Ese año las lluvias elevaron el nivel de las aguas del lago, apareciendo nuevas zonas pantanosas. El viejo Trante y su esposa Silena, ordenaron buscar nuevas grutas para un asentamiento más arriba, junto al pinar del altiplano, en el desfiladero de los osos, cerca de donde viven los otros, los oriundos. Todo el mundo en nuestro poblado odia y teme a esos seres. Los tachan de crueles y de caníbales. La leyenda dice que cuando los dioses crearon al hombre les salió mal la primera intentona, y ellos son esa obra defectuosa del hombre verdadero. Pero yo no puedo opinar lo mismo.
A nadie se lo he contado todavía. Tú serás el primero, pequeño Trante, en oír mi historia con la gente de esa raza.
Sucedió cuando salimos a pescar mi hermano menor y yo una mañana de invierno con el sol aún escondido. La oscuridad era casi absoluta y las sombras nos confundieron de senda alejándonos demasiado. Olía a pantano e imperaba un silencio de agua, cuando mi hermano pequeño gritó tragado por la ciénaga. Fui tras él para tratar de salvarlo, pero fue inútil, el fango lo absorbió llevándolo al fondo. A mí me salvó una rama baja a la que pude agarrarme. La espesura era tan cerrada que mis gritos de socorro quedaban apagados por la maleza. Nadie pudo dar conmigo y regresó otra vez la noche. Tuve suerte de no ser atacado por las alimañas, pero los insectos se cebaron en mis brazos y mi cabeza. Al día siguiente, cuando la fatiga y la fiebre acababan ya con mis últimas fuerzas, aparecieron ellos. Eran tres y eran jóvenes. Dos hembras y un muchacho. Fue éste el que saltó a la ciénaga agarrado de una larga cañavera que sujetaban las mujeres del otro extremo. Lograron sacarme. Una vez fuera una de las hembras me miró fijamente y luego comenzaron a discutir entre ellos. El muchacho gruñía malhumorado en un idioma extraño, mientras la mujer que me había observado con fijeza trataba de persuadirlo con voces decididas y gestos. Entonces se lo llevó bajo unos matorrales y allí entreví que se colocaba de rodillas mostrándole al macho joven las nalgas y el sexo. Él se removió excitado saltándole encima. Comenzó a cubrirla con torpeza y prisas, emitiendo ahogados gemidos; luego, demasiado pronto para una cópula consumada, calló a un lado y rodó por la hierba quedando boca arriba. Al instante se alzó de un brinco y se marchó entre la maleza entre nuevos gruñidos. Yo no comprendía nada en ese momento, pero aquella hembra joven de oriunda se había ofrecido al macho púber para salvarme de ser delatado al jefe de su clan.
Tal vez salvé de este modo la vida, pero algo más importante iba a suceder aún.
Entre las dos me llevaron casi a rastras hasta una gruta cercana, escondida entre matorrales, que parecían usar en los periodos de caza. Había hachas inutilizadas y restos de huesos. Me acostaron Sobre un lecho de hierba cubriéndome con pieles de foca. Encendieron un fuego que caldeó el habitáculo y asaron un pequeño ánade para mí, del que fui comiendo lentamente destemplado por las fiebres que enseguida me llevaron al umbral de los delirios. Cuando desperté había un ramo de lirios blancos a mis pies. Por eso llamé Azucena a mi bienhechora.
Todos los días llegaba a la gruta ella sola, se ponía de cuclillas frente al tálamo y me observaba con detenimiento. Tocaba mi frente y soltaba pequeños hipidos de risa; tentaba mi nariz, mis labios y mis pómulos con ojos de sorpresa y embeleso. Tenía una mirada profunda de ojos azul firmamento, los cabellos del color del sol en invierno; las protuberancias en cejas y la frente rellenada características en otros individuos de su raza, apenas se notaban en ella; su boca era como la de las hembras de nuestra tribu, aunque su piel era blanca y sonrosada como la de los suyos… Era francamente hermosa.
