Javier Martín Franco
Catáfilo
He soñado con él, padre prior, pero más que un sueño fue diálogo entro real en la noche de mi celda. Lo he visto, ha estado hablando conmigo durante horas, sin parar, sin cederme apenas la palabra, agazapado a mi insomnio sin dejarme pegar ojo. ¡Claro, como él dispone de todo el tiempo del mundo! Bueno, de todo no, sólo hasta el retorno de nuestro señor, hasta el final de los tiempos o de la era, o de lo que sea, padre prior, por que ese hombre con rostro y manos de santo me contó tantas y tales cosas que me han dejado confundido.
Me dijo que se llamaba Catáfilo, aunque su primer nombre había sido Ausero, que venía de los Estados Unidos, donde le habían sucedido cosas horribles. Pero antes había recorrido el mundo entero, arrastrando su condena, errando sin lugar fijo donde echar raíces, sin una familia concreta, pateando el orbe entero durante su larga y prolongada existencia. Estuvo en Hamburgo, en Viena, en Lubeck, en Praga, en Baviera, en Bruxelas, en Leipzig, en Paris, en Stamford, en Astrakán, en Munich, en Altbach… saltó luego a América y estuvo en Miami, en Quito, en Bogotá y Pereira… y regresó a Europa pasar por Estambul… y por aquí, por Toledo, su ciudad favorita, en la que vivió hace muchos años y a donde suele retornar de cuando en cuando atraído por las únicas saudades que brotan de su atormentada alma.
Ahora mismo se encuentra aquí. No logro entender, padre prior, por qué me ha elegido a mí, a un humilde fraile como yo, por qué estrecha mi mano con la suya, la misma mano que empujó al señor en la cuesta del calvario, por qué vierte sus palabras en la intimidad de mi embeleso, con los mismos labios que vociferaron a Jesús metiéndole prisas mientras arrastraba la cruz, por qué parece oírme con los mismos oídos que escucharon de Cristo: "iré más rápido, pero tú deberás esperar hasta que yo regrese”
Pues aún sigue espetando, padre prior, y la fatiga apenas marchita su rostro de cuarentón eterno, aunque ya se hace manifiesta en sus ojos deslucidos, cansados. Me contó un episodio inquietante, resulta que cuando estuvo hará unos siete años en Turquía, durante la fiesta anual de los judíos sefarditas en Ispahán, un caluroso día de Agosto, conoció a un importante broker de los Estados Unidos, propietario en New York de una planta entera en la torre 1 de las Gemelas, fatídicamente derribadas. Me dijo Catáfilo que hicieron una amistad inmediata, como si los atrajese una afinidad extraña, el destino de un pasado común, acaso. Así que Leopoldo le propuso (este era el nombre del broker) que trabajara para él en sus oficinas durante algún tempo, tal vez un par de años, que haría dinero rápido y de este modo podría seguir con su vida peregrina (de la que decía tener envidia) mucho más desahogado, con las alforjas llenas.
Le aburro, padre. Conozco ese gesto suyo. Sé perfectamente que está usted interesado en lo que digo. Sabe, desde que le diagnosticaron esa enfermedad que le aqueja, y que desvanece sus recuerdos, muchos opinan que usted apenas siente ni comprende, que es como una planta… ¡Qué equivocados están! Usted sabe de lo que le estoy hablando y además le gusta escucharme.
Seguiré entonces con Catáfilo, comenzó a trabajar en el World Trade Centre, el complejo económico más poderoso del mundo, en la Torre Gemela número 1, en el despacho de su nuevo amigo sefardí Leopoldo Perutz. Y todo iba de maravilla, a excepción de la comida (decía no acostumbrarse a esas pitanzas rápidas y estresantes), hacía buenos negocios, ganabas buenas sumas, hasta que un día, poco antes de las 9 de la mañana, sucedió lo que todo el mundo conoce y hemos visto mil veces repetido.
De los 4.000 judíos aproximadamente que trabajaban en aquel complejo Wordd Trade Centre, ninguno fue víctima del 11-S, pues ninguno acudió a trabajar ese día, a excepción de Catáfilo, que aquella noche había recibido en su móvil varias llamadas y mensajes de Leopoldo, pero que se negó a contestar ya que estaba un poco harto de aquel aparatillo de los cojones y andorreaba a esa horas por Cetral Park dándole de comer a los patos y observando con interés sociológico, no sexual, a las parejas de tórtolas enamorados retozar sobre el césped. Las llamadas y los mensajes eran para decirle que se tomara el día libre y no fuera a trabajar a la mañana siguiente. Él fue el único de su raza que acudió a su puesto de trabajo y fue el único también que perdió la vida en aquel macro atentado.
