse en el jardín…”. Sonaron las 5 en punto y me hice de aire para volar hasta el patio. Un ruido progresivo de charloteos y risas traviesas, anunciaba el final de las clases, el momento que yo esperaba. Ahora tendrían las niñas media hora de recreo en el patio y otra media en la sala de juegos y de televisión. Ese lapso sería el nuestro.

Por suerte nadie me vio colar tras el cobertizo del jardinero, apenas dos metros cuadrados de ladrillos pegados al muro de una de las esquinas, tapando una vieja entrada al recinto. Me metí entre los cipreses que deslindaban el muro y encontré unos escalones que bajaban hasta la vieja puerta, el escondite perfecto; allí agazapado en el rincón más bajo de los escalones era imposible que nadie me descubriera.

Y Esperé allí estoicamente. Escuchaba ruidos, gritos y risas; notaba el paso del tiempo por el descenso de la luz, pero no pasaba nada; cada vez se veía menos y mis esperanzas de que apareciera Rebeca comenzaban a esfumarse. Serían más de las 5 y media cuando escuché unos pasos acercarse. Me asusté sobremanera porque parecían provenir de zapatos grandes, tal vez los de algún cura cabreado, un hueso que trajera en la mano la nota en clave de un loco enamorado. Me puse de pié y me pegué como un sello al marco de la puerta sellada. Los pasos se oían cada vez más cercanos, más delatores, pero al mismo tiempo empecé a notarlos más pequeños, como los de una chica dispuesta a darle a su romeo el mejor beso de su vida.

Segundos después salí de dudas. Una falda de cuadritos y una rebeca azul marino se recortaron tras el ciprés, era mi Rebeca que entraba en la guarida dejando en la retaguardia a una amiga.

–Aquí –dije callando–. Y su cuerpo de ola rodó hasta mí con una sonrisa.

–No tengo mucho tiempo. Nos pueden pillar. Estás loco –musitó ella. Pero no podría precisar este si fue el orden correcto de las frases, lo que sí recuerdo es que acabaron con un beso pequeño, seguido de otro más grande, enorme, igual de inmenso y mojado que el mar de Almuñécar que tanto me había cautivado ese verano; pero dulce, dulce. Luego se sentó acurrucada contra mí y cogió mis manos, que miró por un instante.

–Mi madre vive y trabaja en una casa de la Gran Vía –me dijo–. Pronto me llevará con ella. No vayas a creer las habladurías que dicen que todas las internas de aquí somos hijas de…

–No, yo no creo nada de eso. Pero aunque fuera cierto me daría igual. ¿Nunca sales de aquí? No nos podemos ver algún día en la calle.

–Un domingo sí, uno no, viene mi madre a recogerme.

–Entonces podremos vernos un domingo…

–Vale

–Me gustan mucho tus besos.

–Y a mí los tuyos.

Su respuesta quedó entrecortada por los siseos que veían del patio.

–Me tengo que ir –dijo excitada–. Mi amiga me está avisando. Adiós Javi.

Volvió a rozar mis labios, esta vez con sus dedos y se perdió diciendo:

–No que te muerdas las uñas.

Aguardé unos minutos más en mi nido. Y cuando ya era noche incipiente, dando las seis campanadas, salí con tiento del escondrijo hasta salir al patio abierto. En ese instante los vi. Una monja alta y enjuta con cara de cuadro de El Greco y un cura joven o diácono, corpulento y de grandes entradas.

–¿Que haces tú ahí? –me gritó el cura cortándome el paso.

–¿Tú quién eres? ¿Cómo has entrado? –inquirió la monja.

Nos supe qué decir. Sólo bajé un poco la cara para que no me reconocieran. Realmente no había nada que decir. La verdad era pecado para aquellos jueces de la castidad, pasarme por ladronzuelo me hubiera causado serios problemas en casa. No había otra opción. Me hice el cojo y comencé a contar un royo que me inventé sobre la marcha, nada convincente pero oportuno.

–Es que se nos ha caído el balón dentro y me han dicho que podía saltar que no pasaba nada.

–¿Quién te ha dicho eso? –preguntó de nuevo la monja.

–¿Qué balón? Yo no veo ningún balón –precisó el diácono.

–Lo estaba buscando, pero al saltar la tapia me he hecho daño en el tobillo. Miren, allí parece que está.

El cura giró la cabeza, la monja no. Supe que ese era el momento y salí pitando por el flanco libre de la monja, que trató de agarrarme sin éxito. Corrí como alma que lleva el diablo hasta el muro de enfrente, trepé como gato negro mientras el diácono trataba de darme alcance, me subí a horcajadas y me dejé descolgar del otro lado hasta la calle.

Estaba libre. Pero toda libertad tiene un precio: tuve la mala fortuna de caer sobre un escalón en cuyo desnivel me torcí el tobillo, no sé si el mismo que antes había fingido. Me dolía bastante, apenas podía andar, pero aquel dolor no me importaba había salido del colegio de monjas y llevaba conmigo, prendido de los labios y el corazón, lo más valioso de la mejor virgen.

 

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Dejadme uno antes de iros

(A propósito de los temas, “ese no es mi caso” y “se me perdió el boli”, de la tertulia Telees, La Casa de las Palabras, Nerja)

Fco. Javier Martín Franco

 

Me acuerdo de Bernardino, un tipo alegre e inteligente. Y lo veo en sus tiempos de fuerza, de señor modelo, de hombre imán en todas las reuniones, ejemplo de envidia para muchos, sobre todo los que no lo conocían. Sí, me acuerdo de ese Bernardino, ya que del otro, ese más próximo en el tempo, arrastrando su enfermedad rara y progresiva, que lo fue consumiendo como cirio de iglesia vieja, una triste imagen que él mismo trató de evitar a toda costa prohibiéndonos las visitas a su casa , ocultando sus ingresos en el hospital. para que no lo recordáramos de ese modo, postulado todo el cuerpo, las piernas amputadas, las manos atrofiadas y ennegrecidas…, de ese Bernardino, no quiero acordarme, a pesar de que lo tengo metido en sesera día y noche.

Sus palabras a los amigos cuando saltó el primero de sus escándalos eran muy esclarecedoras proclamaban a berrido limpio su condición de estafador: No, ese no es mi caso. Pero sí que lo era. Bernardino había pedido excedencia en la escuela para meterse de lleno en ese gran negocio urbanístico.  Había comprado una finca inmensa en la ladera sur de un pequeño pueblo de la sierra, un terreno barato para un proyecto de viviendas de lujo. Todo estaba claro, su socio el del banco había arreglado las hipotecas con la central, el tema publicitario navegaba en esos años hasta por Internet y las primeras entradas en metálico, contantes, sonantes, hasta la firma de hipotecas, ingresaron para no salir en las cuentas anónimas de la Sociedad.  Él lo veía todo claro y actuaba y vendía con la naturalidad y la verborrea propias de los charlatanes. El tiempo jugaba a su favor y aquellas trescientas setenta y seis viviendas no salían del cajón de la promotora. Acotaron el terreno y colocaron el panorámico cartel, pero ahí quedó todo. Cuando un grupo de afectados buscó abogado y puso la primera denuncia, Bernardino ya estaba haciendo las maletas con destino a aun paraíso fiscal de Centroamérica. Se llevó prácticamente lo puesto, un par de mudas, doscientos millones en billetes de 10.000 en el doble fondo de la valija, bien forrados con papel de calco negro, de los que antiguamente se usaban las máquinas de escribir, para evitar los detectores y unas gafas de sol negras con la que evitó las ojeras y su mirada de fugitivo en los pasillos del aeropuerto. Por esas mismas fechas su socio empleado de banca, acosado por los afectados y la vergüenza, metió una pistola en su boca dejando en la pared de su escritorio un cuadro abstracto y en la retina de hija de ocho años, que fue la primera en descubrirlo, un trauma para toda la vida.

Pero Bernardino tenía estómago y cabeza para todo. Diez años duró aquel exilio caribeño, hasta que prescribió su pena. Regresó ya algo delicado, una vez su mujer me dijo que fue en aquella isla llena de cocoteros y mulatas donde contrajo ese extraño retrovirus que poco a poco lo estaba pudriendo. No obstante, en esa época aún brillaba su energía inventiva a las mil maravillas; pidió su plaza de maestro y se trasladó a Marbella con la mujer y los hijos, donde se estableció como un honradísimo profesor y padre de una familia ideal. Escogió la mejor de las tierras para su incesante actividad de guante blanco. Las tarjetas de crédito y débito fueron entonces su nueva golosina. Volaban por la cuidad de la especulación y el lujo, y él se propuso pillar cuantas pudiera, bien cebadas, por los aires para luego sacarles el jugo.