Varias jornadas después, cuando al fin recobraba parte de mis fuerzas, ella misma me ayudó a ponerme de pie y me colgó como ofrenda un raro collar con dientes de tigre tallados; tal vez perteneciera al jefe de su familia. Acto seguido llevó una de mis manos a su pecho, que noté calido, con el corazón acelerado, y acercó muy despacio sus labios a los míos. Noté una sensación extraña y cautivadora, como si aquella boca húmeda y caliente de hembra fuera el manjar más sabroso jamás probado. Quiso arrodillarse para mí, pero yo la cogí en peso llevándola al lecho de hierba. Allí la desnudé con furia contenida y la tomé mirando sus ojos profundos y su boca entreabierta, que aullaba de placer bajo mi aliento de macho.
Acurrucada sobre mí después de la unión, me hablo muy despacio en su lengua extraña, pero en ese momento mágico lograba entender sus palabras. Primero me confesó un deseo: quería ver fundada la paz entre nuestros pueblos. Luego se tocó el plexo con ambos índices como para decirme que ella misma era hija de un hombre de mi raza; tal vez su madre había ocultado el hecho al resto del grupo, a pesar de que al ir creciendo la criatura su aspecto cada día más la delataba. Señaló a la luna creciente que se alzaba media en el firmamento y entendí entonces que su madre, para protegerla, había atribuido su extraño aspecto a un mal influjo del lucero menor, además de que había nacido prematura, una luna antes de lo normal. Luego pasó su mano de mi pecho a su vientre y volvió a susurrar. Ahora supe que quería tener un hijo de mi sangre. Un descendiente que uniera definitivamente las dos razas. Ahora entendía el por qué de su ofrenda, un símbolo tan importante para su tribu. Ella sabía que los suyos estaban pereciendo. Cada vez nacían más niños anormales, incapaces de crecer a tiempo y con la fuerza y maña para hacerse buenos cazadores, hombres y mujeres que continuaran la casta. O acaso sintió una llamada primaria, como esas que surgen de la mente del hombre en las noches sin luna y que parecen impulsarle a crear nuevas hazañas, arriesgadas conquistas. Tal vez sintió la necesidad de engendrar en su vientre mestizo una nueva raza de humanos, mezcla perfecta entre los oriundos y los de mi estirpe. Un hombre moderno capaz de luchar ante las adversidades, fuerte y sensible a la vez, que amara a los suyos, y que viera la huella de su propia especie humana en la naturaleza, en todo cuanto le rodeaba a este lado de las nieves.
Azucena quedó embarazada. La llevé conmigo a nuestro poblado; iba a ser a la vista de todos mi hembra. Y como tal tuvo allí a nuestro hijo, un varón fuerte y hermoso que nació con los ojos abiertos, rompiendo en llanto su pequeño pecho bajo una luna creciente. Sin embargo esa noche la recién parida me confesó que vio un filo rojo de sangre en el albor del astro.
Aquel mal augurio pronto devoraría nuestra felicidad. La envidia, el miedo, la maldad, y no sé cuántas maldades más del hombre, acabaron en una noche fresca, tras un largo y cálido verano, con nuestra esperanza de futuro. Me encontraba ausente en la caza de delfines, cuando dos hombres de mi poblado, recibiendo órdenes, asesinaron a mi mujer y mi hijo arrojándolos al abismo del pantano. Arguyeron que eran caníbales o descendientes de caníbales y que cuando crecieran, al menor intento acabarían con los nuestros. Nadie dijo nada. Todos fueron cómplices al callarlo.
Es por esto, pequeño Trante, que vivo solo y consumido en esta cueva, y que pinto en sus paredes cosas como estas… Y ahora vienes tú, y me dices que no murieron, que fueron advertidos momentos antes… y que mi mujer huyó con el pequeño más allá de las marismas, para salvar la vida a costa de perderla en tan peligrosos esteros... ¿Y qué puedo decir ya?
¡Ojalá hayan logrado sobrevivir!