Bueno, padre prior, he de decirle que no perdió la vida, que salió protegido por la divinidad de entre aquellas llamas de miles de grados, de entre las explosiones encadenadas que a remate echaron abajo los tres edificios, saliendo de la colosal nube de humo y polvo, tan desconcertado y dolorido como un bombero más, pero vivo, vivo y a salvo. Porque Catáfilo está condenado a vivir errando hasta el fin de los tiempos, hasta la segunda venida de Cristo, hasta la Parusía.
Así es, padre. Fecha que según me confesó, cuando apuntaban ya las luces del alba sobre los muros del patio, no tardará mucho en acontecer, aunque usted y yo tal vez no la veamos.
También me reveló un sucio secreto: quién está detrás de todo eso, quién de veras ideó y organizó el atentado de Word Trade Centre y del Pentágono, en donde murieron más de 3000 personas y que ha sido el detonante de las guerras que hoy padecemos. Pero esto, padre prior, se lo contaré mañana, que ya lo encuentro cansado.
A ver si me inspiro
–A ver si me inspiro.
Eso había soltado Fali, uno de mis colegas, antes de tragarse la pastilla, apoyado en la barra del club, con un zumo de tomate en la mano.
–No sé cómo puedes beberte ese gazpacho a estas horas –dijo Manolo, mi otro cofrade; éramos tres–. Yo sin un par de güisquis en el cuerpo, no podría asomar la nariz en este local de lucecitas, y mucho menos pasar por delante de esos dos gorilas rusos.
–No son rusos son rumanos.
–Lo que sea
No quise terciar en esta conversación porque yo tomaba cerveza y, además, porque en ese instante ya me disponía a hacer las presentaciones de las tres chicas que acudían a nuestro encuentro. Parecían nuevas. Estupendo regalo.
–¡En media hora esto no va a ver quien lo baje! –dijo otra vez Fali emulando el gesto del cuervo de José Luis Moreno. Y de inmediato se llevó a la chica de las caderas anchas, su perdición, invitándola a una copa. Para él volvió a pedir otro zumo de tomate.
–dicen que le da buen sabor al semen —me susurró al oído con un guiño.
A mí la cerveza me hacía mear como nunca aquella noche. Me disculpé de la chica que habían dejado para mí, una morena de pechos grandes, y cuando crucé frente a ella para ir al servicio, me miró intensamente, con ojos tiernos, casi inocentes, pero con una chispa de loba. Creo que le había gustado. O quizá no.
En uno de los retretes había un tío arrodillado rezando, tal vez a la diosa blanca. Mientras miccionaba traté de imaginar los labios de la morena, ¿en qué otra cosa iba a pensar si estaba en un puticlub y además invitaba la casa? Pero su mirada de niña traviesa renegaba excitarme y, para colmo, no se me iba de la cabeza. ¿Me aguarían la noche esos ojos?
Regresé y me llevó a bailar. Bailé como no recordaba haber bailado en mucho tiempo, aquella ninfa de pelo negro, labios gitanos, piel de leche, culo de almendra y mirada de lolita, me hizo dar vueltas y saltos, saltos y vueltas… moviendo el esqueleto al son de todas las salsas. Agotado fui a pedir otra cerveza y comprobé que mis colegas ya no estaban en la barra. Decidimos entonces subir a la habitación para apurar allí las birras.
–Tienes un pañuelo –le pregunté camino del cielo.
–¿Un pañuelo? Sí, de seda –guiñó con ambos ojos— ¿es para ti?
–No, para mí no, lo quiero para taparte a ti los ojos, me asusta tu mirada.
–¿Taparme los ojos?, no, ni hablar. Mejor te los vendo yo. Jugaremos así, de maravilla, no verás nada de mi cuerpo, pero lo sentirás mucho mejor que si lo vieras.
A todo esto ya habíamos llegado a la habitación y yacíamos sentados sobre la cama. Me cambió la cerveza porque la suya estaba casi entera y no quería beber más (este detalle me pareció muy profesional). Luego comenzó a desabrocharme la camisa, acarició mi pecho fugazmente y sacó de no sé donde el pañuelo, más grande de lo había imaginado, que agitó ante mis narices como auténtica prestidigitadora. Seda roja, con perfume de coco.