Solicitó las visas de mayor cobertura y en unos meses las fue dejando en sus huesos de plástico. Números rojos que fue saldando con otras tarjetas firmadas en distintas entidades. Fue durante este entramado cuando le sobrevino el primer gran susto de su precaria salud,  empezó con un dolor en un dedo del pié, el gordo para ser más exactos, creyó que era gota por las continuadas mariscadas en La Traiña, pero sus niveles de ácido úrico eran los normales. Tuvo que acabar con el asunto de las tarjetas porque un día descubrió sus pies hinchados, doloridos, tiznados con un extraño tono amoratado, y cayó en la cuenta de que no podía caminar. En la última de las tarjetas de crédito quedó la loza que nadie iba a pagar. Le embargaron una parte de su nómina de maestro, pero su enfermedad era ya tan tediosa y visible que resultaba para todos, incluidos fiscales y jueces, --no meto aquí a los banqueros–, el mayor de sus castigos.

Los amigos siempre lo pensábamos, esa rara enfermedad incrustada en su médula, que contaminaba todo su sistema nervioso y locomotor pudriendo sus miembros, arrebatándole la salud de cuajo, no era sino resultado de su vida de hurto y estafa. Aquel juicio sentenciado en vida acabó radicalmente con la sonrisa perenne de Bernardino.

Pero él jamás quiso creer que su enfermedad fuera resultado de sus tropelías.

–Si fuera así –pensaba en voz alta un día que lo visitamos en el clínico–, medio mundo estaría jodido, tan jodido como yo o peor todavía. No hay nada más que ver a los mayores criminales del mundo tan sanos como una manzana colorada. Esto que me ha pasado a mí, tiene que ser un fallo en el plan de mi vida. A veces surgen imprevistos y en el tema de la salud es donde más imprevistos surgen.

Bernardino parecía tenerlo claro, pensaba que todo en la vida eran planes y maquinaciones. Y a su manera tenía razón. Aquel día en el hospital, hizo una breve pausa, seguramente le vino en ese instante alguna brillante idea para estrujar las arcas de la compañía de seguros. Tras despedirnos y echarnos la bronca por haber indagado su paradero, habiéndolo visita contra su voluntad, remató:

–Ya lo tengo, ¡pero he de que anotarlo y se me perdió el boli! Seguro que mi gente lo ha quitado de en medio para que no lo encuentre –y bajaba la voz doliéndose otra vez de su pierna amputada:

–Por favor, dejadme uno, antes de iros.

 

Ahora Bernardino es sólo un recuerdo, un mal regusto, una pesadilla olvidada  para sus víctimas, un recuerdo lastimero para la mayoría de sus amigos, las últimas páginas de un cruento y largo capítulo acabado, para su familia.

 

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De lo demás ya me encargo yo

 

Franjamares

 

Haga usted el favor de escribir lo que piensa. De decirlo, de mostrarse ante los demás sin farsas, ante sí misma, con la astucia única de la franqueza.

¡Así me gusta! Lleva usted muchos años lamentándose de muchas cosas, y tal vez hizo bien poco por cambiar su suerte. Siempre las mismas quejas. Que no tiene y nunca tuvo el amor en su vida, que no puede contar con un hombre que la quiera de verdad y no a ese reflejo de su vanidad que ve en usted; que no escucha el temblor de palabras tiernas, ni suspiros al oído, ni caricias sin límite… Demasiado tiempo mirando la punta de flecha de su fatídico destino, tratando de olvidar tantas cosas inolvidables, arrostrando los miedos enquistados en los rincones del alma. Y esa postura no es sino una huída hacia adelante. Puede usted dejar de ser una mujer herida, un soplo ahogado en lágrimas, una vengadora sin prisas y sin miedo…

No quieres contarme por qué lo hiciste anoche. Te lo diré yo. Una mujer como tú, como yo, puede amar a un hombre feo, inválido, idiota, incluso a un hombre malo, pero lo que no aguantará jamás es un cariño forzado. Mucho menos un chantaje bien cebado de amenazas de muerte. Usted señora lo ha hecho, y yo no puedo ahora lamentarlo. De esta manera ha condenado su alma con un pecado capital, pero ha librado su cuello del corte certero de ese Damocles, pronto bajo tierra. Era un asunto de vida o muerte. Pero lo que más me asusta de usted es la forma en que lo ha hecho. Ese rasgo tan nuestro no lo conocía.

 Pasando las páginas del Corriere dela Sera, Humberto Eco ideo el argumento para su novela El nombre de la rosa, usted, ha maquinado el envenenamiento de su marido tras pasar la última página de la última de las palizas. Los niveles mortales de arsénico mineral, más conocido como matarratas, serán detectados en la autopsia y no hay otra escapatoria que afrontar los hechos. Usted va a pasear a la sombra del patio de alguna prisión provincial entre otras mujeres; la mayoría por delitos contra la salud pública, algo similar a lo suyo, que estará presa por atentar también contra la salud, es su caso la salud privada del hombre con quien compartió siete años de su vida.

Me dirás que prefieres esta pérdida temporal de libertad, este peso en la conciencia, que la cárcel en vida junto a ese tipo intimidador que no sirvió ni para darte descendencia. Sí. El idiota creyó hasta el último minuto, justo antes de espirar entre retortijones, que él era el padre de su hijo. Pero tú le lanzaste a la cara lo contrario, que el niño no era suyo, parecías disfrutar con que muriera además con un dolor de cuernos.

Fue usted sincera sin embargo. Después de la primera paliza, o tal vez fue la segunda o la tercera, cuando aun los verdugones pintaban su piel, se produjo aquella fructuosa aventura. No era amor, aunque había cariño en la mirada de aquel muchacho; deseo sí existía en su desmedida; algo de despecho también; y un imán invisible de follar para engendrar a espaldas de ese monstruo, quizá lo que más.

No se lamente usted. Pues ese monstruo era para usted algo más que un monstruo. Esa el suyo. Usted permitió que lo fuera desde el principio, entonces el lobo no era sino un cordero con ojos de niño malo. Reconozca su parte de culpa o sígase lamentándose de los hechos. No hay culpables del todo ni víctimas irreprochables.

Los últimos años de convivencia los sentiste siempre iguales, tediosos: un día bueno, otro malo, un día así, así, el siguiente para borrarlo de la red de la memoria, a remate surgía la paliza… y por último la boca seca de la venganza. Una absurda tragedia. De los primeros actos surgió el despecho, el idilio fugaz y la vida de un hijo; los demás fueron alimentando una tras otras esta venganza final precipitada tras la última paliza.

¡Cree usted que va engañarme! Seguro que podrá engatusar a las funcionarias,  a las asistentas y psicólogas de la cárcel, o a las hijas de Lilit encaramadas en el feminismo combativo. No me engaña. Quiere hacerme creer que la única salida era matarlo. ¿Seguro que no había otras?

Usted y yo, preferimos no contestar a esa pregunta. Mejor así. Al menos no lo hicimos contra el padre de nuestro hijo; pequeño y estúpido resarcimiento, que no justifica gran cosa, aunque ablande algo la caída. Las mujeres tenemos una visión general y holista del mundo, menos lineal y temporal que los hombres, acaso eso también nos ayude a superarlo.

Usted es ahora una mujer libre, una mujer presa, pero también una mujer viuda, y alguien así, en lo más profundo del alma, siente que tiene que rehacer su vida dando lo mejor que toda mujer tiene. El amor desprendido a quien lo merezca. Su hijo es por supuesto lo primero. Después acaso busque un lugar cálido lejos de aquí. Sienta el pulso por la meseta de su madurez trabajando con ahínco  y con ganas. Y deje al cabo el ánimo tan suelto como su pelo, el pecho entreabierto, asomando la canal que deslinda la altura de su corazón, por si acaso una mirada de ojos sinceros, pase a formar parte de su vida; alguien ajeno de sus secretos; alguien que también la cuide a usted.

Sí, ahora sólo ha de querer ternura. De lo demás ya me encargo yo.

 

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Tertulia Telees La Casa de las Palabras, Nerja. Dic. 2007.

A propósito de los temas: un baño entre la vida y la muerte

y Me faltan las ideas.

(Y un poema de regalo)

 

Por Franjamares

 

Cuando se goza de salud se es arrogante, la pérdida de ella se parece bastante a un baño entre la vida y la muerte.