–Y ahora a tapar esos ojillos, que va a empezar la fiesta y no quiero que veas nada, de nada…
Sus palabras me hicieron reír a mandíbula batida pero sin soltar la carcajada. Sí, prefería tener la venda y no mirarla a los ojos. La razón por la que había tratado de evitar sus ojos durante toda la noche, me parecía una solemne gilipollez. O quizá no.
Aquella chica de apenas veinte años tenía la misma mirada que mi hija.
¡Anda quilla!
¡Anda quilla! Ya está bien…
Puta envidia es lo que siento. Menos mal que Los Cuatro Gatos han rockandroleado mi espíritu, poseyéndolo con ritmos primitivos que hacen sintonía con el dial de mi juventud perdida.
El rock consigue eso y más, y los labios y dientes de esa morena, también primitivos, una loba que a mordedura limpia devora a su hombre: femina lupus homini.
Qué envidia verlos besarse así, sana envidia para un holgazán del erotismo como yo.
El camarero por su parte no da abasto. Lleva la bandeja cargada de copas en la diestra, sobre la cabeza, y se mueve electrizado por todo el bar, de los reservados a las mesas, de las mesas a la barra, de la barra vuelta a empezar, siempre al compás sincopado de la batería, como un bailarín de gimnasio, sin pararse siquiera para recoger las copas vacías y soltar las llenas; sólo detiene su cuerda cuando alguna chica de 18 a 50, si no los aparenta, ya sea conejita guiri, o reserva nacional puesta de sábado, lo agarra de los bíceps, lo aproxima al rodal de su perfume y le sopla al oído una sensual y absurda confidencia, que el camarero encaja bandeja en mano con gesto de boy ante el espejo, es decir: con una sonrisa nada natural con la que trata de encandilarlas. ¡Anda quilla! déjate llevar.
Mi amiga la loba de cabellos negros sigue sin querer soltar los labios de su tórtolo de 1,90, él le va a la zaga ciñendo sus caderas y sus nalgas, se le ve soltar humo por las orejas y chispas por los ojos, a través de sus gafas a la moda cuadraditas y empañadas. Tal vez Los Cuatro Gatos tengan la culpa por haber tocado a los Rolling.
Ha vuelto mi mujer del servicio con los labios pintados. Hace cuarenta años que la conozco y hacía por lo menos 20 que no me entraban estas ganas locas de besarla, como las que ahora siento. Sí. La besaré sin que ella lo espere, mientras dure el tema del morritos Jagger; el gusto del carmin será la antesala de una noche de amor recuperado. Después de veinte años de divorciados puede ser el momento de querernos sin plazos.
Interzone
Últimamente
se pasaba las horas muertas frente al televisor. Su ánimo había caído hasta el
estado que él denominaba interzone; inter como la marca de su
viejo televisor y zone, tal vez por influjo de la película de Cronenberg
The dead zone que tanto le gustaba, una zona peligrosa para cualquier
hombre. Su manía por la caja tonta le venía de la infancia, de cuando se tragaba
con el batido de chocolate todas las historietas del cine mudo, Charlot, el
Gordo y el Flaco, los hermanos Marx… y de tanto reír le acababan doliendo las
mandíbulas y le brotaban de los ojos lágrimas de risa que llenaban sus pupilas
de estrellas.
Ahora los miedos habían llenado de grasa su versatilidad ante los problemas de la vida, las manías y obsesiones (esencialmente una) se apoderaban de su psique fosilizando su interés por descubrir cosas y personas nuevas. Los periodos de interzone no parecían sino una manera de hacerse la víctima, de arrastrar su autoestima, de adoptar el papel del pobre de mí para justificar sus errores y acaso llamar la atención de la gente cercana, sobre todo de quien ya se la había retirado. Creía que su vida no tenía ningún sentido y ciertamente bajo ese prisma no lo tenía. Se decía, cambiemos, hay que cambiar, pero agotaba las últimas horas del insomnio revolcado en sus obsesiones, hasta que el sueño infructuoso volvía a vomitarlo bajo la luz cegadora de la mañana, ante el espejo de sus miedos, con las ojeras marcadas y un desanimo en la boca del estómago, que iba llenando un café tras otro bien cargados de azúcar.
Se pasaba las horas muertas ante la tele, hasta que una noche, entre el bigote de Chuck Norris y el anuncio Baba caracol de Teletienda, despertó aturdido de un sueño extraño. Sólo podía recordar una sensación de angustia y liberación. Una fuerza que no manejaba lo empujó entonces a levantarse. Cogió la tele en peso soltándole los cables y la llevó hasta el armario empotrado donde la dejó encerrada para siempre. Se puso su vieja chaqueta de cuero, guardó en su forro el cuchillo afilado de la cocina, y salió a la calle buscando el aire de la noche, sin saber bien qué buscaba, con la convicción de que tenía que salir.
No vio ningún conocido en el pub del barrio donde se tomó los primeros güisquis. En un local del centro había algunos cadáveres acodados en la barra y grupos de jóvenes que lo mismo llenaban el ambiente que lo dejaban de pronto vacío movidos por los zumbidos de la música electrónica. Se sentía más solo que nunca y tenía la mente enmarañada. Uno de los zombis fue hasta él para pedirle fuego. Sacó el encendedor entregándolo sin mirar siquiera. Entonces sintió un extraño temblor, no hizo nada por recoger el mechero, dejó un billete de veinte sobre la barra y salió a la calle con una sensación de asco y de frío.
La noche era algo fresca pero apacible. El paseo se confundió calle tras calle con el silencio de la urbe dormida y el chasquido de sus pisadas. Los pasos perdidos lo llevaron al portal de su casa de antes, el apartamento de ella. En ese momento pasaba el camión de la basura dejando un cerco de peste confundido con su aliento. Sabía que estaba allí, sabía que estaría acompañada, sabía que tenía que subir. Usó la llave que había guardado en secreto y entró sigiloso. Se alumbró con la luz del móvil y avanzó por el piso como un ladrón, como un criminal. Movió el tirador de la puerta de sus hijas y las observó durmiendo placidamente. Avanzó hasta la habitación de matrimonio y sólo tuvo que asomar la nariz por la raja que tenía abierta. Dos bultos yacían enroscados sobre la cama, uno era el de su mujer, el otro no era él. Sacó el cuchillo del interior de la chupa sintiendo aquella misma sensación de frío y asco de antes. Miró brillar la hoja que relumbró en sus ojos y, sin más dilación, fue despacio hasta el cabecero de la cama. Evitaría mirar desde aquella cercanía los cuerpos antes de hacer lo que tenía que hacer… En ese mismo instante lo hizo. Inclinó el cuchillo y lo dejó encima de la mesita de la que fuera su mujer. Notó que la desolación humedecía sus ojos. En ese dormitorio morirían para siempre sus horas muertas. Se giró como ánima bendita, deshizo sus pasos y abandonó para siempre aquella casa, aquel barrio… Creyó iniciar también el abandono de las obsesiones que le asediaban.
Llegaba a su apartamento con el tiempo justo para arrojar al alveolo de Roca angustias y bilis. Después se metió en la ducha. El agua hirviendo fue arrancando de su alma la grasa de aquella última interzone que corría a perderse por el sumidero mezclada con la suciedad de un cuerpo empercudido tras semanas sin aseo. Tratando de recuperar su mirada de niño, subió al primer tren que salía. Dejar la ciudad era quizá la primera lección para aprender a convivir en paz consigo mismo… para vivir mirando hacia delante en el primera ciudad que encontrara, y que oliera a mar.
La persona más diferente a mí
Tú eres la persona más diferente a mí. Y a veces creo que te gusta llevarme la contraria. Por ejemplo, Yo soy un tipo tranquilo, al menos por el mote, y tú eres un manojo de nervios con el tic de morderte las uñas en las situaciones complicadas. Yo soy un hombre apaciguado, tibio de efusiones, y ahí te tengo a ti, perfume de galán de noche, volcán de pasiones, saltimbanqui de ventanas de amantes. Yo siempre he querido ser un don Alguien, conservador de sus cosas, moderado de pico… y me junto contigo, anarquista de la mente simpática y la lengua imberbe. Yo siempre invertí mis ahorros en títulos de propiedad y en apaños de buena posición, y tú expolias alegremente nuestros bienes cuando un tacto tierno te irrita esa víscera veleidosa a la que llamas corazón. Yo siempre quise disfrutar de las cosas sencillas de la casa, de la pequeña vida social marcada por la tradiciones, y tú me empujas constantemente a la aventura, me cuelgas mochilas de sueños y me embarcas, con una cámara digital, en viajes sin retorno sazonados de lujuria. Yo tengo un hogar de ajedrez cuadriculado donde pongo en cada casilla negra un debe, hipotecas aparte, y en las blancas los haberes matemáticamente calculados, y el tuyo se parece más al juego de Oca donde siempre quieres tirar porque te toca, sin miedo a caer en el pozo.