La arrogancia es un vicio entre los hombres, un vicio tal vez tomado de ese ser mítico y perverso al que llamamos Diablo. Este ángel caído no existe sino en nuestra mente. Su ciénaga de maldad, su búsqueda del placer hedonista a costa de cualquier cosa encharca nuestras neuronas de deseo joven como el vino, de vampirismo social, de satisfacción insatisfecha… Y en ese estado somos insaciables. La soberbia es la madre de la arrogancia y, asimismo, el talón de Aquiles de las sociedades modernas. Los imperios son soberbios, como los humanos que los han creado, y empujan al orgullo agraviado a los pueblos sometidos. Los Imperios no se han acabado en el devenir de la Historia del Hombre, porque el hombre, por influencia de aquel mito con pies de cabrón –es decir: su propio egoísmo–, se enseñó a creer en la escasez, en la separación, y no en el amor ni en la unidad entre las gentes; quiso ver al extraño cuando no al enemigo en los ojos del prójimo; y enseguida asesinó al hermano, como Caín hizo con Abel o Rómulo con Remo.

Por ello la droga de moda hoy en día en la cocaína, elixir de la potencia y la prepotencia, de la claridad mental de artificio, de la arrogancia rociada de alcohol, que hace demiurgos de la noche, señores de la altiva realidad en que se miran, a través de sus ojos excitados.

 

Con la perdida de la salud, caemos en la más llana de las posturas ante la vida, en la humildad de “sálvenme por favor”, nos precipitamos en el tajo de la precariedad de la carne, y en este brete existencial se pueden tomar dos opciones, o permanecemos en el limbo de los morbosos, o vislumbramos el secreto de la vida ganando el gusto por las cosas pequeñas, como la sonrisa de un niño con maños de niño; preferimos entonces vivir en el presente, con la alegre brevedad de una mariposa sobre las llagas añosas de un roble; en definitiva, en un baño caliente, con espuma y patito de goma, a ser posible con unos pies desnudos al lado.

Un baño entre la vida y la vida. A expensas siempre de la muerte. Nuestro inevitable final.

 

Me faltan las ideas pero no las ganas de decir. Trágica paradoja que me hunde en las teclas de este teclado, en el líquido de esa pantalla vacía, sin encontrar una tabla siquiera a la que asirme. Me faltan las ideas en esta tarde de martes, con la cabeza dolorida tras una fiebre inesperada, con el estómago hirviente, la boca seca... Que mejor pretexto para huir de estos textos que flotan en el éter, que aguardan circundado sobre mi cabeza vacía de ideas.

Se me ocurre una tontería para terminar: escribe aunque estés en blanco, pero hazlo siempre con tinta que no sea de color blanco.

 

 

Mis ojos vieron.

 

La luz helada de noviembre

se licuó en la recién encendida

de mis ojos de niño.

Miré los montes verdes y rojos,

las montañas violáceas y blancas,

el firmamento celeste y negro,

el fulgor de las estrellas

y el de las piedras antiguas.

 

Mis ojos de recién farero

vieron también el perfil de la gente,

el rostro marchito de las viejas,

las manos fuertes de los hombres,

el cabello perfumado de las mujeres jóvenes,

las grandes orejas peludas de los viejos,

los labios de celinda de las niñas,

las rodillas heridas de los amigos…

 

Mis ojos sabían mirar sin tamices

y por ello la luz oscura de la miseria

empañaba a veces mis corneas de arcilla.

Mis ojos olían y palpaban la vida pequeña

de un pequeño barrio,

rompían los charcos helados

en las mañanas de enero

y miraban la Alhambra

empañados en lágrimas de frío,

bañados en el agua fresca

de las aljibes de la inocencia.

 

Por fin mis ojos vieron el mar,

la inmensidad azul y profunda,

supieron que su particular reflejo

era nada ante tanta grandeza.

Entonces el aire salobre oreó mis pestañas,

sazonó mis labios de niño

y supe que era parte de aquella luz,

de aquel mar de arena y espuma de Almuñécar

donde aprendería a ser con ojos de hombre.

 

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                                                  La Bala

 

(Para la tertulia Telees de La Casa de las palabras, miércoles 19 de diciembre, 2007)

 

Franjamares

 

Aquella mañana de sábado el sol resbalaba por nuestras cabezas con mano paternal. La chiquillería del barrio trajinaba apostada contra los muros viejos de la iglesia de San José (padre en todas las escrituras), ocupando los escalones gastados de la sacristía cerrada. Yo era uno de ellos y también estaba aburrido. Un aburrimiento que duró apenas dos minutos, pues las palabras mágicas de uno de los amigos, lo disolvieron como la suciedad de nuestras manos de niño bajo el agua de la aljibe de la esquina.

—Podemos ir a Sierra Nevada.

—¿Eso está lejos, no?

—Un poco, pero yo conozco un atajo por donde podemos acortar.

— Entonces vamos.

—Vamos.

—Yo, yo, yo no voy –tartamudeó uno que nunca se apuntaba a aventuras arriesgadas.

—¿Que no vienes? No nos importa, ya sabíamos que tú no vendrías. Además, he traído algo chulísimo para enseñároslo cuando lleguemos arriba. Así que tú no lo vas a ver.

La comitiva encabezada por nuestro guía, serpenteó las callejas del Albaicín, cruzó la Cuesta del Chapiz, llegó a las calles del Sacromonte y desde allí ascendió en manada hasta el cerro de San Miguel. Arriba en el descampado habían colocado dos porterías de fútbol; lástima que no tuviéramos una pelota. Junto a los muros del reformatorio había una fuente con dos caños, de la que bebimos un agua fresquísima antes de continuar.

Por fin nos internamos en la espesura de los pinos. La vereda estrecha se abría paso entre una frondosidad cuajada de gotas de sol y umbría fresca. Las piñas caídas y abiertas, a las que extirpábamos los piñones; las setas que cogíamos con tiento y miedo envenenado; la yerba húmeda en las zonas abiertas, las zarzas cuajadas de moras en los barrancos… Y allá arriba, entre la espesura, la pantalla blanca y dentada de la sierra, nuestro horizonte en aquella mañana de aburrimiento.

—Anda, enséñanos ya lo que tres ahí.

—Cuando lleguemos al laberinto.

Abrimos vista a la zona que llamaban el corta-fuegos, que ascendimos como tropa de maniobras, rambla arriba, pisando la grava de aquella veintena de metros baldíos que ascendían hasta la cima. Cruzamos del otro lado del bosque, donde los pinos eran todavía más altos y viejos, aunque algo más distantes y enraizados sobre terreno de menor pendiente. Un prado extenso lleno de florerillas de colores, predominado el amarillo, se abrió ante nuestra mirada de niño explorador; un muro de piedra cubierta de musgo, seccionaba parte del paisaje. Aquella construcción de época musulmana, era lo que nosotros conocíamos como el Laberinto del Moro, donde según la leyenda que manejábamos, en alguno de sus recovecos, podía aún verse enterrado un valiosísimo tesoro. Sin embargo, el mejor tesoro de aquel lugar eran las estupendas vistas que sobre la ciudad, el Albaicín, la Alhambra y la Sierra, se disfrutaban. Un enclave privilegiado que ya habían empleado los nobles nazaritas como lugar de esparcimiento y meditación.

—Queda mucho para la Sierra —pregunté yo en mi inocencia.

—¿A la Sierra?, para llegar a Sierra Nevada hay que ir en coche o en autobús; parece muy cerca porque es altísima, pero está a un montón de kilómetros. ¿No me digas que te habías creído que íbamos a la Sierra de verdad?

—Entonces, enséñame esa cosa tan chula y misteriosa que has traído.

—Venid todos –dijo Carlos, carlangas para los amigos, que así se llamaba nuestro guía,  sacando del bolsillo dos cartuchos de postas, sin explotar. Y una bala de rifle también intacta.

—¡No jodas, carlangas! Eso puede explotar.

—¡Ah, sí! Y, ¿qué vais a hacer?, salir corriendo, para no ver la explosión.

—¿Sabes como explotarlos? –dijo Manolo, otro de los excursionistas—. Yo no tengo ni idea.

—Apartaos. Voy a poner aquí un cartucho –sentenció Carlangas—; aquí mismo, sobre el muro del Laberinto, apisonado por esa piedra gorda de ahí —ya había enguipado el losco—, para que lo sujete bien, y con el percutor de la base mirando para nosotros. Una vez colocado, cogemos todos una piedra y el que sea capaz de acertarle en el centro con este gomero –señaló su arma favorita—, lo hará estallar como la mili. ¡Pero cuidado! Dentro lleva, prensado con la pólvora, un montón de plomillos y pueden salir disparados para todas partes alcanzando a alguien.

Las palabras de Carlangas nos emocionaron, y en este estado de provocación comenzamos con la pugna Nos retiramos unos veinte metros y dieron comienzo los disparos. Había uno, al que llamábamos Malín, que tenía una puntería exquisita; así que Carlangas lo dejó para el final. He de confesar que de las tres pedradas que lancé con el gomero ni una dio a menos de un palmo del cartucho. En cambio, Manolo acertó de lleno con uno de los lanzamientos. Nos tiremos al suelo como en las películas de guerra, pero el cartucho no explotó ni nada por el estilo. Lo único que hizo fue salir disparado perdiéndose del otro lado del muro, entre unas zarzas. No dimos con él.

—Bueno, no os preocupéis –dijo Carlangas—, tenemos el otro y también la bala.

Colocamos el cartucho nuevo en otro lugar, comprobando que la parte trasera estaba despejada, por si caía. Y volvimos a disparar. Esta vez lanzó primero Malín, su primer intento fue aceptable, pero le dio en un canto y el cartucho se ladeo. Carlos volvió a colocarlo bien y Malín, que seleccionaba sus proyectiles entre las mejores piedras, volvió a disparar.

¡Puumm! ¡Paaff! El estallido fue doblemente fragoroso, percutió en mis tímpanos con tal fuerza que me dejó sordo por momentos en medio de un pitido extraño, que el miedo no hizo sino terrorífico. La piedra que lo pisaba y otras del propio muro, saltaron por los aires al menos diez metros en medo de una erupción de fuego, cayendo enseguida sobre nuestras cabezas Nadie por suerte salió herido de consideración. No cuento aquí como heridas, el dolor chirriante en el oído interno y la fabulosa dosis de acojone.

Al momento llegaron las frases de euforia.

—¡No veas, qué berrido!

—Hostias.

—Lavín,

—Nunca había escuda un zambombazo tan gordo. Y tan pestoso.

Hay que decir que el olor a pólvora era inaguantable.

Aún nos quedaba la bala y el estallido del cartucho había despertado en nosotros instintos más primitivos y peligrosos, que tal vez surgían de nuestras profundidades genéticas, pegados a nuestro cerebelo, del largo periplo del hombre por alcanzar el fuego. Tal vez por eso Carlangas lo vio con claridad.

—Mirad allí. Hay restos de una fogata. Podemos encenderla y meter dentro la bala.

Dicho y hecho. Rebuscamos ramas secas troncos y piñas y con el mechero de encender los cigarrillos Piper, le metimos lumbre a la hoguera. Se encendió enseguida. Carlangas agarró la bala y la colocó dentro de una caña que había previamente buscado, colocándola como una especie de lanzadera de misiles sobre las llamas.

¡Qué jilipollez! Pensamos todos.

Cuando la lengua de fuego llegó hasta la caña, ésta se partió consumida por la base cayendo enterita, con bala dentro, dentro del meollo ígneo. Se produjeron entonces nuestras preguntas. Cómo había caído, qué dirección había tomado, a quién apuntaba aquella bala loca, o cuánto tiempo tardaría en salir disparada. Así que salimos corriendo ¡sálvese quien pueda! Buscan la seguridad de los muros del Laberinto. Pero no nos dio tiempo ni a eso. Con los pies en polvorosa oímos un disparo que partió la hoguera en dos y nos dejó paralizados y con la secreción de todos los miedos circulando a la altura de nuestra corbata.

Sin embargo, otra vez estábamos todos sanos y salvos. Y la peor de las incidencias no era sino un conato de incendio forestal que ya nos disponíamos a apagar con ramas y tierra.

 

Dime

 

Por Franjamares

 

Dime, dime lo que quieras pero habla, tu silencio me pone nervioso. Es preferible oír el traqueteo constante de tus palabras, que la ausencia de tu voz y el no saber qué decir de la mía. Dime algo aunque sólo sean simples nimiedades, cotidianeidades caídas en el alveolo del día, y hasta los episodios más prosaicos cacareados por el altavoz de la tele…

Dime, dime cosas, porque creo que en el andamio creado por tus palabras me siento seguro, tranquilo en la red de imágenes que tú me entregas, a recaudo del espejismo en forma de precipicio que se abre a veces ante nuestra mudez.

Dime en todo caso lo que quieras. Háblame de filosofía oriental por ejemplo, de que el Universo es fruto de la polaridad nacida de la Unidad primera, y que todo cuanto alberga contiene los dos polos como mecánica de la existencia. Dime que existe el reposo y el movimiento, la contracción y la expansión, la condensación y la dispersión, el retroceso y el avance, la luz y la oscuridad, lo dicho y lo callado… Dime que desde lo más simple hasta la más complejo, en todo ser, cosa o pensamiento manifestado, se expresa esta polaridad natural. A cada yin le corresponde su yang.

Dime entonces ahora que prefieres callar. Que tanta palabra vocalizada una encima de la otra, sin las elipsis yang de consonancia, no crea sino ruido, que es mejor el mutismo porque da aliento a la imaginación y realza otros lenguajes, como el lenguaje de la mirada, el del olfato, y el del tacto expresado en tus manos, o las mías, sobre la piel relajada del silencio. Dime con una sonrisa abierta y sincera que quieres dar un paseo frente al mar escuchando sólo la resaca de las olas y el chasquido de nuestros pasos. Dime con un gesto de tu boca que eres feliz en este momento y no necesitas las palabras, que te conformas con respirar el éter que las sustenta, porque a veces las palabras son como piedras, pesan demasiado, delatan al que las suelta o a quien se les cae de la mente y la boca como aludes bajo el eco poderoso de un pensamiento inmoderado.

Dime entonces que es mejor callar, que es mejor que me calle, que no hable de lo repetido, que no mencione el mismo tema común y recurrente, remachado, que te hable con otras lenguas dejando en remojo la de la boca.

Por ejemplo: ayer sentí el perfume de tu cuello en lo más hondo de la pituitaria. Pensé “que bien hueles”, pero no te lo dije con palabras, acerqué mi nariz a tu garganta y mordí de tu fruto, aspiré de tu dulce rubor… y todo quedó dicho. “Dime”, me dijiste, “dime que me quieres”. Pero tampoco ahí pronuncié palabra, el lenguaje del silencio selló de nuevo mis labios.

Luego, ya no estabas para oírlas, me vendrían a la cabeza las palabras del poeta:

 

Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio

claro como una lámpara, simple como un anillo.

Eres como la noche, callada y constelada.

Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

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Metrosexual

 

Franjamares

 

Es un hombre que existe ahora,

emergente más que joven,

modernista más que moderno,

que suaviza su testosterona con cremas depiladoras,

lacas y músculos de plástico.

Afrenta la igualdad de sexos con tono de gimnasio

pero en los brazos de una madre longeva;

coloca su prioridad primera en el dopaje virtual,

en los donuts light sin agujero,

en la pasta, en la pastilla

en una carrocería financiada,

con cuantos más caballos, ¡de maravilla!

Su drama intelectual acaba y empieza

con alguna basura televisiva,

mejor si es grande, hermano también

y además hablan en el gimnasio de cómo te brilla.

O en la inmersión en magma decibélico,

atronador, repetido, destellante,

con sacudidas rociadas de nuevo rol

y química regurgitada con las luces primeras del alba.

Dicen que este elemento metrosexual,

suave por dentro y por fuera,

ambiguo en los gustos y andrógino en las formas,

es conato de la decadencia del espermatozoide peludo

Ese que llaman (mejor llamaban) macho y con su fuerza,

acaso un complejo de inferioridad,

ha marcado la historia del hombre

y la intrahistoria de la mujer.

                        

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La viuda

                  

Por  FRANJAMARES

 

La viuda fija sus iris negros

en el entrecejo de ese tipo inesperado.

Sus tres difuntos son ya puro recuerdo:

reposan bajo su paladar mientras,

ya escanciado,

saborea el espléndido caldo carmesí

y su cuerpo, de Proserpina madurada,

ondea mostrando sus encantos

ante las narices del advenedizo

–otros  parroquianos beben y bailan

en esta entusiasta libación del viernes–.

 

Los labios macerados de esta mujer

hablan de amor sin apego,

de efusión sostenida por el deseo,

de besos de nácar y abrazos de aire...

de deleite espiritual, y de altares

donde doblar la espina con el corazón abierto.