Hablando de tableros y de juegos, nuestra vida se ha parecido demasiado a una partida sucesiva a dos jugadores: Tú de joven ganabas siempre, yo apenas sabía quien era y tú siempre lo supiste. Luego el horizonte se puso de pie ante tus morros, como un imponente muro, y fui yo quien comenzó a ganar, creo que en ese tiempo estabas deprimido. Años más tarde, aquel muro quedó reducido a marmolillo y fuiste tú quien comenzó a ganar las partidas más atrevidas de nuestra madurez: atravesaste desiertos, escalaste ventanas con perfume de amor, dilapidaste con tu trajín que aquí para allá pequeñas montañas de oro guardadas por mí para el mañana, cambiaste de amigos porque te aburrían los míos y lo único que mantuviste fue el partido al que votar porque en eso no veías grandes diferencias.
Sí, tú y yo hemos formado un buen equipo, han sido muchos años de lucha y hacemos buena pareja, somos como un mismo ser que se enfrenta a la vida con sus dos polaridades. No estamos locos y si los estamos, todo el mundo está loco porque ellos son como nosotros.
Hemos llegado a fecha de hoy a un buen acuerdo, tú te dejarás de chorradas transgresoras y yo abandonaré el empoyetamiento de mi falsa seguridad, tú moderarás por el bien de nuestra salud y nuestro bolsillo el consumo de tus consumos y yo dejaré de ser un anacoreta abstemio, tú dejarás de odiar la mediocridad y yo dejaré de serlo, tú valorarás y amarás las cosas que te rodean y yo lo haré con las personas.
Ves, somos un buen equipo, hemos aprendido a vivir juntos y ni si quiera necesitamos psicoanalista.
Un guiño a la vida
…creces y naces y al abrir los ojos te suspendes y aprendes a seguir suspendiendo y aprendiendo día tras día…
Un guiño a la vida dulce y extraña que se abre y sucede entre sueños, sorbos y guiños.
Un guiño al miedo que te encoje, que te sopla a la oreja su saeta fría.
Un guiño al apetito de los niños que no es codicia, al de los púberes que es médula de fuego, al de los hombres que está nevado y arde,
a las de las mujeres que es licuada nieve y sangre de lava…
Un guiño al hombre que convive con los hombres y que no sólo habita frente a ellos.
Un guiño del ojo izquierdo a la diestra madura, un guiño del derecho a la zurda empedernida y a los diez mil dedos que crecen en sus palmas y esquinas.
Un guiño al amor de una palabra en su salsa, al amor de un pensamiento de amor, al amor de una flor en su tallo, al del viento brillante y al del sol vibrando.
Un guiño con los dos ojos a los tragos hasta el estómago, a los ratos de zozobra, a los lapsos de reflexión… y a los momentos de sosiego, y a los instantes de plenitud, y a las micras de felicidad… y a los segundos de orgasmo.
Un guiño, sí, a los rayos de sol marcando el día. Y otro guiño con los ojos abiertos al paso de la luz en las tardes oscuras, al descenso de la lluvia que no te deja parpadear… y a ver crecer a los niños, los adultos y los árboles que deslindan la avenida…
Me voy andando por esta senda entrecruzada en el mapa de los hombres, me voy andando y dando guiños para que sepan que les quiero, que prefiero no guardar odios y rencores y que cada vez me agota más, la grasa ésta de los recelos sobre las meninges roseadas del alma.
Me voy andando, nunca mejor dicho, pero antes quiero enseñarle algo a alguien: un aviso, un toque, un correo sobre esta ruta de rutinas.
Le diría: encuentra algo nuevo que hacer cada día, busca un lance cualquiera, un no sé pero voy… un momento llevado por el azar amigo.
Disuelve pues la rutina, le aconsejaría… y dale un guiño,
esto sí que es cariño, con tu ojo mejor a la vida.