–No más que música celestial

en el templo de cualquier Uriel–

 

Pero ella parece una mujer triunfadora,

libre, liberal, aun libertina en sazón acorde.

Una hembra muy dispuesta

que luce soberbia la batuta del flirteo

con una voz profunda y algo cascada

esbozando media sonrisa de alcohol...

o desata las caderas del flamenco,

entre palmas y voceos,

con las manos hechas de aire.

 

Sí... Ella, la viuda,

ha enterrado a todos los hombres,

y no sólo a los suyos.

Ahora es una mujer independiente

–y postmoderna–.

Una hembra que elige sin ligaduras

sobre el sitial flotante de la insumisión femenina.

La médula de ternura y pragmatismo

que vertebra a toda mujer

es ahora su mejor vestigio,

su más dulce y secreto atractivo:

Ese grial del que algún hombre advenedizo

sentirá la urgente tentación de escanciar.

 

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Cuero viejo

 

Por Franjamares

 

Si lo pienso. No me sale nada.

Puedo sin embargo, sin pensar demasiado, comentar un episodio del ultimo libro leído; que al rey Felipe IV, padre del luego llamarían El Hechizado, ya en el lecho de muerte, contando los últimos estertores, junto a su esposa la reina austriaca, con el cardenal primado y el nuncio a su lado, en ese trance, digo, le metieron en la cama, bien pegadita a él ente las sábanas humedecidas con el sudor frío del tránsito, a la momia incorrupta del santo de los labradores, aquel Isidro, Dios Pan de los cristianos que, tieso como la mojama, le demostraba al moribundo su destino irremediable. El hombre poderoso del mundo, el gran rey de las Españas, igualado por la pelona al más humilde vasallo, a punto de convertirse en no más que un ilustre fiambre. En la mejoría de la muerte se abrazó al gélido cuerpo de la momia que olía a cuero viejo y mandó llamar a su hijo, mientras la reina rezaba.

 

Dale salud a su cuerpo

virtuoso o pecador

y nuevos días de gloria

para este nuestra nación.

Si esto no fuera posible

dale al monarca el valor

que le falta para el tránsito

de este mundo de aflicción

al de la beatitude eterna

y tu bendición, santo Isidro,

y concédele propicio

el reino de la salvación.

Amén.

 

No, no llamó a su hijo Juan, joven bizarro, ágil de pensamiento, diestro en los menesteres de la nación, ideal para regir lo designios de un Impero en crisis, acosado en su debilidad por ingleses y franceses; no, no lo llamó porque era un hijo bastardo, vástago del amor que no del santo matrimonio de estado. La reina austriaca y los prelados lo habían dejado todo atado y bien atado, el monarca moribundo llamó a Carlos, al púber grotesco y enclenque, que no anduvo hasta los seis años, del que aún desconocían si su minusvalía, y por ello redoblaba sus rezos la reina, abarcaba también la capacidad de engendrar, dejando al país huérfano de la soberana estirpe. Hizo llamar a Carlos para darle el último beso junto a la momia del santo labrador, reliquia de cuerpo entero que, antes de servirle de milagrosa curación, allanaría mejor su paso al más allá yendo de la mano del más llano de los santos.

Según el nuncio era segura la entrada de Felipe en el cielo sin entrar por el purgatorio.

Según hasta los nada expertos en política, era seguro el declive irreversible de España y de aquella dinastía de los Habsburgo.

 

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La casa del árbol

 

 

En el jardín de mi casa había un olivo. Lo recuerdo enorme, gigantesco, con su tronco retorcido que acababa una horquilla bifurcándose en toda la extensión de sus ramas que se alzaban por encima de los muros del pequeño carmen. En un crucero de este alto ramaje mi hermano y yo habíamos proyectado algo estupendo, queríamos construir ni más ni menos que una casita, nuestra casita del árbol. Ya habíamos buscado algunas tablas, cartones de los buenos, una maleta vieja, cuerdas y hasta alambre acerado que  pedimos en una obra del barrio. Todo estaba preparado. Una tarde de noviembre, poco antes de mi cumpleaños, decidimos ponernos manos a la obra. Primero había que facilitar el acceso y empezamos a idear la forma de hacer una escala como la que unos días antes habíamos visto en una peli de Tarzán. Yo me ocuparía de eso, así que cogí la soga más gorda que encontré y la partí en dos mitades de la misma altura, justo la distancia que había hasta la primera cruz del olivo.

Ocurrió de repente. Comencé a sentir un extraño frío por todo el cuerpo y un dolor incisivo en la cabeza, la calentura aumentó y uno tiritones incontenibles me delataron ante mi madre. Tenía una fiebre altísima, tos seca, la nariz moqueante, ojos colorados, incluso noté molestia en la vista al encontrarme en un rodal de sol justo debajo de la jaula del canario, que cantaba el alejamiento de la tarde. Mi madre me llevó corriendo a la cama y rápidamente fue a llamar a don Paco, un practicante jubilado que vivía en el carmen de detrás. Don paco enchufó su linterna dentro de mi boca, mientras los temblores me seguían sacudiendo y descubrió unos granillos rojos de cabecilla azul, que según afirmaba, delatan definitivamente la enfermedad que parecía.

 

--Este niño tiene sarampión.

--No me diga usted, don Paco. Y eso es malo.

--Malo, no del todo. Eso es reposo en la cama sin salir para nada por lo menos durante una semana. Ahora que, empezarán a salirle unas ronchas grandes entre rojas y marrones por todo el cuerpo, y que por lo menos no se le caerán hasta los 10 días.

--Válgame Dios. Lo que me faltaba ahora, el niño con sarampión.

--Y tengan mucho cuidado, porque es muy contagiosa. Seguramente caerá alguno otro que no la haya pasado antes.

 

Ni que decir tiene, que mi hermano continuó haciendo la casa en el olivo, que cuando venía verme, hablándome desde lejos, como a un apestado, me contaba las maravillas que ya tenía instaladas: el techo de cartones, la maleta recortada a modo de ventana, las tablillas del suelo… Que le faltaba muy poco para completarla y que todas las tardes la disfrutaba, subiendo y bajando por la escala y viendo desde arriba las estupendas vista de la Alhambra, de Granada, y hasta de la fuente de colores del Campo del Triunfo recién inaugurada, que decía ver brillar entre dos luces, antes de bajar para la cena.

Seguramente mi hermano exageraba para ponerme los dientes largos. Mis dos hermanas mayores le seguían la corriente y sólo podían animarme contando los días que me faltaban para dejar aquella asquerosa enfermedad de pústulas y fiebres, y salir por fin a pleno sol, al jardín, hasta el olivo, y para subir por mi escala hasta la casita del árbol.

Pero las cosas no sucedieron d este modo. Cuando al cabo de siete interminables días pude salir a cielo abierto, me encontré con la amarga sorpresa. Al parecer, mi padre había obligado a mi hermano a desmontar la casa el día anterior. Decía que era peligrosa, que nos podíamos caer desde arriba, partiéndonos un brazo, una pierna o, peor aún, quedándonos en el sitio. Un montón de tablas y cartones y la maleta con el hueco rectangular de la ventana, fue lo único que vi aquel día de noviembre, aquella mañana que mis ojos volvían a ver la luz de otoño tras la larguísima semana encamado. Pero no todo fue decepción, ese día era 22, fecha de mi cumpleaños, y mi madre había traído pasteles de El Coronel para festejarlo con un buen colacao.

            (Franjamares)

 

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Catáfilo

Por Franjamares

 

He soñado con él, padre prior, pero más que un sueño fue diálogo entro real en la noche de mi celda. Lo he visto, ha estado hablando conmigo durante horas, sin parar, sin cederme apenas la palabra, agazapado a mi insomnio sin dejarme pegar ojo. ¡Claro, como él dispone de todo el tiempo del mundo! Bueno, de todo no, sólo hasta el retorno de nuestro señor, hasta el final de los tiempos o de la era, o de lo que sea, padre prior, por que ese hombre con rostro y manos de santo me contó tantas y tales cosas que me han dejado confundido.

Me dijo que se llamaba Catáfilo, aunque su primer nombre había sido Ausero, que venía de los Estados Unidos, donde le habían sucedido cosas horribles. Pero antes había recorrido el mundo entero, arrastrando su condena, errando sin lugar fijo donde echar raíces, sin una familia concreta, pateando el orbe entero durante su larga y prolongada existencia. Estuvo en Hamburgo, en Viena, en Lubeck, en Praga, en Baviera, en Bruxelas, en Leipzig, en Paris, en Stamford, en Astrakán, en Munich, en Altbach… saltó luego a América y estuvo en Miami, en Quito, en Bogotá y Pereira… y regresó a Europa pasar por Estambul… y por aquí, por Toledo, su ciudad favorita, en la que vivió hace muchos años y a donde suele retornar de cuando en cuando atraído por las únicas saudades que brotan de su atormentada alma.

Ahora mismo se encuentra aquí. No logro entender, padre prior, por qué me ha elegido a mí, a un humilde fraile como yo, por qué estrecha mi mano con la suya, la misma mano que empujó al señor en la cuesta del calvario, por qué vierte sus palabras en la intimidad de mi embeleso, con los mismos labios que vociferaron a Jesús metiéndole prisas mientras arrastraba la cruz, por qué parece oírme con los mismos oídos que escucharon de Cristo: "iré más rápido, pero tú deberás esperar hasta que yo regrese”

Pues aún sigue espetando, padre prior, y la fatiga apenas marchita su rostro de cuarentón eterno, aunque ya se hace manifiesta en sus ojos deslucidos, cansados. Me contó un episodio inquietante, resulta que cuando estuvo hará unos siete años en Turquía, durante la fiesta anual de los judíos sefarditas en Ispahán, un caluroso día de Agosto, conoció a un importante broker de los Estados Unidos, propietario en New York de una planta entera en la torre 1 de las Gemelas, fatídicamente derribadas. Me dijo Catáfilo que hicieron una amistad inmediata, como si los atrajese una afinidad extraña, el destino de un pasado común, acaso. Así que Leopoldo le propuso (este era el nombre del broker) que trabajara para él en sus oficinas durante algún tempo, tal vez un par de años, que haría dinero rápido y de este modo podría seguir con su vida peregrina (de la que decía tener envidia) mucho más desahogado, con las alforjas llenas.

Le aburro, padre. Conozco ese gesto suyo. Sé perfectamente que está usted interesado en lo que digo. Sabe, desde que le diagnosticaron esa enfermedad que le aqueja, y que desvanece sus recuerdos, muchos opinan que usted apenas siente ni comprende, que es como una planta… ¡Qué equivocados están! Usted sabe de lo que le estoy hablando y además le gusta escucharme.

Seguiré entonces con Catáfilo, comenzó a trabajar en el World Trade Centre, el complejo económico más poderoso del mundo, en la Torre Gemela número 1, en el despacho de su nuevo amigo sefardí Leopoldo Perutz. Y todo iba de maravilla, a excepción de la comida (decía no acostumbrarse a esas pitanzas rápidas y estresantes), hacía buenos negocios, ganabas buenas sumas, hasta que un día, poco antes de las 9 de la mañana, sucedió lo que todo el mundo conoce y hemos visto mil veces repetido.

De los 4.000 judíos aproximadamente que trabajaban en aquel complejo Wordd Trade Centre, ninguno fue víctima del 11-S, pues ninguno acudió a trabajar ese día, a excepción de Catáfilo, que aquella noche había recibido en su móvil varias llamadas y mensajes de Leopoldo, pero que se negó a contestar ya que estaba un poco harto de aquel aparatillo de los cojones y andorreaba a esa horas por Cetral Park dándole de comer a los patos y observando con interés sociológico, no sexual, a las parejas de tórtolas enamorados retozar sobre el césped. Las llamadas y los mensajes eran para decirle que se tomara el día libre y no fuera a trabajar a la mañana siguiente. Él fue el único de su raza que acudió a su puesto de trabajo y fue el único también que perdió la vida en aquel macro atentado.

Bueno, padre prior, he de decirle que no perdió la vida, que salió protegido por la divinidad de entre aquellas llamas de miles de grados, de entre las explosiones encadenadas que a remate echaron abajo los tres edificios, saliendo de la colosal nube de humo y polvo, tan desconcertado y dolorido como un bombero más, pero vivo, vivo y a salvo. Porque Catáfilo está condenado a vivir errando hasta el fin de los tiempos, hasta la segunda venida de Cristo, hasta la Parusía.

Así es, padre. Fecha que según me confesó, cuando apuntaban ya las luces del alba sobre los muros del patio, no tardará mucho en acontecer, aunque usted y yo tal vez no la veamos.

También me reveló un sucio secreto: quién está detrás de todo eso, quién de veras ideó y organizó el atentado de Word Trade Centre y del Pentágono, en donde murieron más de 3000 personas y que ha sido el detonante de las guerras que hoy padecemos. Pero esto, padre prior, se lo contaré mañana, que ya lo encuentro cansado

 

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¡Anda quilla!

 

Por Franjamares

¡Anda quilla! Ya está bien…

Puta envidia es lo que siento. Menos mal que Los Cuatro Gatos han rockandroleado mi espíritu, poseyéndolo con ritmos primitivos que hacen sintonía con el dial de mi juventud perdida.

El rock consigue eso y más, y los labios y dientes de esa morena, también primitivos, una loba que a mordedura limpia devora a su hombre: femina lupus homini.

Qué envidia verlos besarse así, sana envidia para un holgazán del erotismo como yo.

El camarero por su parte no da abasto. Lleva la bandeja cargada de copas en la diestra, sobre la cabeza, y se mueve electrizado por todo el bar, de los reservados a las mesas, de las mesas a la barra, de la barra vuelta a empezar, siempre al compás sincopado de la batería, como un bailarín de gimnasio, sin pararse siquiera para recoger las copas vacías y soltar las llenas; sólo detiene su cuerda cuando alguna chica de 18 a 50, si no los aparenta, ya sea conejita guiri, o reserva nacional puesta de sábado, lo agarra de los bíceps, lo aproxima al rodal de su perfume y le sopla al oído una sensual y absurda confidencia, que el camarero encaja bandeja en mano con gesto de boy ante el espejo, es decir: con una sonrisa nada natural con la que trata de encandilarlas. ¡Anda quilla! déjate llevar.

Mi amiga la loba de cabellos negros sigue sin querer soltar los labios de su tórtolo de 1,90, él le va a la zaga ciñendo sus caderas y sus nalgas, se le ve soltar humo por las orejas y chispas por los ojos, a través de sus gafas a la moda cuadraditas y empañadas. Tal vez Los Cuatro Gatos tengan la culpa por haber tocado a los Rolling.

Ha vuelto mi mujer del servicio con los labios pintados. Hace cuarenta años que la conozco y hacía por lo menos 20 que no me entraban estas ganas locas de besarla, como las que ahora siento. Sí. La besaré sin que ella lo espere, mientras dure el tema del morritos Jagger;  el gusto del carmin será la antesala de una noche de amor recuperado. Después de veinte años de divorciados puede ser el momento de querernos sin plazos.

 

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Ni mú

 

Por Franjamares

 

Para no decir ni mú se me han ocurrido algunas cosas –la ley del pobre: reventar antes de tragarse las palabras-, unas son absurdas, otras atinadas, envenenadas y ácidas todas:

 

Empiezo:

 

El político es el tipo que simula lo que no es y disimula lo que no sabe.

 

El esquema de vida actual, de fachada más que meollo, vertiginosamente competitivo, creador profesional del estrés y de las inevitables frustraciones de los deseos teledirigidos, este sin vivir suele provocar dos efectos nocivos en las personas, o depresión o violencia.

 

Dicen que la violencia engendra violencia pero además la retroalimenta.

 

El miedo sobre el parqué de las bolsas en estos días huele a varias cosas: a mierda especulativa, a hipoteca basura reasegurada, a dinero virtual y a petróleo persa.

Ojalá me traicione este último olor.

 

Gallardón se ha llevado un directo al hígado de sus esperanzas, ha tocado la lona algo sonado al pedir la toalla, pero en el eco de la campaña ha oído la voz de dios que le decía: aguanta un rato más.

 

No era supersticioso porque le traía mala suerte. Pasó por debajo de una escalera y encontró a la mujer de sus sueños, a su mujer, pero con otro.

 

El saber no ocupa lugar: la primera biblioteca profunda, arroje sus libros al pozo.

 

Si Internet es una gran red, en un medio por el que se navega ¿quiénes serán los peces pescados y quiénes los pescadores?

 

Otra tontería:

La Penélope de Serrat tuvo una llamada perdida y se tiró veinte años esperando a su Ulises en la estación con su bolso marrón. Hoy le hubiera contestado con un sms citándolo a las 2 a. m., en un bar p. m., sin bolso y sin marrón.

 

Cristo es un mito pagano, recurrente, inspirado como tantos en el dios sol, que una élite romana hizo dogma de religión  para atizar y controlar a los pecadores, con el mazo del pecado original; Y de camino hacer buenos negocios.

 

Leo en los papeles: El papa negro de los jesuitas tratará de hacerle sombra del papa blanco del vaticano. Lo primero que ha hecho éste, es darle la espalda a él, y a todos los feligreses, impartiendo la misa como hace siglos.

 

A aguas revueltas ganancia de pescadores, a aguas turbulentas, Simón y Garfunkel.

 

Otra sandez:

La Reserva Federal de los EE.UU. es decir los 10 dueños privados del cotarro global, en plena crisis bursátil desencadenada por las hipotecas basura, baja del tirón el precio del dinero 3 cuartos de punto. ¿Señores y Sociedades! ¡Vuelvan a pedir más hipotecas baratas! ¿Tratan con esta medida de ayudar a salir del bache o a crear el gran agujero negro por el que se hunda (ellos vendrán a salvarla con más fondos y nuevas guerras) eso que llaman economía globalizada o macroeconomía mundial?

A río revuelto….

 

Macroeconomía: economía miope que no ve, ni puede ver de ningún modo los problemas pequeños de la gente pequeña.

 

Y pa terminar:

Si uno de los grandes héroes de la reconquista para los neo-con españoles, el emblemático Cid Campeador, era un mercenario de los moros, es de entender que éstos se hicieran tan españoles como los navarros, los catalanes, los castellanos, los sefarditas… y que acabaran viviendo diez largos siglos en tierras ibéricas. Lo que no logro entender todavía, es a quiénes son los que les pide Aznar que se disculpen, ¿a aquellos moros de Al-andalus, disueltos en la cultura y la sangre de los españoles de ahora, o un fantasma ideado para justificar guerras injustificables?

Aún le quedará al bigotes el caballo blanco de Santiago, que todo el mundo sabe que era un burro del color de Platero.

 

 

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Certezas, certidumbres,

Convicciones y convencimientos

Por Franjamares

 

Las certezas casi siempre acaban resultando verdades exageradas, incluso contradictorias; tenerlas en la cabeza como cosa clara es quizá una comodidad intelectual puesta de moda. No pocas personas, no pocas veces, solemos probrar de esa presunción olvidando que el agua de la certeza hay que bebérsela uno por sí mismo para tenerla por cierta, hay que sacarle el sabor antes de que nos impregne, espolvoreada por lo creadores de opinión, y termine circulando por las acequias de la sique encharcándonos el alma.

Ser certero en algo no es lo mismo que tener certeza de algo, pero tal y como están hoy en día las cosas, para los dos estados hay que contar también con la ayuda de la fortuna. La certidumbre por su parte es una certeza caliente, certeza de lumbre, certidumbre, parecida a la creencia, pero más confiada y menos imaginativa que ésta.

 

La relación que puede haber entre estos dos monaguillos de la verdad (certeza y certidumbre) es la misma que puede haber entre la convicción y el convencimiento. La convicción es una infección por VIT (el virus catalogado por los sicópatas, digo siquiatras, como veritas), que destruye las defensas de las dudas y trasmite al cuerpo siquico un estado de cerezas absolutas, que una vez adueñado de las meninges del peatón, lo dota de una fuerza rayana en lo divino, una verdad fundamental de cliché, que lo hace parecer  para sí el ser con más seguridades del globo, cuando no es más que un mono idealizado, cuando no simple alienado.

El convencimiento por su parte, tiene tal vez la cualidad que la misma palabra indica: con-vencimiento, o sea: con un plazo de vencimiento, esta precariedad la hace menos peligrosa que la certeza, pero creadora de un gravamen asfixiante de letras vencidas sin pagar, que suelen acabar como cúmulo de frustraciones, principio de descreimientos y antesala del desencanto.

 

Por último tenemos al coleccionista de verdades imposibles, un tipo que como todos los coleccionistas nunca está dispuesto a deshacerse de alguno sus tesoros a no ser que lo tenga repe o por que le sirva para adquirir una pieza más importante, en nuestro caso una mejor utopía, la utopía perfecta, inadmisible como el más valioso sello sin editar, o la extraña mariposa por descubrir, o el mechón de cabello tomado tras una noche imaginada con el amor imposible. Definitivamente las verdades imposibles lo sn porque adoptamos el papel del coleccionista y no del desprendido, cada cosa o verdad de la que te desprendes te hace ver la vida con más libertad y menos miedo, como un hermoso camino que recorrer  abiertos al amor, desnudos, a cuestas con nuestra verdad desnuda…

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PONERSE MORAO

 

POR FRANJAMARES

 

Trepar a la rama del árbol de la morera, llevar en una mano una bolsa o una talega, llenarla hasta arriba de moras rojas, moradas, bajar y buscar la esquina preferida donde dar buena cuenta de la rebusca y ponerse morado al borde de una indigestión.

La mancha de la mora con otra verde se quita. Que se lo cuenten a mi madre.

También era posible ponerse morao de besos y pellizcos contra los muros de un convento; sólo había que estar en el momento justo a la hora exacta, el resto lo ponían esas niñas fogoñosas de labios cárdenos y falda de cuadros. Era el postre preferido, jugosa fruta, tras el atracón de recortes de hostia que la monjita de lívidos carrillos nos regalaba por tocar a la hora exacta las campanas.

Cuerpo de Cristo.

En la playa, bajo la luz de una luna cualquiera, el morado tomaba un tinte más bermellón, no diré en qué intimas y húmedas partes residía este pigmento divino, con olor a mar alborotado, que las muchachas frías del norte de Europa ofrecían a chicos como yo sobre la arena. Ponernos moraos y refrescar luego la carne con un penetrante baño.

Ven a… la escuela de Calor.

Llagaba el invierno y entonces el morao era sinónimo de fin de semana en Graná, de salir por la movida de Pedro Antonio hasta notarse las manos y las orejas moreteadas del frío bajo cero, trasladar la fiesta al piso del estudiante eterno, con bolita de polen, botellas de Montero, segobiano y cola 2000 y ponernos moraos de priva hasta caer en la primera cama que se encontrara, mejor vacía que ocupada.

Hoy, no me puedo levantaaar…

Pero había que hacerlo, la patria te llamaba, te iban a regalar un petate blanco, una bonita gorra de plato y año y medio de vacaciones pagadas en Cartagena. Cuando llegué y nos dejaron salir por vez primera, fui a ver frente al Puerto el submarino de Peral, que no era amarillo, ni siquiera morao, tenía un tono gris militar como mi futuro más inmediato. Por eso me pasé todo ese tiempo prácticamente morao. Y nada mejor para tal fin que los colegas. Uno de Almendralejo, otro de Nervión (Sevilla) y otro de Fuéngirola. En aquel ambiente discotequero castrense de los locales de moda de Cartagena, era fácil ponerse morao de cerveza el Águila, de achuchones con las niñas de los chusqueros, y de yierbabuena cultivada en un cortijo de Fuéngirola.

Malos tiempos para la lírica.

Pronto descubrí que para ponerse uno de cuando en cuando morao, había que trabajar. Por aquello del dinero. Me puse formal, desempolvé mi único titulo y me contrataron en prácticas para una empresa muy solvente, donde ya había más de uno que se había puesto morado en el pasado, pero que en el presente democrático y el porvenir, no daba la cosa trazas de cambiar. Como era una empresa pública no se demoraron mucho en el pago, había entrado el 18 y cobré religiosamente el 31, fue un fajillo de billetes moraillos con la cara del Borbón que me encargué de liquidar con mi novia ese mismo fin de semana en Sevilla.

El calor me mata, la lluvia me pervierte, cuando nieva en Sevilla me gusta verte.

Pero la vida te va llevando, como un torrente, con su arraigada moral libre de tantos moraos, y te acerca peligrosamente hasta compromisos y altares donde doblar la espina con sonrisa de profidén. Bellos trances que uno afronta con la ilusión de los veintilargos junto a la mujer que mejor te aguanta. Los moraos ahora se dilatan en el tiempo y adquieren tinte hogareño. En este dilema puedes replantearte las cosas o dejarte llevar por ellas arriesgándote a lo peor, a caer como un lila en enormes trampas de muebles y cortinas, en hipotecas moradas que requieren de un redoblado esfuerzo para acallarlas, para tapar la boca de los banqueros insaciable; quienes, estos sí, se ponen moraos con el sudor de tu trabajo, con la última peseta de tu mísero sueldo.

Entonces un día te paras, te miras al espejo, descubre esas ojeras cárdenas que hunden tus ojos con el peso de las trampas y te das cuenta que la vida es lo que pasa mientras andas como loco buscando nuevas hipotecas. Tiras por la ventana esa fiebre púrpura por tener, te quedas con lo que quieres y con lo que te quiere, y empiezas a reencontrar aquello que más te gusta, tus aficiones conocidas y por conocer, tus proyectos humildes y tus habilidades. Es la hora de ponerse morado de pintar, de modelar, de escribir y por supuesto, para esto siempre hay que encontrar tiempo, de amar, de amar cuanto puedas.

 

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Barack Obama

Tocando el banjo en Alabama

Por Franjamares

 

Barack es un nombre que viene del árabe clásico barakah (baraca en castellano) que significa suerte, buena fortuna, preferentemente la divina, en forma de bendición. En la época dorada de la cultura árabe, cuando se extendía por el Oriente y el Mediterráneo, la persona que gozaba de baraca era un ser afortunado, tocado por los buenos Hados, poseedor de una energía positiva que trocaba en buenos augurios todos sus propósitos y especulaciones.

El líder negro de los demócratas norteamericanos, el “advenedizo” Obama, no sólo lleva esa bendita suerte en el nombre, sino que parece llevarla asimismo en su carrera presidencial. Su padre, relevante economista, heredero (aunque poco practicante) de la tradición musulmana, lo bautizó Barack, como él mismo se llama, por consejo además del abuelo keniata Obama, que tenía la convicción de que ese nombre dotaría al nuevo retoño de gracia, fuerza y fortuna, el mulato que recién traía al mundo su nuera cristiana y blanca, de USA (Kansas para más señas), el país de las oportunidades; qué mejor lugar para un niño con baraca que ya gozaba de los mimos y la educación de una madre norteamericana.

En su último discurso ante las cámaras legislativas de los EE. UU., George W. Bush va a mentir algo menos que en sus 7 peroratas anteriores, tal vez porque este será el más corto (¡Qué decir ya a estas alturas!). Hablará por supuesto de confianza económica, de grandes remedios a grandes crisis bursátiles, incluso se atreverá con los derechos civiles y las libertades individuales (pisoteadas por él mismo durante su cargo) y cómo no, de Educación, su gran olvidada. No mentará para nada la guerra de Irak, ni el “abominable” Eje del mal, que tenía a Irán en uno de sus extremos para justificar su invasión; tal vez esto ya lo reservan sus mentores para el sustituto, quien (si ganara) lo sacaría por sorpresa como primer plato internacional de su mandato; no es la más oportuna propaganda electoral airear guerras o invasiones, aunque éstas sean preventivas, a menos de 9 meses de las presidenciales.

Nueve meses. Un preñado entero en el que Obama, gracias a la victoria contundente cosechada en el estado de Carolina del Sur, se está colocando en inmejorable lugar, de cabeza bien coronada, para llegar a final de cuentas, ganar en las primarias del supermartes de su partido, derrotar luego al candidato republicano y dar a luz para el pueblo norteamericano una presidencia distinta, con más esperanza, más paz, mayor prosperidad y reparto, más libertades individuales, y hasta con baraca para afrontar el futuro del país, del planeta, de toda la raza humana, bajo este nuevo talante.

Los republicanos agitarán tal vez a unos días de la cita el hisopo desgastado de Bin Laden y del terrorismo islamista, probablemente sacudirán los mercados bursátiles con ponzoñas especulativas a cuenta de hipotecas locas y grandes reaseguradoras con metástasis. Todo este ruido tal vez no pueda borrar la voz clara de un negro con nombre árabe y madre cristiana, la fuerza de su sangre que representa el nuevo espíritu norteamericano y mundial de mestizaje y multiculturalidad.

La familia Kennedy, por boca de la hija de malogrado JFK (víctima de un golpe de estado encubierto en el que murió acribillado a balazos en el descapotable presidencial, delante de su familia y sus conciudadanos), ya le ha otorgado a Obama su apoyo y bendición. Hillary Climton empieza a poner caras de póker ante la vitalidad y empuje popular de su adversario; su marido como buen ex-presidente (en España tenemos mostachudos ejemplos de ello) cada vez que habla mete la gamba, sobre todo cuando ataca tan duramente a Barack poniendo así de manifiesto el miedo político que ya le tienen y reforzando a la vez la imagen seria y conciliadora del candidato de color.

Un nuevo Black Power (Colour Power), tolerante, interracial e intelectual, se levanta ya en los Estados Unidos como una realidad factible, un contexto que tal vez, si acompaña la baraca, puede vestir de color a la Casa Blanca. Pero antes tendrá que tocar el banjo a los blancos y negros de Alabama y a los de de los restantes 17 estados en litigio en el superpartes del próximo 5 de febrero.

 

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Carnaval, Carnaval y El agua que corre

 

Por Franjamares

 

El agua es el elemento más poderoso de la naturaleza. Gota a gota puede perforar la cabeza más dura, su paso esculpe maravillas sobre la roca como las de las cuevas de Maro, su música ha inspirado a grandes hombres y mujeres, adopta todas las formas sólidas liquidas o gaseosas en un inmejorable ejemplo de adaptación y resistencia; y, lo más importante, sin ella no puede existir la vida. Por ello caudal su y existencia en tan importante para el hombre como la propia existencia. Nosotros mismos somos más de un 70 por ciento pura agua, porcentaje semejante al que el líquido elemento representa en todo el planeta, que debería llamarse planeta Agua y no Tierra. En consecuencia hay que cuidarla como al más preciado de los seres en peligro de extinción:

 

Agua que no has de beber (cierra el grifo) no la dejes correr.

 

Esta fue una de las rezones por la que en carnaval, carnaval, quise disfrazarme de agua. Pensé primeramente en un disfraz botella de Lanjarón, o mejor de Bezolla, que es un agua que entra por la boca y sale, bien de precio. Pero no quería hacer publicidad de empresas embotelladoras de bienes corrientes y descarté la idea. Pensé luego en grifo mono-mando, pero empezarían todos con el cachondeo del agua caliente, el agua fría, aguándome la noche. Una enorme gota de agua sería original, pero seguro que resultaba un disfraz incomodísimo, además de un blanco perfecto para las quemaduras de cigarrillo. Transformarme en Fontana de Trevi no estaba tampoco mal, pero donde encontraba el sitio para tanta gente: Neptuno, tritones, carro de concha, caballos de mar... Descartada.

Me pasaron las nubes por la cabeza pero las descarté en seguida. Pensé incluso en ir reivindicativo: de iceberg derritiéndose por el cambio climático, pero era demasiado tentador ir de terrón de hielo sin guisqui por medio de la discoteca. Otra idea por el sumidero.

Ya está, iría totalmente desnudo, con sólo una malla finísima y transparente con sombras de agua profunda cubriendo las zonas lujuriosas y con un rótulo que dijera en letras de agua: somos un 70 por ciento agua. El asunto del frío lo solucionaría con un abrigo recto y gris hasta los tobillos, en forma de cañería de pvc, que abriría como válvula en los sitios cerrados mostrando el líquido contenido de mi cuerpo.

Lo confeccioné todo a esta manera y me escurrí entre las calles el día grande de Carnaval. Todo fue bien hasta que, perdiendo la cuenta, me empapé de otros líquidos. Entré en el local que no tenía que haber entrado, antes de aterrizar por la barra, no sé cómo, aparecí girando en medio de la pista. Allí me arrancaron las cañerías, que acabaron colgadas del techo. Tenía tan sólo la malla cuando un gracioso le arrimó el mechero y se me escurrió del cuerpo como mancha de agua, quedándome jironado como naufrago en el rebalaje. Luego, tampoco sé cómo, saltaron los jirones y me descubrí en pelota picá, como mi madre me trajo al mundo, en medio de un fragoroso oleaje des risas disfrazadas. Lo peor fue que una parte de la malla había saltado ardiendo sobre la peluca de nylon de una dama francesa, mariantoñeta que en pocos segundos quedó convertida en antorcha humana repartiendo generosamente el fuego entre los disfraces más inflamables de la pista. Acabamos todos bañados en la espuma seca de los extintores, confusión y camuflaje de blanco que aproveché para salir de allí por piernas. Uno de los gorilas con jeta de malo de peli de Van Dan y el extintor a modo de porra en una mano, preguntó por quien había empezado todo aquello. Entonces alguien gritó a mis espaldas descojonado: 

El agua, ha sido el agua que corre.